viernes, 29 de marzo de 2013

El tiburón y la bicicleta


Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante dejó muchísimo que desear. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, a principios de este siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. Sendra hizo mucho dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no avalaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un BMW descapotable.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al de la bicicleta automotora: el paisaje, que conoce perfectamente, está cambiando a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto verla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un mocoso, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un puñado de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla,que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar el patrimonio familiar. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años. (En cuanto pueda, decide, llamará a los alemanes para deshacer el trato.)



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

martes, 26 de marzo de 2013

Berta y James



Sus manos se encontraron rodeadas de terciopelo y supieron distinguirse entre suavidades. Él adoraba su piel y ella, a pesar de su sobriedad, se volvía loca por sus manos. Siempre se encontraban en lugares anticuados, de brillantes espejos y decoración recargada, sintiéndose durante unas horas los protagonistas de su propio espacio. Era uno de sus juegos favoritos, del que habían de despertar para despojarse de sus disfraces y continuar trabajando en la casa de sus señores.

El boxeador

           Para todos los que, día a día, luchan contra los malos momentos personales.

            Nunca puede dormir la noche antes de un combate. El nudo en el estómago solo desaparece cuando suena la campana y su mano izquierda busca el rostro de su adversario. Pero esa noche es especial y distinta a todas las demás. Mañana será su último combate. Por última vez se subirá a un cuadrilátero, por última vez le untarán vaselina en el rostro, por última vez intentará evitar que se le cierre el maldito ojo derecho, por última vez buscará en su rival un espejo en el que mirarse. Por eso camina por la ciudad a las tres de la madrugada, acompañado tan solo por el camión de la basura y algunos gatos que buscan comida o amor por los rincones. Llega a un parque y toma asiento en un banco lleno de pintadas contra el gobierno de turno. Enciende un cigarrillo y mira sus manos. Y entonces se acuerda de ella. Parece que todavía puede sentir sus pequeñas manos acariciando sus nudillos después de cada pelea. Un crochet golpea su garganta. Traga saliva y llora, porque ni los boxeadores están a salvo de las lágrimas.

domingo, 24 de marzo de 2013

Las tres viuditas extratextuales (cont.)


 

                      

Se cambiaron los nombres de Juana, Justa y Jimena por los de Carla, Mónica y Gemma, que sonaban muchísimo mejor. Entraron en la primera tienda y se compraron tres modelitos más acordes con la época. Sustituyeron los incómodos y pesados vestidos por pantalones pitillo y camisas ligeras de algodón a cuadritos vichy. Se calzaron con bailarinas planas. En el probador dejaron los corsés para regocijo de la propietaria, que se los comenzó a probar imaginando toda suerte de fantasías. En el volkswagen, les esperaba Beltrán, conductor de la carroza:

-Carla… ¿Cómo se te ocurrió la idea?

- Nada, hijas mías… se lo pregunté a la bruja Gadea. Ella sabía un conjuro y, junto al bebedizo que os hice tomar,…¡Plás! Aquí estamos…

-¿Y qué hacemos con el conductor de la carroza? No hace más que tocar la bocina y saludar con la mano. Se cree que aún estamos en la corte de Palacio…

- Yújuuuu!!!!… ¡Cuántos chicos guapos...!

- ¡Beltrán, por Dios! Ya sabía yo que Beltrán iba a dar la nota… Pero,… ¡no te bajes del coche, que nosotras no sabemos conducir este trasto…!

Beltrán se inclinó para hablar con las tres viuditas que no entendían su comportamiento.

-Mirad, chicas. Puesto que deseabais llegar hasta aquí para gozar de la libertad, justo es que yo haga y desee lo mismo. Si vuestra vida en la Corte era triste y aburrida, imaginaos la mía… un conductor de carrozas que, además, es gay… Me marcho… mirad: aquellos muchachos que nos están mirando desde la acera de enfrente son Alonso, Diego y Froilán. Trabajaban conmigo y conocían también las artes de la bruja Gadea, todos tomaron el bebedizo.

- Pero… Beltrán… ¡no nos dejes…!

- No os preocupéis. Hay unos colegios especiales, se llaman “autoescuelas”, allí os enseñarán a manejar este vehículo…

Las tres se quedaron en el coche mirándose y sin saber qué hacer. Un guardia urbano se acercó  gesticulando con la mano para que circularan, pero ante la pasividad de las chicas, se introdujo en el asiento del conductor y movió el coche mientras escuchaba la historia de las tres amigas. Una vez concluida, les dijo que tenían que buscar una ocupación que se llamaba trabajo y bla, bla, bla…

 

 

 

 

 

sábado, 23 de marzo de 2013

Mi devoto amante


Me separo de ti cada mañana, ya que me obliga el mundo que se asoma por la ventana. Y desde la expectativa de saber que me esperas, siempre fiel e inseparable, transcurre mi día. Y pienso en ti y fantaseo con que llegue la hora, más pronto que tarde, de encontrarnos de nuevo, de que me abraces muy fuerte, y de sentir que viajo entre tus páginas. Juntos emprendemos el ritual de la huida, como cada noche, entre las sábanas.

Muertes justificadas


Son las dos de la mañana en Albuquerque. Un hombre de mediana edad…

-Perdona, me revientan los literatos como tú, que evitan nombrar a sus personajes, que los tratan de “un hombre de mediana edad”, “el individuo”, “ese tipo”, etc. Tengo un nombre, me llamo Gregory Stewart y mis conocidos me llaman Greg…

OK. Son las dos de la mañana en Albuquerque. Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale de un tugurio…

-Oye, amigo, ¿te gustaría que te llamasen escritorzuelo? Soy Spencer, el barman del Diamonds Club y esto no es un tugurio, es un reconocido bar de copas. Hacemos los mejores combinados a esta parte del Mississippi, ¿de acuerdo? A propósito, para los que lo lean, estamos en la Avenida Lincoln, recuérdenlo.

Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale del prestigioso Diamonds Club, en la Avenida Lincoln. No puede disimular que está medio pedo…

-Te estás pasando, colega. Apenas he tomado un whisky con hielo.

-Soy Spencer de nuevo. Lo siento Greg, recuerdo haberte servido, por este orden, un gin tonic, un whisky y un tequila. A propósito, está todo anotado en tu cuenta, recuerda traer pasta el próximo día.

-Bueno, admitamos que bebí un poco, pero no me gusta la expresión medio pedo, cámbiala por otra menos malsonante, por favor.

No puede disimular los efectos del alcohol. Camina apesadumbrado porque esta mañana el cartero…

-Oiga, caballero, ¿en lugar de “cartero” podría indicar “repartidor postal”? Es solo que suena mejor. Gracias.

Camina apesadumbrado porque esta mañana el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su primera ex-esposa, Sally…

-Soy Sally, ¿me recibe? Yo no he dirigido ninguna carta de amenazas al gilipollas de  Greg, ¿vale?

-Eh, Sally, ¿por qué me llamas gilipollas?

-Yo no te he llamado gilipollas, eso lo ha escrito el tarado este que me acusa de no sé qué amenazas…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su segunda ex-esposa, Margaret…

-Soy Maggie y ni he escrito ni pienso escribir una puñetera letra a ese gilipollas, repito, gilipollas, lo suscribo.

-Maggie, vete a la mierda…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta.

-Oye, céntrate, yo no he recibido ninguna carta de amenazas.

Vale, Greg, para ya, desde la primera línea me estás fastidiando este relato. Voy a leerte la carta y verás cómo luego sí estás apesadumbrado:

“Greg, soy tu creador, el que está intentando hace rato escribir una historia contigo de protagonista. Me tenéis hasta las pelotas tú, el barman, el cartero y tus ex-esposas. Vas a palmar en las próximas líneas y comenzaré otro cuento con unos personajes normales, unos personajes que no incordien tanto. Te voy a matar, repito. Y ojalá acabes en el puñetero infierno.”

-Joder, macho, te has pasado cuatro pueblos, por unas sencillas objeciones que hemos hecho…

Greg no puede disimular los efectos de alcohol y tropieza con una boca de agua contra incendios, pierde el equilibrio y cae al asfalto, donde muere en el acto atropellado por un Cadillac del 64.

-Soy Bernard, el conductor del Cadillac, quiero que sepan que frené, pero el tipo se me había tirado encima, no pude hacer nada por evitarlo…

A consecuencia del accidente el conductor del Cadillac sufrió un infarto agudo de miocardio y también murió.

Descansen en paz.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Las ratas


El flautista, contratado por el pueblo para limpiar de ratas el país, comenzó a hacer sonar su instrumento. De repente, las calles se inundaron de diputados, senadores, consejeros, ministros, familias reales, alcaldes, secretarios, vicesecretarios, directores generales, presidentes de aquí y vicepresidentes de allí, delegados de esto y de lo otro, asesores, sindicalistas podridos y demás roedores del dinero público. El mágico intérprete guió a estas decenas de miles de parásitos ineptos hasta la boca de un activo volcán, en el que se fueron lanzando de manera autómata.

Cuando regresó para cobrar la correspondiente factura, como la crisis ya había terminado, los ciudadanos, agradecidos, obsequiaron al flautista con un plus de productividad. Y todos fueron felices y comieron perdices.

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 18 de marzo de 2013

Las tres viuditas extratextuales



Las tres viuditas, hartas de no encontrar marido y de guardar ausencias,  desaparecieron del castillo del Conde Laurel, donde ya llevaban largo tiempo recluidas y muy pero que muy aburridas, junto a  los patéticos bufones que no hacían bien su trabajo y no lograban que asomaran las sonrisas a sus bocas.  Ya estaban más que hartas, también, de los juglares y su patética cancioncilla. Dejaron de contextualizar y dieron un salto adelante. Se fueron juntas a recorrer el mundo. Eligieron los felices años 50. Eran otros tiempos y querían conocerlos. Llevaban sus baúles vacíos para llenarlos de nuevas experiencias. Sustituyeron la carroza por un escarabajo de cuatro ruedas, se soltaron las trenzas y protegieron los guiños de sus ojos de los malvados rayos del astro solar, que nunca las dejaba en paz. Y así, contentas y aventureras, se fueron a escribir el otro romance divertido de sus vidas.

jueves, 14 de marzo de 2013

DESNUDO EN GRANATE ROJO (cont. 2)

Aquel día que saqué esta foto, me encontraba en la barra del Joe´s  bar, viendo como aquel baboso te desnudaba con la mirada. – Le dije al tiempo que le ofrecía la foto que tenía en la mano. Estaba tan cerca de vosotros, que oí como le decías muy ofendida que te mirara a los ojos. Tuve ganas de pegarle un puñetazo para obligarle a levantar la cabeza, pero esas reacciones no me caracterizan. También sé que no era veneno lo que le metiste en la copa, ni Félix, tu chofer te esperaba en la entrada del bar, ni tenías billetes para las islas Caimán. Pero no te preocupes, está en la cárcel de por vida, tanto él, como tu marido y todos sus secuaces. Nunca más te podrán hacer daño, te lo prometo.

Por sus mejillas escapaban unas lágrimas de alivio. Conocía bien aquel hombre, Rubén, lo amaba en secreto, sabía que era una persona honesta y un policía que nunca se dejó sobornar.

Sor María la animó para que buscara la felicidad fuera de esos muros, no era su mundo. Ahora estaba fuera de peligro. Salió a la calle con el mismo traje granate y el sombrero negro de ala de cuervo que llevaba aquel día, cuando Sor María le había abierto las puertas entre aquellos muros de oración. Cruzó la calle y allí estaba, Rubén, con una sonrisa le ofreció su brazo, ella se agarró a él y caminaron rumbo a una nueva vida.



La peste


Mi gran amigo Iván me lo confesó una noche de formidable borrachera:

-David, no te lo vas a creer, esto no se lo he comentado nunca a nadie, pero desde pequeño huelo los sentimientos de las personas. No tengo olfato para las cosas materiales, no noto el supuesto aroma de los perfumes, de los alimentos, de las flores, no advierto la fetidez que atribuyen a la basura y a las cosas desagradables, de nada que pueda verse o tocarse. Pero sé distinguir perfectamente el olor de la cobardía, del cariño, de la inseguridad, de cualquier emoción que el ser humano que tenga delante pueda experimentar. Y te aseguro que es una terrible maldición, a medida que maduro se acentúa más y más. Ahora mismo percibo el hedor de tus dudas, quieres creer lo que te estoy diciendo pero tu cerebro se resiste.

Me quedé de piedra. Acababa de leer mi mente, como había hecho antes en incontables ocasiones sin que yo hubiera sabido cómo. Tras procesar la información, entendí al instante por qué había estudiado Psicología y también por qué abandonó su consultorio después de solo unos pocos meses de ejercicio profesional. Comprendí que, aunque descifrase los sentimientos de sus pacientes y pudiera guiarles tal vez mejor que nadie en su alivio y curación, debía ser espantoso enfrentarse continuamente a la pestilencia de odios, celos, tristezas, envidias, frustraciones, miedos, de cualquier tipo de trauma, fobia o manía que todas y cada una de las personas almacenamos en nuestro interior.

David me aseguró que sus fragancias preferidas eran las del amor, la amistad y la confianza, pero que cada vez era más insoportable el tufo que tenía que respirar. La tensión estaba a flor de piel en cada ciudadano, la podredumbre reinaba sobre cualquier otra cosa, no podía aguantar más. Había decidido irse a vivir a un alejado pueblecito del interior con apenas una treintena de ancianos habitantes. Allí, pensaba, el aire sería más limpio.

Esta mañana me ha llamado el padre de Iván para comunicarme  que ayer, cerca de la aldea, encontraron su cuerpo sin vida suspendido de un árbol. Con voz sollozante me ha dicho que llevaba en su bolsillo una nota en la que había escrito: “Decidle a David que ahí donde haya una persona, ahí está la peste”.

martes, 12 de marzo de 2013

DESNUDO EN GRANATE ROJO (cont.)

    

                                             

- ¡Quita tu sucia vista de mi escote y mírame a los ojos! Sé perfectamente lo que estáis tramando. Dile a mi marido que no se va a salir con la suya. Lo tengo todo planeado. No sabéis de lo que puedo ser capaz...

- ¡Hay que ver lo mal pensada que eres! Sabes que me gustas en serio. Adoro ese pelo negro como el azabache, tus labios rojos y esa mirada de gacela asustada.

- ¡Já! ¿Te crees que voy a caer rendida a tus pies después de conocer vuestras intenciones? Sé que quieres acabar conmigo y que el imbécil de mi marido te ha pagado para liquidarme.

- ¡Jamás te haría daño! Te amo…

- El sexo no tiene nada que ver con el amor...

- Pero yo te quiero… ¡Escapémonos! Podemos engañarle, huir con el dinero y empezar una nueva vida en otro lugar. Te daré los hijos que él te ha negado. Quiero dejar todo esto y formar una familia. Vivir en una preciosa casita con jardín, tener un perro, o dos incluso.

- Contigo no iría ni a la vuelta de la esquina, eres peor que él. ¡Te odio, os odio a los dos! He soñado tantas veces con escaparme de su telaraña…

- Ya no tienes otra elección, Susanne. He puesto un somnífero en tu copa de vino…

- Me imaginaba algo así... ¡Ja, ja, ja...!!
Al final han dado fruto todas las películas de cine negro que he visto... Sólo he humedecido mis labios. No creo que me produzca efecto alguno, en cambio tú… Tú has dado varios tragos, en nada comenzarás a sentirte muy mal, la gente creerá que es tu corazón... Cuando se den cuenta de que la copa estaba envenenada yo ya estaré lejos. En la puerta está esperándome  Félix, mi chófer. Tenemos billetes para las islas Caimán... Mi marido siempre me creyó una mosquita muerta, una tonta incapaz de conocer sus oscuros negocios… Pero ahora, después de ver tanto telediario, ya sé lo que significa ser su testaferro... Por cierto, estás empezando a sudar… y te tiembla el pulso… 

lunes, 11 de marzo de 2013

Desnudo en granate rojo

Me senté a su mesa sin mediar palabra, saludándola con una leve inclinación del ala de mi sombrero. Sabía que no era eso la norma de comportamiento, pero me daba igual. Encendí un pitillo. Yo no era ningún príncipe bondadoso ni ella una dama desconsolada. Además, mis ojos no se podían apartar de su figura. Seguro que era consciente de que mi deseo la estaba devorando. Y de que ahora la veía de otra manera. Se había despojado de su traje de chaqueta granate y del sombrero negro ala de cuervo. La tenía ante mí desnuda totalmente, con la melena suelta del color del azabache brillante y fino, como sus medias. Nunca hubiera imaginado que una escena tan íntima resultara natural en un lugar tan inapropiado como el Joe’s bar,  repleto de gente a aquellas horas. Me había embrujado, no cabía duda. El trabajito y mi jefe deberían esperar, porque hasta que no le quitara con la boca esas lágrimas que pendían de sus lóbulos, no realizaría la entrega. Después,  todo daría igual.

domingo, 10 de marzo de 2013

Fundido en negro


Hace unas noches tuve un sueño. Sucedía en enero, comenzaba a nevar y eran las cuatro de la tarde. Sé que era enero porque aquí únicamente nieva durante ese mes, y sé que eran las cuatro de la tarde porque empezaba mi programa favorito en Radio 3. Regresaba del trabajo en mi zapatilla con ruedas por una carretera vecinal muy poco transitada. De repente, en el exterior del vehículo se hizo de noche, oscuridad total durante un par de segundos, sucedió como un fundido en negro cinematográfico. Cuando volvieron la luz y el paisaje frente a mí, me encontré con el coche traqueteando en un agreste y estrecho camino, rodeado de altos y extraños árboles, entre los cuales vi saltar algunos simios. Paré y oí que la radio siseaba, no conseguí sintonizar ninguna emisora; la apagué. Mi teléfono móvil no tenía cobertura y marcaba las doce del mediodía. Conmocionado, decidí seguir conduciendo a baja velocidad por aquella angosta vereda, siendo testigo de cómo coloridas aves se cruzaban en mi recorrido. La senda fue ensanchándose poco a poco hasta que alcancé la plaza de una aldea compuesta por diez o doce chozas, de donde salieron, gritando y amenazándome con palos y lanzas, un montón de negros en taparrabos, con sus caras pintadas. Lo primero que hice fue activar el seguro del coche y ponerme a temblar. Las mujeres y los niños se asomaban al umbral de sus cabañas, mirándome con gestos de sobresalto y miedo. De la choza más grande salió el que parecía el caudillo de la tribu quien, cosa que me sorprendió, era un tipo blanco con gafas de sol que andaba contoneándose exageradamente. A medida que se acercó pude reconocer su cara: era Don Pascual, el jefe de administración de mi empresa, es decir, mi jefe, solo que como allí no debían usar tintes baratos, lucía su pelo cano y una inusual barba del mismo color. Don Pascual atravesó el pasillo que le fueron abriendo los nativos, se plantó ante mi coche y tras calmar a los guerreros extendiendo sus brazos, comenzó a hablarme con su misma voz pero en distinta lengua:

-¡Ranga tukala kun senjeli!, lo cual no supe si traducir como un “buenos días, ya era hora de que llegaras”, “joder, has vuelto a descuadrar el balance” o, incluso, “estás despedido, a la puta calle”.

Ver a Don Pascual me permitió salir de mi inicial estado de shock, pues el pánico fue sustituido por la rabia, y al advertir que el comité de recepción había dejado caer sus armas al suelo, detuve el motor, me guardé las llaves en el bolsillo y desbloqueé las puertas. A continuación bajé del coche y después de comprobar que el aire era achicharrante para estar en enero, me dirigí al jerarca blanco y con el máximo énfasis, a voz en grito y señalándole repetidamente con mi índice, le solté:

-¡Ya tenía ganas de decirte un par de cosas, Pascual! Sí, te tuteo y si no te gusta, te fastidias. Mira: eres un gilipollas y un engreído incompetente. Estás treinta años en la empresa jodiendo al personal y no sabes hacer la “o” con un canuto. Yo tengo una carrera universitaria y dos másters y tú no acabaste el puñetero bachillerato, mamón. Te pasas el día leyendo el periódico, hablando con tu familia y tus amistades por teléfono o cotilleando por Internet, mientras los demás nos dejamos el hígado currando y encima hemos de soportar tus injustas broncas. Eres un inaguantable tocapelotas, que en lo único que destacas es en lamer el culo a los superiores para que no te boten de la compañía. Y además, te tiñes el pelo como una patética nenaza. Cualquiera de estos palurdos sería mejor jefe que tú,  ¡cretino!

Largué todo de carrerilla, fue sencillo porque lo tenía ensayado hace meses, aunque en este caso no procedía mentar el tinte y tal vez me excedí al improvisar el último reproche, tachando de palurdos a los indígenas, a los que ruego me perdonen si les ofendí o se sintieron heridos por mi desacertado calificativo.

Yo no sé si Don Pascual o su sosias comprendió algo de lo que le dije, pero cuando acabé la perorata se arrodilló solemnemente ante mí, descolgó los collares que llevaba alrededor de su cuello y me los ofreció en silencio, con amabilidad y agachando su cabeza, lo cual interpreté como un traspaso de poderes.

La tribu entera emitió un entusiasta grito de júbilo (por lo visto estaban también hasta los huevos de Don Pascual) y entre algunos hombres me alzaron, dándome varias vueltas a la plaza. Mientras, las mujeres y los niños salieron de los chamizos y comenzaron a entonar alegres canciones nativas.

En ese momento me entraron ganas de mear y me desperté.

Ni sé ni me importa lo que le pasaría después a Don Pascual, de lo único que estoy seguro es que en ocasiones los sueños nos señalan el camino que hemos de tomar en la vida. Por eso, la próxima vez que ese inútil me llame la atención en el despacho le voy a aflojar el mismo discurso. Aunque me abran un expediente. Aunque me cueste el puesto. Yo con las ganas no me voy a quedar.

sábado, 9 de marzo de 2013

LA ULTIMA DECISION




Primero empezó a leer en los diarios las quejas de las personas que reclamaban el dinero de sus ahorros en acciones “preferentes”. Él mismo, sentado en su silla ergonómica había aconsejado, por orden de su director, la venta de este producto. Comenzó por ofrecerlas a sus mejores clientes, luego a sus amigos y finalmente a sus padres y hermanos incluso, él mismo, había invertido una pequeña cantidad.

Ahora se encontraba en una situación desesperada. Todos sus compañeros de trabajo habían sido destituidos o trasladados a otras oficinas. Era mejor que las reclamaciones de los afectados fueran atendidas por personal nuevo, sin ningún atisbo de empatía con los clientes. Él sería el último en caer.

Se levantó despacio de su cómodo asiento y abrió la ventana. En la calle, una multitud gritaba y agitaba los puños rodeados por agentes antidisturbios. Le llamaban ladrón y asesino y no andaban demasiado equivocados. Terminaba de leer una noticia de última hora: un jubilado de setenta y cinco años con hijos y nietos a su cargo, se había lanzado desde la ventana de su domicilio, un quinto piso.

Pensó en sus padres jubilados, quienes habían perdido la mayor parte de sus ahorros, en su primo Javier al que acababan de despedir de su trabajo, en su hermana separada madre de dos hijos, en la amiga de su hermana con una hija afectada de parálisis cerebral, en Juan el hornero de su barrio, en los padres de Juan…

 Primero asomó la cabeza y su torso. La gente le miraba sin dejar de reclamar su dinero. A continuación sacó una de sus piernas y la apoyó en el alféizar, después le siguió la otra. La multitud, confusa, bajó el tono de sus protestas; no paraban de mirarle. Los rostros de las personas a quienes había atendido durante años, se agolpaban en su mente uno tras otro, sintió cómo se le nublaba la vista y una sensación de amargura en su estómago, sus fuerzas le fueron abandonando y entonces… se dejó caer.

Sin importancia


Tenía miedo de mirarse en el espejo. Primero fue un pequeño bulto en el pecho. Pensó que se debía al énfasis de algún cliente y no le prestó mayor importancia. Era joven y todo se le pasaría tal y como le sugería su patrona. Cada día le dolía más y se hacía más grande. Nunca había sentido nada igual. Ahora, además, se notaba algo raro en su precioso cuello, un ganglio tal vez. El practicante de la casa a quien se lo comentó, le había dicho que dejara de trabajar y que descansara una temporada en el campo. El aire sano  le sentaría bien y desterraría cualquier posible infección. Ya vería como volvería nueva. Pero no se lo podía permitir, tenía que continuar, atravesaba una buena racha. 
El ambiente del cementerio la recibió también con mucha tranquilidad. 

viernes, 8 de marzo de 2013

Una tumba vacía

La tenemos justo delante. Es pálida como un fantasma, paciente como una semilla esperando germinar. Silenciosa como una tumba vacía. Amable y expectante, como una mano tendida hacia nosotros. Nos vigila sin ojos y tiembla cuando respiramos. La amamos, pero también la odiamos. Su única posibilidad de sobrevivir es que, después de ser mancillada por nuestros despiadados lápices, nos cautive el fruto engendrado. Solo así evitará acabar marchita y arrumbada, cuando no dividida en mil tristes pedazos.

lunes, 4 de marzo de 2013

Ella merece volar



Ni siquiera podía mirarse el final de la melena en el espejo, pero no le importaba. Como tampoco, que le fuera arrastrando por el suelo. Mejor -pensaba Justina- dos tareas hechas al mismo tiempo. Así que correteaba por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, para sacarle bien el brillo. El pelo le había crecido, pero  los años también y ahora ya no podía echar la trenza por el balcón para que subiera su amado, sin riesgo a quedarse lumbálgica para siempre. Y menudo novio, señoras, la obligó a dejarse el pelo largo hasta su regreso. Él, que se había quedado a hacer las Américas sin mencionarle lo de las mucamas. Y ella, que tenía que mantener viva su promesa. Pero ya no se cuidaba la cabellera, se había cansado de  peinar y esperar. Incluso le gustaban los animalitos que vivían en ella. Un día encontró un nido con sus polluelos; probablemente -pensó- la madre confundió mi melena con la espesura de un bosque. Ya tampoco podía bailar el folklore de su tierra, los boleros, su auténtica pasión. Así que harta,  devolvió las cartas de ultramar, rompió su sagrada promesa y se cortó el pelo. Desde que se quitó ese enorme peso de encima, se elevó allende los mares y tierras. Y flota liviana, feliz y contenta, en el cielo con los suyos.

ADELINA




El marido de Adelina regresó de las selvas amazónicas afectado de una rara enfermedad. Los médicos, desde el principio, auguraron un fatal desenlace ya que no existía ningún remedio para  curarla. Las altísimas fiebres y los espantosos dolores, la obligaban a permanecer pegada a su lecho, sin apenas salir de la habitación. En los momentos de lucidez, él le  decía lo mucho que le gustaba su precioso pelo, negro como la noche y lo hermosa que era. Le pedía que lo mantuviera siempre largo y cuidado, tal y como lo llevaba el día en que se conocieron.

Un día, mientras se miraba al espejo, Adelina juró que si él no mejoraba, jamás se cortaría el cabello. Lo mantendría largo, brillante y perfumado sólo para que, al acercarse, el enfermo percibiera su aroma y pudiera acariciar los sedosos bucles.

Los días pasaban, el pelo de Adelina había  crecido tanto que le llegaba hasta la cintura. Ni siendo una jovencita lo había llevado tan largo. Todas las noches lo cepillaba con sumo cuidado, hasta cien veces antes de ir a dormir, como su madre le había enseñado. Por las mañanas, después de cepillarlo otras cien veces, acercaba sus labios a la frente del enfermo y le besaba con cariño, tomaba su mano y la dejaba descansar en su regazo, cerca de sus rizos, para que él se percatara y pudiera rozarlos.

Las estaciones del año, se sucedían. Adelina no perdía la esperanza, su larga melena ya sobrepasaba la longitud de sus rodillas, dentro de nada le llegaría hasta los tobillos. Tuvo que contratar los servicios de una doncella, sus fuerzas empezaban a flaquear y no por cuidar de su marido, precisamente, sino por lo costoso que resultaba mantener la limpieza  de su pelo. El peso, sobre los hombros y la columna, comenzó a producir mella en su compostura; su cuerpo comenzó a doblarse, debido también a la posición adquirida durante el  tiempo que permanecía reclinada sobre la cama de su esposo. Por ningún motivo se apartaba de su lado.

Un día la doncella le sugirió que recogiera su melena. Las puntas ya rozaban el suelo, era difícil evitar que se mantuviera limpia de polvo, incluso algún pequeño insecto había intentado anidar en ella y era muy costoso que las púas del cepillo pudieran terminar con éxito la tarea de deshacer los nudos que se le formaban . Ella se negó, le dijo que era así como le gustaba a su marido y que por nada del mundo se lo iba a recoger y menos aún cortar.

Una fría mañana de invierno, él dejó de luchar. Su corazón se paró y sus párpados se quedaron cerrados para siempre. Adelina lo zarandeó repetidas veces entre gritos de angustia y sollozos. El sufrimiento hacía que se arañara la cara y diera estirones a su pelo hasta conseguir arrancar mechones enteros. La doncella no podía detenerla, tal era la fuerza de su propia enajenación.  El forcejeo entre ambas desembocó en una pelea, que terminó con el cuerpo de la muchacha rodando escaleras abajo. Quedó inmóvil, tendido en el suelo y con una brecha abierta en la cabeza de la que manaba gran cantidad de sangre.

                                                        ***


-Leopoldo, creo que es en esta casa donde nuestra hija entró a trabajar...

- Parece abandonada... no puede ser. Puede que estés equivocada. Saca la carta, anda.

- Es aquí, el número diez de la calle de San Lázaro ¡Qué raro!

- La puerta está cerrada. Vamos a llamar al timbre.

- ……………………

- No hay nadie, no se escucha ruido alguno ¿Qué es lo que sale por debajo de la puerta?

- No sé, parece… Es pelo, mechones de pelo negro… ¡Voy a derribar la puerta!

Leopoldo y su mujer entraron en la casa. Lo primero que percibieron fue un desagradable olor.  El cadáver de su hija yacía a los pies de la escalera. No se lo podían creer… Aún así, el padre subió la escalinata, quería saber qué había sucedido. En la habitación principal encontró en la cama dos cuerpos: un hombre y una mujer. Ella llevaba en una de las manos unas tijeras, largos mechones de pelo negro como la noche cubrían el suelo. En la otra mano, un papel, en el que aún se podía leer “tuya para siempre…”








sábado, 2 de marzo de 2013

LA MODISTILLA



                Sus padres la llamaban Amparín, aunque a ella no le gustaba ese nombre, prefería que la llamaran Amparo. Su juego preferido era el sambori, siempre era la ganadora ya que, había perfeccionado el arte de pulir las piedras y hacerlas rodar hasta que se detuvieran siempre donde ella quería. Eran otros tiempos, apenas circulaban coches y los chiquillos se pasaban el día en la calle.
Fue una lástima que la guerra truncara su infancia; el tenebroso sonido de los aviones hacía que viviera  aterrorizada y en continua tensión. Las bombas caían, a veces, cerca de su casa, en el popular barrio de Ruzafa. Ella escuchaba el zumbido de los motores antes de que las sirenas emitiesen su aullido. Con su sobrino Vicentín en brazos, que apenas contaba dos años, salía disparada hacia el refugio, allí esperaban los dos en silencio hasta que terminara la macabra lluvia de proyectiles.

La guerra duró tres largos años. Amparo tuvo que olvidar su deseo de seguir estudiando; su familia soportaba la falta de necesidades tan básicas como lo era el sustento diario. Tampoco sus vecinas y amigas pudieron asistir a la escuela. Sus padres, las mandaban a formarse en corte y confección, era la única forma de recibir una ayuda económica; con el tiempo, si algún hombre se fijaba en ellas, terminarían casándose. Era el único modo de conseguir independizarse del hogar. También existía la alternativa de ingresar en un convento o, si la vocación no era suficiente,  se quedaban a vestir santos, se les aplicaba entonces el calificativo de solteronas, quedando al cuidado de sus padres  durante el resto de sus vidas.

Amparín fue una alumna disciplinada. Era ágil con la aguja y precisa con el pespunte. También adquirió gran soltura con la máquina de coser. Sus largos y delgados dedos se deslizaban por los tejidos más finos y blancos que su maestra sólo reservaba para ella: -“El traje de novia de Maruchi Prieto, que lo cosa Amparín. Nadie más lo debe tocar”-.

En el tranvía, de vuelta a su casa, conoció a Paco. Procedía de un pueblo de Albacete y, por si fuera poco, trabajaba en una mercería cercana al mercado Central. Alto, moreno y guapo, era el tercero de siete hermanos. Venía de cumplir el Servicio Militar en Palma de Mallorca y la chispa del amor estalló. Su noviazgo duró tres años, transcurridos los cuales, él no quiso que Amparín continuara en el taller. La quería en casa, formando una familia, como debía de ser. Ella, enamorada, le obedeció y su deleite por la costura lo conservó cosiendo para los dos hijos que tuvieron. A ella le gustaba pasear por los escaparates donde se exhibía ropa infantil que jamás podría comprar con el sueldo de su marido y, al volver a casa, con cualquier retal de tela adquirido después de regatear un buen rato, confeccionaba pantalones para su hijo y preciosos vestidos para su niña. Las vecinas siempre giraban la cabeza al verlos salir de casa, tan limpios y tan guapos, con sus trajes nuevos:

 -“Caray Amparín… ¿cómo lo haces?”-

 -“Con las manos y mucha paciencia, Doña Chari”.

 

                                                      ***

Barrio de Ruzafa, Valencia 2012

Ana, teclea en su portátil. Está terminando el último trabajo que le queda para finalizar su máster. Se levanta para relajar la espalda y los brazos,  prepara  un café y se acerca  a la mesilla de mármol que tiene junto a la ventana abierta. Las patas son de hierro fundido negras, forman volutas. Las une un travesaño del mismo material en el que se puede leer “SINGER”. Acaricia con sus dedos largos y delgados la foto enmarcada de su abuela, se sienta y reposa los pies en el pedal, los balancea arriba y abajo mientras recuerda el sonido que escuchaba de pequeña: “Tac-tac-taca-tac…”*

 

*Al quedar inutilizadas las antiguas máquinas de coser Singer, muchas personas utilizaban las patas, -de gran belleza- para convertirlas en mesas colocando encima un tablero de mármol.