miércoles, 30 de noviembre de 2011

GUALT & COMIS


Mi señora y yo estamos hasta el hocico de que le llamen a nuestra casa la cueva del moro, el refugio de la guerra, o la casa del troglodita. Es mi casa, nuestra casa, y punto. Si quieren llamarla de algún modo: la casa de Gualterio y Comisura Lehn (que es como nos llamamos mi señora y yo). Ya está bien de guasas. A mí me gustaría verles a ustedes royendo esta roca tan dura con los dientes (para eso somos topos) y a oscuras (porque, además de topos, somos fotófobos). Llevamos toda una vida abriendo galerías porque la caliza (en realidad el calcio), como todo el mundo sabe, es muy bueno para los huesos, pero nos produce cierta amnesia; así que tenemos unos huesos fuertes y robustos pero a veces se nos olvida que estamos casados entre nosotros; de hecho lo estamos cinco veces, el otro día encontré, por casualidad, los cinco certificados de matrimonio.
     El caso es que hemos pensado que, como las galerías nos han quedado muy bien, dentro se está a una temperatura constante de veintitrés grados, y todas las habitaciones tienen vistas privilegiadas, no sería descabellado hacer un hotel, un “troglohotel”, un refugio tanto para el invierno como para el verano para todo bicho no-carnívoro (somos vegetarianos) que quiera estar a gusto y desconectar. Se llamará “Gualt & Comis Labyrinth Troglohotel”. Habría una zona que estaría vetada porque se trata de la parte en la que los humanos se han aprovechado de mi trabajo, y la han habilitado como zona de visita por declararla un B.I.C. (bien de interés cultural)... ¡esos malditos canallas!. Voy a mandar una reclamación a la “Generalitat” para que me devuelvan lo que es mío o, como dice mi Comisura, al menos que nos den un porcentaje de los beneficios.
     Entre tanto, quedan todos ustedes invitados a nuestra casa, su casa desde ahora. Ah, dice Comis que tenemos WiFi (ya les explicará ella cuando vengan, que yo no me entero).



Un cuento de hadas


Diminuto bostezó estirando sus brazos todo lo que pudo. ¡Se estaba tan calentito bajo la colcha de plumas de ganso! Se hizo el remolón por espacio de cinco minutos más, pero el aroma que llegaba de la cocina era delicioso. Prestó atención a los sonidos que provenían de esa dirección. Sí, no había dudas, Nimiedad estaba preparando el desayuno.

Se destapó con energía. Descalzo, se encaminó al cuarto de baño y se aseó. No medía más de treinta centímetros. Era rechoncho y patizambo. Su cara, siempre jovial, rebosaba dulzura, como un pastel de cumpleaños.

-¡Hola, Nimi! –dijo alegre- ¡qué bien que huele!

-¡Hola, buenos días, Diminuto! Son tortitas de maíz con néctar de flores. Las he hecho para ti. Siéntate, por favor – contestó, restregándose sus gordezuelas manos en el delantal.

-Gracias Nimi. Hum,…¡qué ricas!

Nimi resplandeció de felicidad al oírlo.

-¿Qué tenemos hoy en la Comunidad? –preguntó el gnomo, atento por no pringarse las barbas con el desayuno.

-Pues … han llegado Óscar y su familia –dijo dubitativa. Se han instalado en la cueva Nº 4.

Diminuto levantó la cabeza del plato y la miró con expectación.

-¿Qué te pasa, Nimi?

El hada suspiró, alzó los hombros y se sentó a su lado. Parecía que no encontraba las palabras adecuadas.

-¿Recuerdas lo que me dijo el “Gran Sabio”?

Diminuto asintió con la cabeza y permaneció en silencio, invitándola a proseguir.

«Nimiedad, si quieres que te conceda tu deseo de ser madre, primero tendrás que superar la prueba en el mundo de “Afuera””. Demuéstrame que puedes hacerte cargo de un niño, de un humano; entonces, y sólo entonces, tu sueño se cumplirá: podrás tener y cuidar a tu pequeña hada. Enseñarle tus secretos y transmitirle toda su sabiduría».

El hada soltó este pequeño discurso de corrido. Se notaba que las palabras del Gran Sabio se le habían quedado bien prendidas en la memoria.

-Bueno, Nimi, ¿y cuál es el problema?- preguntó Diminuto, mientras se rascaba con el dedo índice la cabeza-. Lo estás haciendo muy bien. Tú misma me lo dijiste.

-Pues que… ¡Óscar es el niño que elegí!…y ahora está aquí! - exclamó compungida.

Diminuto volvió a rascarse la cabeza. Sin saber qué decir para consolarla.

-Lo cuidé. Vigilé para que no se metiera en líos, estuve atenta para que se concentrara con sus deberes, para que recogiera su cuarto y mamá no se enfadara con él. Le arrullaba por las noches para que tuviera sueños hermosos y fuera un niño feliz y seguro de sí mismo…y ahora –la voz se le quebró-,…y ahora, él está aquí con su familia- estalló en sollozos.

«¡Vaya! Creía que las hadas no lloraban». Esto no lo dijo, sólo lo pensó. «Claro que Nimi siempre ha sido muy especial». Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando el hada le pidió:

-Diminuto, tienes que ayudarme.

El gnomo se rascó la cabeza por tercera vez. «¡Vaya! ¡Pobre Nimi! Tengo que idear algo rápidamente. Antes de que sea demasiado tarde».

-¡Ya lo tengo! Iremos a ver a Óscar y su familia. Tenemos que averiguar porqué están aquí. Seguro que tú hiciste bien tu trabajo y han venido a la cueva por otros motivos. Si es así, el Gran Sabio nada podrá objetar y tu sueño, se hará realidad.

Nimiedad dejó de sollozar, lo besó en la frente y se puso en caminode inmediato. Su amigo tenía razón.

-¡Espera, espera!…que voy contigo, pero no puedo ir tan deprisa como tú. ¡Nimiiiiiiiii, espera, que yo no vuelo! «Siempre me hace lo mismo. Ahora me tocará correr por el subterráneo hasta la trampilla de la Nº 4. Seguro que cuando llegue, ella ya ha descubierto la verdad. ¡Mecachis!, qué rabia me da».

****

El niño estaba sobre la alfombrilla de algodón de su habitación, ahora dispuesta en un rincón de la cueva. Jugaba con su tren de madera y hablaba con los pasajeros imaginarios. Siempre hacía eso. Nimi se alegró al verlo tan tranquilo. Su padre canturreaba mientras vigilaba el caldero humeante. La sopa que había preparado olía de maravilla, como de costumbre. Los candiles colocados en las paredes rocosas proporcionaban una luz cálida y suave. Las alfombras y esterillas dispersas por todas partes, le daban un aspecto muy acogedor a la caverna. La madre entraba sonriente en ese momento, con un cesto de verduras y frutas silvestres. Acarició a su hijo en la cabeza al pasar por su lado, y besó a su marido al depositar el cesto en la despensa.

Óscar agradeció con una mirada dulce el gesto de su mujer. Recordó cuánto le había gustado Marta, ya la primera vez que visitó la cueva Nº 9. De eso, hacía casi treinta años. «Los comienzos no fueron fáciles» -pensó . Nimi aleteó las alas en señal de acuerdo.

-¡Marta, Diego, a cenar! –avisó dando unas palmadas. Removió la sopa y la sirvió en los cuencos.

El muchacho dejó el tren a un lado y corrió hacia la mesa. Tenía hambre. Su madre le acercó la sopa y le sonrió.

-¿Está rica? – preguntó Óscar, mirándolos con cariño.

Nimi movió de nuevo las alas. Su “niño” se había convertido en un padre responsable y un marido atento y cariñoso.

El pequeño asintió con la cabeza. ¡Tantas veces le habían repetido que con la boca llena no se habla! Terminó el primero y dijo:

-¡Papá, papá! cuéntame otra vez cómo llegasteis aquí –pidió excitado.

Óscar se limpió con la servilleta, apartó un poco la silla de la mesa y acogió al niño entre sus brazos.

-Pues corrían malos tiempos, ¿sabes? Las personas no eran dueñas de sus cosas. Pagaban al mes mucho dinero por sus casas, sus coches, los colegios, por recibir una asistencia médica…

-¿Qué es asistencia médica, papá? –interrumpió muy interesado, como si fuera la primera vez que lo oyera.

-Asistencia médica es que un doctor te vea cuando estás enfermo.

-Ah,.. ¡vale!, -se quedó pensativo una décima de segundo y continuó- ¡Papá, papá! ¡venga, sigue!.

-La comida, la ropa, los libros…cada vez eran más caros. La gente no llegaba a final de mes con su sueldo y acumulaba deudas, enfermaba de puro miedo. El abuelo Tomás y la abuela Angelita decidieron salirse del sistema.

-¿Del sistema? –repitió intrigado.

-Sí, cielo, del sistema. Dejaron de pagar todos aquellos recibos mensuales, y decidieron buscar la Comunidad de las cavernas –dijo Óscar en un susurro.

-¿Qué pasó entonces, papá?

Esa era la parte de la historia que más le gustaba a Diego.

-Pues que no sabían muy bien cómo encontrar este lugar del que habían oído solo rumores. Sin embargo, pronto percibieron señales en el camino que les condujeron hasta aquí.

-¿Qué tipo de señales, papá?

-La abuela siempre me contó que seres diminutos con alas, revoloteaban alrededor de ellos. Cada vez que se desviaban de la senda, volaban en formación de uno, para mostrarles una línea recta por la que proseguir.

-Y los abuelos… ¿no tenían miedo? –preguntó Diego.

-Realmente, no. Les atemorizaba mucho más lo que habían dejado en el mundo de “Afuera”.

-Aaaah, -dijo el pequeño y se quedó con la boca abierta un buen rato.

-Y por fin, una mañana muy temprano, dejaron atrás el bosque y se dieron de bruces con las cavernas de la Comunidad.

-¡Halaaaaaaa, qué pasada! ¡Menuda sorpresa!

-Sí, cielo. Cuando llegaron, ya había algunas personas que, como ellos, se habían arriesgado a formar una familia lejos del otro mundo.

Miró a su hijo con ternura, le removió el cabello y le jaleó:

-Y ahora, ¡a dormir! Se ha hecho muy tarde para ti –y lo besó en la cabeza.

****

Nimi salió satisfecha de la cueva. ¡Era tan reconfortante volver a oír aquella vieja historia!

Su pensamiento retornó a aquellos tiempos, cuando se afanaba por ayudarles a encontrar las plantas silvestres adecuadas y las fuentes de agua apropiadas. Recordó incluso, cómo solía entonar una melodía dulce, apenas perceptible, que acunaba al bebé y lo adormecía.

Por supuesto, el “Gran Sabio”, recompensó tamaño esfuerzo y le concedió su deseo de ser madre. Luna -así llamó a su hija-, creció alegre, serena y muy pronto fue de gran ayuda para la Comunidad y su difícil equilibrio con el mundo de “Afuera”.

Nimi se sacudió los recuerdos con un rápido batido de alas. A lo lejos, vio a su hija que gesticulaba deprisa, al hablar con su viejo amigo el gnomo. Esbozó una sonrisa, al ver la fresca juventud de Luna tan bien acoplada a la jovial decrepitud de Diminuto, como las piezas de un puzle.

«Lo sabía. Siempre me hace lo mismo» -se encontró pensando Dimi, mientras Luna alborozada, le contaba una y otra vez, lo que había visto en la Nº 4.

-¡Anda, Diminuto, ayúdame a preparar la cena! –le pidió muy contenta- que mañana tengo que ir a ver al Gran Sabio –añadió Luna guiñándole un ojo.

La historia se repetía.


EL CLAN DEL MAMUT

Diez días sin cazar y las provisiones se van agotando. La tribu le ha pedido al mago que haga algo. El viejo brujo, de treinta y un años, se ha escondido en la zona más profunda de la cueva, allí donde los niños nunca deben entrar. Ha encendido un pequeño fuego, apenas suficiente para alumbrar y llenar de sombras las irregulares paredes de roca viva. Con un trozo de hueso ha aplastado unas cuantas flores cuyos nombres sólo él conoce y las ha mezclado con polvo de minerales. Vírgenes pigmentos han resbalado por sus manos; rojo sangre, amarillo sol, blanco día, negro noche. Con la delicadeza de un primigenio artista, el mago ha inundado de color el frío lienzo prehistórico.
El brujo cae en trance, comienza a mezclar las tinturas con su propia saliva, sus manos trabajan poseídas, sus ojos no miran a la pared y la escena sale poco a poco de las sombras. Unos hombres dibujados de forma esquemática, armados con lo que parecen lanzas con la punta de asta de cérvido, antorchas y lanzaderas, rodean a la bestia; se trata de un mamut de las altas estepas, su caza es casi imposible, ya que huelen a un hombre a kilómetros y se defienden con la fuerza y el armamento de cientos. En la representación que ha dibujado el brujo, los cazadores han conducido al mamut a través de un desfiladero sin salida y una vez acorralado, ayudados por las antorchas y con las armas arrojadizas, le han abatido en una sincronización perfecta.

"Eso es lo que haremos", pensó el brujo; "este nuevo método de caza no puede fallar, con la carne del mamut nos alimentaremos todo el invierno. Debo contárselo al clan".

A la mañana siguiente el jefe del clan encuentra al brujo sobre el suelo de la cueva, inerte, rígido, retorcido y frío, tiene las manos y los labios manchados de pintura blanca. Mira hacia la pared y descubre la escena pintada; ve a sus hombres, ve al mamut y observa detenidamente la azagaya: sus ojos se abren como si no tuviesen arcos supraorbitales para frenarlos.

martes, 29 de noviembre de 2011

Arrebato



Lucrecia había salido, la había dejado sola y al cuidado de la casa durante un rato. Se instaló cómodamente a leer en aquel confortable sofá,  pero sus ojos abandonaban el contenido del libro para quedarse imantados en aquel cuadro que justo estaba enfrente. No lo reconocía. Será nuevo –pensó–, tal vez  un regalo. Atraía su mirada y no la dejaba concentrarse. Un montón de incógnitas alrededor de aquel individuo sobrevolaba su imaginación, que si quién sería y qué guapo era  y que si vaya musculatura tan pronunciada poseía. Y al momento se sentía mal, vieja y con todas sus carnes fuera del lugar que les correspondían y no lo pudo soportar. Se levantó de un salto hasta la cocina, cogió un cuchillo jamonero y le asestó unos buenos cortes hasta que quedó destrozado. Lucrecia se lo agradecería. Seguro.
Leocadia volvió a retomar la lectura.

la cueva del Satur.

Con la barba hasta el ombligo, la melena como un animal del bosque, los ojos salvajes, las manos desfiguradas por los callos y las rodillas desolladas de tanto rezar, San Saturnino, desde su cueva del monte Ezcaba, con unas vistas envidiables sobre la ciudad de Pamplona, no daba crédito a lo que veía. Una caravana de coches cargados como los de los herejes que cruzan el Estrecho en época estival, colapsaba la carretera de San Cristóbal. Las familias iban ocupando una a una todas las cuevas milenarias del monte. En la entrada de su cueva, su morada durante más de treinta años, clavaron una estaca con un aviso de desahucio, los promotores no querían que sus clientes tuvieran como vecino a un hippie fanático religioso sin los papeles en regla. Vivir en cuevas se había puesto de moda, salvar las almas pecadoras rezando por los demás, era una auténtica gilipollez. Satur recogió todo lo que tenía en un atillo: un mendrugo de pan, un nuevo testamento, una muda, una cuerda, un trozo de jabón, dos velas y un pequeño espejo de plata para no olvidarse de su rostro. Bajó a Berriozar y el único lugar donde consiguió alojarse fue en el Hostal-Club Carioca, junto a mujeres de mal vivir, proxenetas y camioneros trasnochados. Enseguida se sintió como un pastor reuniendo a su rebaño, al abrigo de la tormenta.

EL REGRESO

Diez años son demasiados para una ausencia. Son un desafío para la resistencia anímica de cualquier ser humano y lo habían sido para mí que regresaba con la sensación de haber fracasado. Volver con el peso del fracaso en la maleta, es más doloroso aún que haber estado años sin respirar tu aire, sin comer tu comida, sin oler los aromas de tu tierra. 
Sin abrazar a los tuyos.
Al bajar al andén lo olvidé todo. Tomé el primer taxi que encontré libre y urgí al taxista a llevarme a casa.
Al perderme entre los brazos de mi madre volví a ser el joven casi imberbe que hacía algo más de diez años se había ido detrás de un imposible; me resultó extraño sentir la humedad de mis lágrimas resbalando por mis mejillas, no recordaba la última vez que había llorado. Me sentí bien: seguro y confortado por esa humedad redentora y salada que recorría -impúdica-, mi rostro.
Supe entonces que aquel era mi sitio, que pese a la distancia y el paso del tiempo, nunca dejó de serlo.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Imposible


Cuando el alto ejecutivo se encontró con su contrato rescindido sin preaviso, no solo se quedó sin trabajo, sin casa y sin su deportivo favorito, sino también sin alma. Había hipotecado su vida y ahora no tenía otra de repuesto.
Se trasladó a una cueva en la montaña, símbolo de su vacío interior, con la consigna vital de intentar sobrevivir al margen de la sociedad.

Únicamente duró una semana.

LA MUDANZA


Luis Javier era uno de los tantos despedidos en el último año en su empresa. De nada le sirvieron su reconocida formación ni la constante dedicación a su trabajo. Los altos directivos decidieron acabar con una firma que todavía daba beneficios, aunque no los que estaban acostumbrados a obtener. Así de absurda parecía esta crisis, provocada por corruptos empeñados en llenar sus arcas a toda costa. Él nunca se hubiera imaginado en esta situación. Los pagos se acumulaban. El coche de alta gama y un amplio chalet en una lujosa urbanización tenían los días contados. Pero nadie se interesaba por ellos. La sombra del embargo se había hecho visible. No estaba dispuesto a vivir un injusto desahucio. Luis Javier decidió trasladarse con su familia a unas cuevas excavadas en la montaña, que solía frecuentar en sus años de alpinista. Allí pasarían una temporada, lejos de una sociedad mezquina, que ahora les quitaba lo que años atrás casi les obligó a adquirir. Paradójicamente en la cima de esa montaña había un nido de buitres.

domingo, 27 de noviembre de 2011

La lluvia


  • Miren veía caer la lluvia. Hacía rato que había oscurecido y ella había abandonado los pinceles sin hacer ningún intento de encender la luz y continuar trabajando. Se le había ido la inspiración cuando llamó Rubén para decir que llevaba a Raquel al hospital. Al parecer el parto se había adelantado. Ella quería estar con su hija en el hospital, ayudarla, acompañarla… ¡hacer algo! Era consciente de que solo era un estorbo en estos casos, y lo había aceptado, pero ¿quién puede controlar los sentimientos?
    La lluvia seguía cayendo pausada, lentamente, como queriendo mimar el jardín. Sin embargo las gotas que se acumulaban en el desagüe del tejado caían gruesas, rebotando contra las que yacían en el cemento, creando ecos mojados que resonaban en su cabeza trayendo recuerdos amargos. Veinte años atrás también llovía. ¡Veinte años! Y el recuerdo de la lluvia de entonces seguía encendido en su memoria. Había discutido con Nicolás. El motivo era lo de menos, discutían a menudo en aquella época: él era demasiado protector y ella demasiado impulsiva. Después ya no discutieron más, solamente hablaban… o callaban. Si ahora él estuviese aquí ella podría estar con su hija, él la hubiera llevado al hospital. Pero desde que él había muerto, sus movimientos fuera de casa se habían limitado mucho, ya casi ni salía.
    Caían gruesas gotas sobre el parabrisas del coche impidiendo la visión. Los limpias no daban abasto. Las lágrimas tampoco ayudaban. Ella queriendo salirse con la suya y Nicolás no cedía, se había cerrado en banda. Entonces había salido huyendo de casa. ¡Por suerte no había llevado con ella a los niños! Cuando despertó en el hospital lo primero que pensó fue: “Esta vez la he hecho buena! Nico se va a enfadar muchísimo”. El no se enfadó. La abrazó fuertemente mientras daba las gracias a Dios por no haberla perdido a ella también. ¿También? En ese momento fue consciente de que había perdido a su bebé. Tal vez hubiera sido mejor haber muerto. Nicolás la miró serio cuando oyó ese murmullo. “¡No digas eso! ¿Qué haría yo sin ti, mi niña?” y continúo abrazándola fuerte mientras ella se desahogaba.
    “Oh, Nicolás, ¿qué hago yo sin ti? ¡Cuánto dolor te he causado! Nunca me reprochaste nada, pero yo sé que soy la culpable de tantos dolores callados que soportaste. Maté a nuestro bebé, tuvimos que cambiar de casa, te hiciste cargo de nuestros hijos y de mí sin una sola queja… Todo por mi cabezonería, por mi impaciencia… ¡Por mi culpa! No veas cómo me pesa esta culpa que llevo a cuestas desde entonces. Da igual que dijeran que no fue culpa mía, que había sido el otro… Estoy cansada de ser culpable. Es demasiado tarde para compensarte. Siempre es tarde para volver atrás e intentar remediarlo. Tú que me decías que no había culpables, que no eran necesarios. ¿Para qué sirve saber quién es el culpable? No resuelve nada. Y yo callaba para no imponerte más cargas”
    Miren no había perdido la vida, pero sí la movilidad. Y aunque había conseguido cierta autonomía, dependía de otros para llevar una vida “casi normal”. En este día de lluvia, en que su hija está en el hospital, recuerda el pasado, deseando estar con ella y transmitirle la fuerza que solo una madre puede dar. De repente, Maite, su nuera, entra en el estudio, enciende las luces y le acerca el teléfono que lleva en la mano. “Es Rubén”. Miren se lo acerca temblorosa a la oreja y escucha la voz exaltada.
    -Miren, tenemos unos niños preciosos. Raquel está bien. Cansada. Te manda besos. La están subiendo a la habitación. ¡Son perfectos! ¡Son preciosos! Mañana voy a buscarte para que vengas a conocerlos. ¿Me oyes? -Miren asiente, mientras dos lagrimones caen de sus ojos, sin darse cuenta de que él no la ve- Mañana. Ponte guapa que vas a conocer a tus nietos: Nicolás y Miren.
    -Sí hijo –contesta casi susurrando- Estaré preparada bien temprano. Ven cuando puedas. Dales un gran abrazo de su abuela y un beso a Raquel –dice ya riéndose.
    Cuelga el teléfono y se abraza a Maite, riendo y llorando a la vez. “Si no le he preguntado cuanto pesan ni cuanto miden, ni a quién se parecen…” dice con voz cantarina. “Mira si soy tonta”. Entonces dirige la mirada hacia la ventana y ve que la lluvia ha arreciado. Pero no le importa, por una vez la alegría puede más que la tristeza. “Oh, Nicolás, que pena que no estés para disfrutarlo. ¡Lo orgulloso que estarías de tu hija!

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La lluvia después del escrutinio

Cuando Alma abandonó el colegio electoral, llovía furiosamente y sin cesar, llovía con ira pero con una escalofriante monotonía, la misma con la que había transcurrido ese día. «Juan Giménez Crespo, 528, ¡Vota!; Amparo Climent Soria, 145, ¡Vota!...» -recordó exhausta.

La participación en su mesa fue alta, rozó el 75%, y su presidenta se indispuso y se ausentó dos horas, así que no hubo ocasión de pensar en otra cosa, que no fuera localizar apellidos y nombres en una lista ingobernable.

La lluvia golpeaba con fuerza la chapa del coche. Tenía ganas de llegar, ponerse las zapatillas de estar por casa y tomarse un caldo muy caliente. «Sí, como los de Julián»- pensó con tristeza. Y fue en ese momento, cuando se acordó. Hacía mes y medio que él se había marchado de casa. A Alma le costó mucho aceptar que la persona inteligente, tierna, cómplice y con sentido del humor de la que se enamoró era, al mismo tiempo, la persona egoísta, inmadura y manipuladora que la había abandonado.

No era la primera vez que sucedía, pero se prometió a sí misma, que sería la última. Aunque claro, también eso se lo había repetido en innumerables ocasiones, y una vez tras otra, le permitió volver. «Pero esta vez ¡no! Debo ser fuerte, por mí, por mi hijo» -se animaba, mientras con las manos agarrotadas al volante, circulaba despacio. Apenas se veía entre las cortinas de agua.

Corrió hasta el portal por no abrir el paraguas. Por un momento, creyó ver luz en la ventana del salón. El corazón palpitó deprisa. «¿Y si hubiera vuelto? » –anheló con la respiración alterada.

La casa deshabitada, a esas horas, la embargó de melancolía.
Al contrario que a Ana, nadie la estaba esperando con la cena preparada.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Lunes de tormenta.

Otro día más de lluvia en la ciudad. Ignoro por qué cuando llueve a todo el mundo le da por sacar el coche. ¿No debería ser al contrario?, con el asfalto mojado, resbaladizo por la grasa mezclada con el agua, con la visibilidad limitada, lo más fácil es darse una hostia. Los atascos se multiplican, la paciencia se reduce, la ciudad es una vorágine de pitidos y prisas. Pero no, es mejor coger el coche y sumar al caos otra posibilidad más de desastre.

Luego, ponte a buscar aparcamiento. Bajo la lluvia, los vehículos circulan como hormigas endemoniadas y el mal humor viaja sobre cuatro ruedas. Cuarenta y cinco minutos dando vueltas y ni una pizca de suerte, siete vueltas más a las tres malditas manzanas que te has puesto como distancia razonable para aparcar cerca del curro, con tus zapatos Farrutx de 200 euros, tu traje de Paul Zilleri de lana fría de 1500 y sin un triste paraguas. Siete vueltas más y aquel sitio pintado de azul con monigote blanco en silla de ruedas, sigue vacío, como un islote en el océano cotidiano, sigue desierto, sin su minusválido motorizado al volante de una sofisticada carrocería. Cuántas veces has pensado en quitarte un pulmón, medio corazón, el cerebelo, un huevo, algo superfluo que no uses y no te duela, con tal de aparcar por el morro en la ciudad esos lunes lluviosos.

Dudo mucho que haya tantos lisiados como sitios pintados de azul, algún listo se está beneficiando y os digo una cosa, la picaresca está a la orden del día, conseguir un carné falsificado de minusválido oficial en el mercado negro, no debe ser tan complicado, o pintar un sitio debajo de tu oficina, o sobornar a un controlador de aparcamientos, o sacar la carrera de medicina y simular que visitas a un paciente, o… ya se nos ocurrirá algo.

Cinco semanas después, sigue lloviendo en la ciudad, Luis no da ninguna vuelta a la manzana, llega con su nuevo coche al sitio recién pintado por operarios del ayuntamiento, solitario, albiceleste, suyo. Aparca sin dudarlo ni un momento, sin tener que esperar bajo la lluvia, habiendo dormido 45 minutos más, satisfecho de si mismo. Abre la puerta, saca una pierna, una rueda, la otra rueda, la silla, un brazo, despliega la silla, aparece una gran sonrisa y el resto de lo que queda de él. Su anatomía ha cambiado, sumados sus miembros, sale impar. Nunca más sentirá como se moja su zapato del pie derecho en los charcos de la calle, una prótesis de titanio y fibra de carbono de última generación, sustituye su pierna, es tan buena que hasta le pica. La satisfacción se refleja en su cara al escuchar como, a cierta distancia, se cierra la puerta de su coche con un bip, bip. Sin habilidad, sube a la acera y accede por la nueva zona sin barreras arquitectónicas hasta el ascensor que le lleva hasta su oficina. Entra en su despacho, se dirige a la ventana, se incorpora titubeante, la abre de par en par y una melodía de cláxones, chirriar de ruedas, frenazos y rezos en arameo, inunda la estancia. Pero el ya no escucha los ruidos de la ciudad, para Luis, el tráfico de un lunes lluvioso por la mañana, suena como una sinfonía cantada por una coral de ángeles mutilados. Mira hacia la calle y su flamante coche descansa en su nuevo sitio de siempre. De puerta a puerta, de casa al curro y del curro a casa, son treinta minutos, ni más ni menos. Tener las dos piernas, dos apéndices al fin y al cabo, en perfecto estado, está sobre valorado. Estar de una sola pieza, no compensa el hecho de tener que buscar cada día de lunes a viernes un sitio para aparcar en la ciudad, maldiciendo, subiendo tus niveles de estrés, arriesgando la vida en cada glorieta. Tu libertad bien vale una pezuña, el 10% de tu cuerpo, agua, uña, carne magra, piel y hueso. ¿Es o no es razonable?

EL BOSQUE DE HELECHOS

Unos tímidos rayos de sol se abrían paso a través de los enormes helechos, Anya despertó en ese momento frotándose los ojos con cuidado, bostezó y se desperezó delicadamente, como lo hacían las hadas Minimelis que vivían en aquel bosque. Desplegó y limpió con suavidad sus frágiles alitas y, de un salto, inició un vuelo bajo. De vez en cuando se posaba en alguna florecilla y bebía su sabroso néctar. Este era el único alimento que tomaban las Minimelis.

Anya gozaba de una gran popularidad entre los habitantes del bosque . A ella se le atribuían grandes mejoras en cuanto a la protección de su hábitat. Si no hubiera sido por ella que capitaneaba un enorme ejército de hadas y demás especies, no se hubiera conseguido que el peligrosísimo humano abandonara la megalítica construcción con sus sucias emisiones de polvo negro que iba devastando, poco a poco, el reino de la Superficie Inmediata en la que ellos vivían.

Su ejército se especializó en molestar al humano de tal manera que éste, a pesar de su poder tecnológico y su gran tamaño, tuvo que abandonar la enorme construcción más rápido de lo que habían planeado. Las Minimelis se dedicaron a estropear todas y cada una de las extrañas máquinas que funcionaban día y noche produciendo tal ruido , que hacía que sus tímpanos padecieran serias lesiones. Las abejas, de acuerdo con el plan acordado, dejaron de fabricar miel y se dedicaron a atacarles con sus aguijones que les producían picaduras tan dolorosas que éstos tenían que abandonar sus trabajos. Por la noche, los mosquitos también empezaron a hacer de las suyas. Con sus zumbidos en los oídos y su veneno conducían a los humanos hacia la locura, ya no les quedaba espacio dónde rascarse y dormir resultaba imposible. Los sapos no dejaban de croar por las noches al aproximarse a sus barracones y cuando algún humano se arriesgaba a salir fuera y acabar con alguno de ellos , esto resultaba imposible ya que Anya les había concedido el don de la invisibilidad.
Todo era ruido y malestar en los húmedos barracones y los obreros se rebelaron contra los patronos. Estos no tuvieron más remedio que abandonarlo todo porque, además, las máquinas aunque se repararan, enseguida se volvían a estropear gracias a las estratagemas de Aya y sus amigas.
Así terminó la época gloriosa de la mina de hierro y las industrias de sus derivados. Hizo que la gente de sus pueblos se enriqueciera, pero también que enfermara. Ahora, se dedican a la pesca controlada, a la manufactura de conservas y a la gastronomía, a fabricar vino y recolectar miel, reciben gran cantidad de turistas, atraídos por la belleza de sus bosques y por su tranquilidad y bienestar. Así vivieron todos felices y por muchos años.

TEXTOS PARALELOS DE LUCRECIA

La insoportable verborrea de lideresa en que Lady Magian O’Rahwa derivó, detrás de un estúpido manifiesto que no se doblegó un solo segundo ni a la emoción ni al optimismo, concluí que las aves de rapiña de la calle Zena tenían de nuevo no sé qué privilegio de patente corsa; la exaltación me soliviantó, pues deduje que el inquino y retorcido discurso ya se distanciaba de mí y que este cambio era la punta de un iceberg mortífero. Involucionaría el cosmos pero no yo, pensé con furiosa firmeza; ningún período, lo intuyo, mi ardiente convicción la había ilusionado; humillado yo podía centrarme en su derrota, con ánimo, pero también con arrestos.

Un diluvio pasado por letras


Cuarenta días con sus noches duró la tormenta, el diluvio universal, como lo llamaría posteriormente la historia sagrada.
Noé, aburrido de tanta lluvia, sacó las tablas. Quería distraerse.
-Menuda transgresión a las leyes naturales -exclamó dejándolas de lado.
Y se dispuso a leer una novela.

21N

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
César Vallejo

Nada más salir de la Gare d´Austerlitz enciendo un cigarrillo y abro el paraguas. En mi corazón, anegado por los charcos que eyacula una nube negra, no hay más equipaje que el deseo de olvidar. Entro en el primer taxi que veo. El taxista, un argelino salido directamente de una novela de Abert Camus, me mira y sonríe. Le enseño un papel donde aparece una dirección. El sonido del motor se confunde en mi cabeza con el recuerdo de los cánticos y las banderas, ondeando azules y exaltadas, presas de la borrachera de una victoria tan anunciada como temida. Una lluvia que no disimula su tristeza golpea por igual a edificios y personas. El vaho no hace bien su trabajo y no me impide ver la entrada al barrio latino. Las librerías me dan la bienvenida con su pícara sonrisa de prostitutas de la palabra. El taxi se detiene y me vomita al exterior. En la puerta de la pensión un hombre me espera. Fernando, un camarada que en las madrugadas de luna llena se convierte en el bardo que mejores octosílabos escupe sobre el papel, me abraza. Te lo dije, me susurra al oído.

TEXTOS PARALELOS 2





La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimiento ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiaría el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción lo había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. (El Aleph, Jorge Luis Borges).



El ardiente atardecer de agosto en que Fidel Sanz perdió la vida, después de un absurdo accidente de coche que solo causó una ligera herida a su compañero de viaje, advertí que habían convertido en zona peatonal la calle donde ambos habíamos vivido durante tantos años; este suceso me afligió, me di cuenta de que el incansable devenir del cosmos ya lo había dejado fuera y que ese hecho era solo el primero de una letanía interminable. Podría ignorarle el universo entero, pero yo no, me dije con nostálgica presunción; es cierto, y no voy a negarlo, que me había rechazado más de una vez; pero ya difunto me permitía unirme para siempre a su recuerdo, sin su cuerpo, sí, pero con todo el poder de mi imaginación. (Lucrecia)


La maravillosa mañana de primavera en que aquel maltratador murió tras una larga agonía no exenta de angustia y dolor, noté que su mujer, mi apreciada amiga, parecía que hubiese quedado desvalida; esta frágil sensación me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo de crueldad al que se había acostumbrado ya se separaba de ella y que ese imperceptible cambio sería el primero de un venturoso e infinito camino hacia la libertad. Mutaría su visión del mundo y finalmente saldría vencedora, pensé con meridiana claridad; alguna vez, lo sé, mi constancia y tesón por agilizar la ruptura la habrían molestado; pero muerto el perro se acabó la rabia, tendría que amoldarse a vivir sin cancerbero y sin prisión. (Malén)


La insoportable verborrea de lideresa en que Lady Magian O’Rahwa derivó, detrás de un estúpido manifiesto que no se doblegó un solo segundo ni a la emoción ni al optimismo, concluí que las aves de rapiña de la calle Zena tenían de nuevo no sé qué privilegio de patente corsa; la exaltación me soliviantó, pues deduje que el inquino y retorcido discurso ya se distanciaba de mí y que este cambio era la punta de un iceberg mortífero. Involucionaría el cosmos pero no yo, pensé con furiosa firmeza; ningún período, lo intuyo, mi ardiente convicción la había ilusionado; humillado yo podía centrarme en su derrota, con ánimo, pero también con arrestos. (Eufrasio)


La primera tarde de diciembre que Lauren Bacall me besó, después de una dulce velada que no sucunbió un solo minuto ni al tedio ni al compromiso, percibí que los espectadores del cine Segovia habían aplaudido no sé a cuento de qué; el hecho me humilló, ya que entendí que los estruendosos y poco disimulados aplausos me alejaban de ella y que ese cambio de plano sería el primero de una sucesión finita. Cambiaría la película pero ella no, soñé con incrédula autoridad; una vez, estaba seguro, sus míticos labios lo habían expresado; proyectada yo debía aprovecharme de esa escena, esperanzado, pero atento a la palabra FIN. (Marco Antonio).


La mañana sin color que no cesó de llover, me di cuenta que la lluvia era un magnífico conductor de tristeza, un perfecto despertador de recuerdos dolorosos. Cada charco reflejaba una mueca diferente, cada gota transformaba los reflejos, convirtiéndolos en nuevos cuadros de pinceladas instantáneas. Mi recuerdo me llevó al día que dejé mi relación con Sara, la lluvia corría a borbotones desde su pelo empapado hasta su cara empañada, le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas al suelo, las gotas de lluvia se enfrentaban a su llanto, ganó la lluvia. La escena se repetiría de forma infinita, en el mismo escenario, con diferente nombre de mujer. Desde aquella mañana decidí no usar paraguas para no quitarle a la lluvia su sentido. (Fernando).

CANTANDO, Y BAILANDO, BAJO LA LLUVIA

Cada vez que pisaba un charco notaba como el espíritu de Gene Kelly le poseía y su cuerpo se abandonaba a la melodía de “Cantando bajo la lluvia”, que se agolpaba en su cabeza una y otra vez. Aquellos arrebatos provocaban la hilaridad de los transeúntes que, después de divertirse, llamaban a los beteranos[1] para que se lo llevaran. Al parecer, la locura nunca puede ser visible.
Tras las sesiones de terapia electro-convulsiva no quedaba ni rastro del espíritu de Kelly, pero el resultado no era del todo satisfactorio porque no dejaba de repetir la dichosa canción una y otra vez. Ahora, eso sí, no se cansaba de decir que era Malcolm McDowell. Por si acaso, se quedaba cinchado en la celda acolchada hasta que le hiciera efecto el prozac.


[1] Beteranos: nombre coloquial de los celadores del servicio psiquiátrico de Bétera.


Y MORIR COMO JACK ELAM

Nunca había visto salpicar la lluvia desde ese punto de vista. Lástima que iba a ser la última imagen que viera, pero era una buena imagen, ¡qué diablos!. Su mayor preocupación de siempre no fue que alguien le descerrajara seis tiros por la espalda, sino que muriera a solas, que nadie presenciara su muerte, salvo su asesino, claro. Mientras veía como las gotas de agua rebotaban de las marcas que dejaban en el charco recordó cómo, de pequeño, siempre le había gustado ser el malo de la película y, sobre todo, morir como Jack Elam, con esa elegancia y dramatismo igualado, quizás, por Bruce Dern, pero nunca por el histriónico Klaus Kinsky. Este era su momento y lo que más lamentaba, como había temido durante toda su vida, era que nadie iba a ser testigo de su espléndida imitación.

domingo, 20 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DEL SAPO


La tierra huele a mojada. Es la época de lluvias que llega con retaso. Todos estos años soportando la sequía, soñando con el inicio de este tiempo. Ya está aquí, por fin llegó. Me he despojado de toda esta podredumbre que me rodea, he respirado su humedad a un metro bajo tierra y he conseguido salir fuera. ¡Qué gozo poder contemplar cómo cae la lluvia!. Es la hora de henchir el pecho y empezar a croar.

EL HOMBRE REPELENTE

Fue complicado lavarlo cuando salió de las entrañas de su madre. El agua resbalaba por su cuerpo y era imposible eliminar los restos de sangre y de placenta. Los doctos sabios de la medicina diagnosticaron “piel de extrema secreción oleoginosa”, repelente al agua, vamos. No pudo lavarse jamás con agua y por ello le gustaba tanto bajar desnudo al jardín cuando llovía; disfrutaba con las gotas de agua golpeándole la piel. Pero nunca sintió la sensación de mojado sobre su cuerpo.

LA VENGANZA DE KEPLER

Era cuestión de tiempo que la naturaleza nos devolviera el golpe. Y desde luego su respuesta fue desmedida, despiadada, implacable. Nos lo merecimos desde el mismo instante en que pusimos el pie en aquel lejano planeta para servirnos de él, para modificarlo a nuestro antojo. La explosión de la bomba de neutrones marcó unos índices iniciales de hidróxido de cloro un poco más altos que los esperados, sin duda debido a un error residual de alguna de las variables desestimadas de la hipótesis inicial, pero la progresión del error no ha sido aritmética sino geométrica, lo que ha derivado en una situación inesperada e insostenible: el planeta está sustituyendo toda su atmósfera de hidrógeno por otra de oxígeno irrespirable, y una persistente lluvia de monóxido de dihidrógeno[1] nos está llevando a la locura en cuestión de días. Creo que antes de que llegue el próximo relevo nos habremos matado entre todos.


[1] Monóxido de dihidrógeno, comúnmente llamado “agua”.

UN DÍA DE LLUVIA EN LA CIUDAD

Me encantan los días de lluvia en la ciudad. Son perfectos para que las huellas desaparezcan, para que los perros no puedan seguir ningún rastro. Incluso te evitas tener que tapar los cadáveres porque de eso ya se encarga el agua. Siempre hay algún incauto al que le gusta ir al cine o al teatro cuando llueve, y la noche siempre es muy buena aliada.
Después no hay nada mejor como volver a casa, ponerse bajo la ducha, tomarse una buena taza de té con el prozac, ver cómo cae la lluvia tras los cristales... y a ese joven que sigue esperando el autobús en la parada de enfrente. A estas horas ya no va a pasar ninguno más. Creo que bajaré a decírselo.

LA JESI

LA JESI

- ¡Jonataaaaan!

-¿Qué paaasa maama?

-¡Que no saques ahora al perro, questán cayendo chuzos de punta y luego llegáis los dos llenos de barro y yastoy hasta el moño de fregar la cocina! ¿Valeeee?

-¡Qué siii maama!

-¡Ala, que me via por la Jessi!

Chelo, salió a la calle y se puso un pañuelo en la cabeza, el coche no andaba muy lejos. Corrió hacia el Seat Panda, salpicándose las medias de gotas negras y entró. Giró la llave en el contacto, el coche se quejó. La volvió a girar y la respuesta fue otro quejido. - ¡Mierda! No le doy más, quel Jonatan me dijo que saoga. Yo sí que me viaogar con esta lluvia y encima sin paraguas.-

-¡Tassiiii, tassiii! Na, que tos están llenos, claro con este tiempo.-

Después de mucho esperar, un taxi paró. Al girar la ruedas en el mojado asfalto provocó una pequeña ola que le llenó de agua y barro toda la ropa.

-¡Me cago en la…! ¿Pero has visto como mas puesto, jodío?-

-¡Señooora! ¿Sube o qué?-

-¡Si no hay otro! ¿Qué viacer? ¡Al colegio de las Hermanas del divino Corazón de Jesús, que llego tarde!

- No me extraña, con el nombrecito que tiene el dichoso colegio.

-¡A callar y arreando, nene!

Mientras sonaba un disco de Camela, el conductor tomó la ruta hacia el colegio de Jesica. El tráfico era denso, apenas se veía algo a través de los cristales que parecían llorar. -“…sueño contigo que meas dado? Sin tu cariño no mabria enamorado. Sueño contigo que meas dado? Y esque te quiero y tu mestas olvidando…”- Cantaba el chófer mientras de un frenazo paraba enfrente del colegio.- Quieto parao, que via por la niña-. Jesica esperaba en un banco resguardada de la lluvia, vestía unos pantalones de color claro, suéter grueso azul y el pelo recogido con unas horquillas que ella misma se había puesto a tono con el jersey. Entró de puntillas en el coche y milagrosamente no se ensució. – Hola mamá-. – Hola nena, jo qué pija mas salío, yo no sea quién te pareces!-. – Yo tampoco ¿Por favor señor, puede cambiar de música? Esta me pone dolor de cabeza. ¿No tiene nada de Mozart?-

- ¡Me cagoen la niña de los co…!-

Temor de lluvia

Leocadia temía las tormentas como a un mal augurio desatado de golpe, con violencia, con saña y sin ninguna tregua. La lluvia fue testigo del desconsolado adiós a su  amado padre y, unos años más tarde, tampoco faltó a la cita de la silenciosa despedida de su pobre madre.  Fue la causante del funesto accidente que terminó con la vida de su mejor amigo en una carretera que acabó, sin previo aviso, con sus  ansiadas vacaciones.
El 20 de noviembre del año 2011, se despertó temprano. Su primer impulso fue esconderse bajo el edredón con los auriculares de su MP3 repitiendo una y otra vez la canción de Louis Amstrong, What a Wonderful world, para espantar su terror y ahuyentar los fantasmas del pánico. Luego, reaccionó a tiempo,  empuñó el paraguas como si fuera un arma y salió a la calle dispuesta a depositar su voto en las urnas. Al acabar, satisfecha de su acto heroico, comió en el mejor restaurante de su barrio acompañándose de un delicioso vino de Rioja que bebió a pequeños sorbos. Cuando salió del local, la lluvia seguía cayendo pero ella ya no tenía miedo. 

LA LLUVIA QUE NO CESA

Detrás de la ventana la lluvia -incesante- aumentaba mi melancolía. Las horas crecían, interminables.
Las enfermeras entraban y salían, sonrientes, de la habitación:
- ¿Cómo está hoy nuestra enferma favorita?
-Recuerda que no tienes cena, mañana quirófano campeona, -dijo la más simpática de todas- con tanta alegría, que parecía que en lugar de enfrentarme a una operación a vida o muerte, me esperase un viaje de placer.
La inquietud me invadió. No sé que me pasa con la lluvia, pero me causa malas sensaciones.
Llegó mi turno; antes de entrar al quirófano deseé ver un rayo de sol entrando por la ventana, pero detrás de ella, desafiante y pertinaz, seguía la lluvia.