domingo, 28 de septiembre de 2014

El hombre que vivía en una nariz

El hombre que vivía en una nariz

Había una vez un hombre que vivía dentro de una nariz, concretamente en el orificio izquierdo. Desconocía cómo había llegado allí y no recordaba nada de su anterior vida (si es que acaso la tuvo); no tenía ningún recuerdo al respecto. Solo sabía que un día apareció en esa nariz con una sola maleta. Esta contenía lo básico para viajar, a saber: un pantalón oscuro perfectamente planchado; una camisa blanca, muy blanca; unos bóxeres, unos calcetines negros, con sus bolitas de lana, prueba evidente de que habían sido utilizados muchas veces; y por último, algunos productos para el aseo personal y poco más... Bueno, también contenía una libreta y unos pocos lápices.
Este hombre tampoco recordaba su nombre, por lo que se refería a sí mismo simplemente como Yo.
Yo era muy pequeñito, y se podía confundir perfectamente con un pelo de la nariz. “Los diminutos pensaba él, esos son seres gigantes, caramba. Para pequeño ya estoy yo”.
Nunca bajo ningún concepto salía de su cueva, aunque tampoco había tenido hasta ahora necesidad de hacerlo. Algo le decía que no lo hiciera, que era muy peligroso. Se limitaba a vivir sin más, sumido en su rutina diaria. Cuando el dueño de la nariz se duchaba, aprovechaba las pequeñas gotas que entraban para asearse. El asunto nutricional también lo tenía solucionado: cada vez que el propietario de la nariz comía, seguro que algo caía dentro, pequeñas migajas, pequeños restos de alimentos, imperceptibles para un humano de tamaño normal, pero suficientes para proporcionarle a él el sustento.
Cierto día reunió el valor suficiente como para asomarse mucho hacia afuera y ver claramente el mundo exterior. En ese momento pudo ver el orificio del lado derecho, la otra cueva. No parecía nada interesante y de ninguna de las maneras iba a ir hasta allí, estaba muy lejos. A saber lo que le podría ocurrir si lo intentara: podría resbalar y precipitarse al vacío, ser atacado por algún insecto gigante, o también ser fulminado por una situación climatológica extrema. No, no correría ese riesgo, no merecía la pena. Seguiría viviendo cómodamente en su cálido hogar.
Y así pasaban sus días en aquella nariz. Todas las mañanas se cambiaba de ropa, lavaba la del día anterior, la alisaba delicadamente con sus manos y la metía de nuevo en su maleta. Comía tres veces al día (y con suerte alguna vez más), y dormía plácidamente todas las noches. Aquella parecía una magnífica forma de vivir… Hasta que un día, estando él descansando con los brazos detrás de la nuca y mientras se apoyaba en una de las paredes interiores, le pareció oír algo. Sonaba bajito pero estaba casi seguro de que era alguien gritando. Aquel sonido venía del otro orificio, no cabía duda. Pegó la oreja para escuchar mejor.
¡Socorro! ―pudo escuchar. ¡Socorro!¡Ayuda!
Se levantó sobresaltado. ¿Era posible que alguien más viviera en su nariz? Empezó a andar en círculos mientras intentaba decidir qué hacer. Si aquella voz era de una persona, estaba claro que andaba metida en problemas. Tenía que hacer algo, no podía dejar que otro sufriera, pero le daba mucho miedo el viaje. Volvió a pegar la oreja. Suspiró. Le pareció escuchar un extraño alboroto. Contuvo un segundo la respiración y entornó los ojos.
¡Fuera! ¡Déjame! distinguió.
Rígido como estaba, cerró ambos puños mientras se dirigía tembloroso hacia la salida.
Fuera era de noche y hacía mucho viento, lo cual empeoraba muchos las cosas. Se agarró con mucho miedo al lateral de la nariz mientras pensaba en no mirar hacia abajo. Naturalmente, miró. Empezó a recorrer el camino hacia la otra cueva muy, muy despacio. Parecía que estuviera en uno de los últimos pisos de un rascacielos, andando por la cornisa para alcanzar otra ventana próxima a la suya. Una gran ráfaga de viento le hizo detenerse. Se agarró abrazando la pared con una fuerza sobrehumana. No sabía si temblaba de frio o de puro miedo. Por un momento no pudo moverse, hasta que la oyó de nuevo:
¡Socorro!
¿Era la voz de una mujer?
¡Pobrecilla, a saber lo que le estará pasando! se dijo para sí mientras reanudaba la marcha.
Por fin pudo alcanzar el borde del otro orificio, el de la pared interior. Ya casi estaba. Se agarró muy fuerte mientras basculaba hacia dentro. Finalmente consiguió entrar. La estancia estaba iluminada por algo parecido a una vela, y pudo verlos peleando en el suelo: una especie de insecto, como una araña con las patas cortas, estaba encima de una mujer. La mujer, provista de un palo,  intentaba deshacerse de aquel monstruo como podía.
Fue hacia ellos y se quedó parado muy cerca sin saber muy bien qué hacer.
¡Ayúdame!
Yo intentó coger al monstruo pero este no se dejaba, no paraba quieto. De puro asco tampoco podía hacer gran cosa. Cerró los ojos y le aplicó con las manos una tenaza a aquel ser. Tiró de su espalda y consiguió separarlo de la mujer. Se encontró con aquel bicho entre sus brazos. Y con los brazos estirados lo alzó por encima de su cabeza. Pesaba mucho menos de lo que parecía. Yo se quedó perplejo viendo cómo aquella especie de araña intentaba zafarse de él con movimientos rápidos y nerviosos.
¡Deshazte de él! ella le sacó del trance.
Mientras iba hacia la salida, el monstruo no paraba un segundo de moverse. Yo lo tiró afuera sin más contemplaciones.
¿Estás bien? le preguntó a ella.
Sí, muchas gracias. Me has salvado.
No es nada dijo sonriendo y ligeramente ruborizado.
¿Qué era esa cosa?
No estoy seguro, pero creo que él estaba más asustado que nosotros.
―Pues espero que no vuelva. ¿Podrías quedarte un rato?
Claro. No te preocupes, no creo que vuelva.

Y Yo se quedó un rato... y el rato se convirtió en toda la noche, la noche en varios días... Y sin darse cuenta acabó viviendo con ella. Se hicieron inseparables. Ya no había rutina. Todos los días eran un descubrimiento.
Por fortuna, su humano solía frecuentar el campo. Y cuando esto sucedía, les gustaba salir y disfrutar de aquellas sensaciones que solo se sienten en verano, en los días de mucho calor. Desde su privilegiada posición ambos veían sonriendo un interminable campo de flores. Entonces, cerraban los ojos y percibían los olores de muchas de ellas mientras dejaban que el sol les acariciara la cara agarrados de la mano.
Pero un día, un estornudo les pilló por sorpresa y ella no pudo agarrarse a tiempo, y Yo vio impotente cómo se precipitaba al campo de flores. Pero ella, lejos de estar asustada, sonreía mientras caía. Y con los ojos brillantes, se rodeó la boca con las manos y dijo en voz alta: “te esperaré”.
Mientras sentía la brisa en el borde de aquel orificio, Yo se colocó el sombrero, se ajustó la corbata y cerró los ojos.

Allá vamos dijo.



*Desde aquí mando un fuerte abrazos a todos los compañeros y amigos de Valencia Escribe, y mi agradecimiento por invitarme a participar a todos los administradores.


Nicolás Aguilar
http://tengaustedbuendia.wordpress.com/



jueves, 18 de septiembre de 2014

Cuarenta y cinco

Después de la crisis de los cuarenta vino la de los cincuenta junto con las deudas, hijos post-adolescentes irrespetuosos y un país capaz de provocar cada día la muerte a miles de inocentes con sólo mirar el periódico. Fue entonces cuando José Tomás López decidió que lo mejor de la vida ya había pasado.

Lo de comprarse la moto y viajar por lugares inimaginables era cosa del pasado. Se había tirado en parapente, en paracaídas y hasta había hecho puenting (con conato de muerte incluido). Las borracheras y la marihuana resultaban apuestas insulsas después de mil y una noches. Incluso su paso por comisaría en estado deplorable podría haberle animado a contar la hazaña en otra época, pero esta vez sólo hizo que sus hijos dejaran de hablarle definitivamente.

Las canas, las arrugas y esa barriga cervecera eran testigos y marcas de una vida malgastada. Su mujer la llamaba “una vida de sinsabores”, por suavizar la forma de verla. Los amigos de la infancia se habían quedado en la adolescencia, los de la adolescencia eran unos cuarentones rebeldes y los de los cuarenta eran unos viejos chotos. José Tomás López comenzó los trámites de divorcio porque estaba harto de aguantarse a sí mismo discutiendo con su mujer y la exmujer de José Tomás hizo una fiesta cuando salió la sentencia.

Desde fuera todo iba sobre ruedas y aunque José estaba hecho una mierda por dentro. Nada más cumplir los once lustros se prometió una cosa (en secreto): “si no encuentro un sentido a esta vida de mierda antes de los sesenta, me voy a comprar una pistola”.

A la semana de su cumpleaños faltó al trabajo. No tenía amigos, ni mujer, ni ambiciones, ni una mierda. Supo entonces que lo mejor que podía hacer era buscar una armería y dejar de perder el tiempo.

En su pueblo nadie tenía armas. Era uno de esos pueblos raros en los que la caza no estaba de moda. Añoró vivir en Austin, Albuquerque o cualquier pueblucho yanqui en el que conseguir una cuarenta y cinco era más fácil que comprar una botella de wiskey.

Organizó un viaje a la capital de provincia y preguntando por aquí y por allí —como era su costumbre— no le fue difícil llegar a la mejor armería, la más reputada.

—Deme una cuarenta y cinco, por favor. Y balas.
—¿Disculpe?, ¡buenos días! ¿Tiene usted certificado médico, foto carnet y ha rellenado los formularios de solicitud?



Maldita burocracia del demonio. ¿Hacía falta estar sano para pegarse un tiro? Sonrió por dentro y disculpándose preguntó a la guapa dependienta los trámites necesarios para hacerse con la dichosa vía de escape de este mundo de mierda.

Hizo cola en una estúpida oficina, para hacerse unas sandeces llamadas exámenes de rutina y pasar unas pruebas para retardados mentales. Salió del local a fumarse un cigarrillo mientras le preparaban un papelucho de pacotilla —que llamaban certificado médico de armas— que decía que estaba sano, cosa que él sabía que no era verdad. Rellenó después unos formularios en los que mintiendo en más de la mitad de las preguntas. Ni el sicólogo más avispado podría pensar que ese viejo inútil de gafas tenía serias intenciones separatistas (como él llamaba al suicidio: separarse del estado viviente).

Ya de regreso en la armería y transcurrida una semana desde su anterior visita, José se acercó al mostrador estirando la mano derecha con la palma hacia arriba y encima de la misma mostraba orgulloso el certificado, el formulario (con un sello que acreditaba su salud mental) y una foto carnet.

—Aquí tiene. Deme por favor una cuarenta y cinco—, la dependienta permanecía callada mirándole y él pensó que algo no iba bien, hizo una pausa y prosiguió —, ah, y balas. Dos cajas de balas.
—Buenos días, antes que nada.
—Buenos días.
—Así mejor.
—¿Cómo dice?
—Digo que así mejor. La cortesía y las buenas maneras nunca están de más.

José estaba extrañado por la estúpida forma de tratar a los clientes que tenía la dependienta. Estaba muy buena, un cañón, pero no le daba derecho a una ser estúpida con los clientes. Calló. Quería era su cuarenta y cinco para de allí e ir a charlar un rato con la separatista…

—¿Para qué quiere el arma?
—Lea el formulario.
—Vale. Bueno, le preguntaba porque es mejor así. Me gusta saber para qué quiere su arma la gente, así en todo caso puedo aconsejarle y…
—Soy un loco. Soy un enfermo y quiero matar a medio pueblo.
La chica sonrió nerviosa y luego al ver que él también lo hacía soltó una risa muy seductora casi sin quererlo. Giró un poco su cabeza sintiéndose intimidada por el cliente y le miró de reojo.
—Perdone, es sólo una formalidad. Todo el mundo viene con sus formularios, sus certificados y su foto y eso es un rollo. Me paso el día imaginando cosas, ¿sabe?
—¿Qué tipo de cosas? —dijo José, extrañado de lo que decía su boca.
—No sé. Usted sabe. Cosas… Lo que la gente hará con las armas que le vendo.
—Pues no tiene más que leer los formularios. Cazar, protegerse, tiro al blanco…—José hizo un gesto incómodo, nervioso. ¿Qué estaba haciendo? La chica le caía bien, la charla era interesante, pero estaba primero la cuarenta y cinco. Ahora iba a tener que aguantar las preocupaciones de una chavala amargada con su vida de mierda, ¡premio!
—Puede ser. Tiene razón. Pero leo los periódicos y me preocupo. Se me encoge el corazón al pensar que alguna de las armas que he vendido… Yo soy una pobre dependienta, no me malentienda, soy una estúpida chica a la que toca vender armas y pienso… ¿Y si aquel asesinato? ¿Y si ese hombre que mató a su mujer? ¿Y si ese chiquillo que se mató jugando en casa…?

La chica estaba a punto de llorar. ¿Una dependienta de una armería podía tener esos pensamientos? José pensó en largarse al instante sin decir una palabra más a la hermosa morena, pero algo lo retuvo. Debía ser el arma, su necesidad imperiosa de hacerse con el objeto secesionista por naturaleza.

—No quiero ser pesado, señorita, pero ¿podría darme una cuarenta y cinco, dos cajas de balas y cobrarme?
—Ah, oh, sí, perdone, señor… Tomás. ¿No es usted algo de Alba de Tomás?

Era su prima por parte de madre. Maldito pueblo de mierda, maldita capital donde todos iban a parar tarde o temprano, malditas conexiones siderales y malditas casualidades.

—No, no la conozco.
—Ah, que raro, se parecen bastante.

José creó un silencio incómodo que sólo le incomodaba a él. La chica fue a la vitrina donde estaban las cuarenta y cinco. Trajo tres armas. Parecían idénticas y aunque ella intentó explicarle mil diferencias, ventajas e inconvenientes de cada una, él sólo podía pensar en el valiosísimo tiempo que estaba perdiendo con esa hermosa chica que podría haber sido su novia hacía veinte años y que ahora no era más que una cara bonita y pesada, muy pesada.

—Me quedo con la del medio.
—¿Se la envuelvo para regalo?
—¡No! —dijo gritando, y después de disculparse añadió —y no olvide las balas.
—Era broma lo de envolverla para regalo.¡Ah! Qué tonta, se me olvidaban las balas… Claro, sin balas no hay diversión…
—“Eso, diversión” murmuró el cliente
—¿Cómo dice?
—Nada, ¿cuánto le debo?

Estaba terminando de pagar cuando entró por la puerta Carlos, su hijo.

—¿Papá?
—Eh, em, ¿Carlos? Qué sorpresa…
—Hola Charly, ¿se conocen?
—Sí, es…, es…, mi padre…
—¡Tomás…! ¡Claro, qué tonta…! Y yo diciéndole que si conocía a Alba, si… —la chica estaba confusa y trataba de pensar porqué no había pensado en el apellido de su Charly cuando…
—Ah, no sabía que estabas saliendo…
—Eh mmm, sí papá, te presento a Lucía, mi… bueno, eso, ya sabes.
—Me alegro, bueno, los dejo, tengo que… Bueno… que lo pasen… ¿bien? Ya me entienden, cuídense, no quise…, bueno, no vemos, adiós.
—Adiós papá
—Adiós señor Tomás, que disfrute su cuarenta y cinco…
—¿Una cuarenta y cinco?¿Papá?
—Nuevo hobbie, ya te contaré… nos vemos hijo. Adiós Lucía…

Ahora ya no iba a ser tan fácil.

Abrió la puerta de su asqueroso departamento de soltero nuevo.
La penumbra y el olor a sudor y calcetines sucios le recordaron su misión, pero sabía que ahora no iba a ser nada fácil acometerla.

Retiró mierda del sofá y encendió la televisión para tener algo de luz. Un programa del corazón —de esos donde humillan a un ex famoso que muerto de hambre acude a mostrar su vida de mierda— alumbraba con rojos y azules el tambor de la cuarenta y cinco vacío y la caja de las balas. Una a una iban llenando el tambor mientras los ojos de Carlos se reflejaban en el culo de las balas, mientras la cara de Lucía giraba con el riiiiilll del tambor sobre su eje. El crick del arma al cerrarse llevó a José a abrazar a una nieta imaginaria con los labios y la sonrisa de Lucía y los ojos de Carlos, con la mirada de Carlos diciendo “¿Papa?”, con los ojuelos en la mejilla de la Lucía del “Adiós señor Tomás”, con el frío del cañón en la boca, con cincuenta y cinco años de vida de mierda, con las frustraciones y con la puta de su prima Alba que nunca había querido casarse ni tener hijos ni disfrutar viéndolos crecer ni emocionarse llevándolos al cole, ni destruirse los riñones mientras les enseñaba a andar en bici y llorar al verlos andar solos. La puta de su prima Alba harta de dinero y joyas y no sabía lo hermosa que era la vida porque no tenía hijos, porque no tenía una familia como él, porque tenía de todo pero no tenía nada, como él, porque no tenía, porque no, porque… ¿por qué coño tenía una cuarenta y cinco en la boca?

—Buenas tardes Lucía.
—Buenas tardes señor Tomás ¿Cómo le fue con la cuarenta y cinco?
—Bien, me alegro de verte.
—Ah, eh, yo también. ¿Qué tal le fue con su arma? ¿Pudo probarla?
—No. Vengo a devolverla.
—¿Algún problema? ¿Falló, es incómoda? ¿Quiere ver otros modelos?
—Ningún problema. Ya no la necesito.
—No entiendo. Bueno, puede devolverla si quiere, pero… ¿Dígame en qué puedo ayudarle, me siento mal que su compra, ya sabe?
—Si puedes ayudarme. ¿Vienes a cenar con Carlos a casa? El viernes, si les parece. Quiero celebrar de nuevo mi cumpleaños y me encantaría que vinierais.


Pernando Gaztelu

martes, 9 de septiembre de 2014

Número 5 de VALENCIA ESCRIBE - Septiembre 2014





El regalo correspondiente a este mes llega plagado, como siempre, de buenos textos. Ningún aficionado a la literatura debería privarse de su lectura.

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