viernes, 25 de abril de 2014

Se regala una mamá




A los lectores y escritores de “Valencia Escribe” que no tengan madre, les informo que he determinado regalarles una, la mía, que es tan buena y santa como la que perdieron ustedes, por desgracia. Y no es el caso de que yo quiera quedarme desmadrado. Se las regalo porque en su corazón cabe el mundo entero. Han de saber que para llegar a tal determinación cavilé mil veces.
-¿Y si la rechazan?
Bien puede eso ocurrir, pues mi madrecita es tan especial, que no acepta la modernidad. Del teléfono celular opina que este aparato de las cincuenta mil docenas de demonios (demonios más, demonios menos) le ha robado a la gente la privacidad. Y en cuanto a la televisión, dice que tal caja idiotizante hace que los jóvenes parezcan ancianitos al no permitirles que practiquen ejercicios físicos, y menos la actividad intelectual. Para distraerse prefiere escuchar música clásica, o que le lean un libro.
-¿Recuerdan ustedes aquel en donde se narra La Muerte de Iván Ilich, de León Tolstói? Bueno, pues es su preferido.
Con inusitada frecuencia me pregunta:
-Hijito, ¿tienes tiempo para sentarte junto a mí para que me leas Una Partida de Ajedrez, de don Stefan Zweig? Quiero saber si el encarcelado que jugaba en tableros y con piezas mentales fue capaz de ganarle una partida al campeón mundial. Ah, y no te perdono que no me hayas comprado el disco de Bizet.
-¡No has perdido tu buen gusto, madrecita! –le comento, entusiasmado.
Y a pesar de que se ha echado un gran puño de años a la espalda, no es una viejita cascarrabias, inaguantable y caprichosa. Todo lo contrario, es tranquila y agradable.
En las noches se acuesta hasta que me ve entrar por la puerta. Con decirles a ustedes que hace apenas unos días yo andaba de parranda con mis cuates festejando a un cumpleañero, y entre copa y copa se retiró la noche para dejarle  a la aurora su lugar, y cuando de tal cosa me enteré, rueda que te rueda en mi carro a gran velocidad, alcancé a llegar a casa antes de que el sol empezara a chamuscar los campos de labranza, las montañas y los valles. Con gran precaución abrí la puerta, y, al entrar, allí estaba ella, con el rosario entre las manos, rezando por este hijo méndigo que tiene.
-Madrecita, ¿qué haces aquí?
-Esperando que llegues, hijito.
-Pero sabes muy bien que el Doctor te ha prohibido desvelarte…
Y, amigos, desde entonces tengo que llegar temprano para leerle un libro, contarle un cuento, o ponerle los audífonos para que escuche alguna obra de Vivaldi, de Brahms, de Schubert, de Chopin, sin olvidar a Bach, a Mozart y a Beethoven.
-No, gracias, no aceptamos tu regalo, podrán decirme ustedes; no queremos una madre a la que diariamente tengamos que leerle una novela o ponerle disco tras disco de música clásica.
-Pero, amigos, no les he contado algo que la hace atractiva en sumo grado. Les diré un secreto:
-La madrecita que pretendo regarles es dueña de un tesoro incalculable. Lo tiene en su cabeza, y no me refiero a la sesera en donde guarda los recuerdos, sino a sus cabellos, que son de oro, de un oro tan puro que no podrán ustedes encontrarlo ni en los más famosos cuentos de los hermanos Grimm o de Anderson. Lo adquirió de la forma más extraña que podrán imaginar ustedes.
Hará dos meses, había sido yo invitado a la fiesta de la boda de un pariente y no tuve más remedio que asistir; los novios bailaron el vals; después, ella les arrojó el ramo a las muchachas que agarradas de la mano organizaron un rondín al que le llamaron “A la víbora, víbora de la mar, de la mar…”
Total, que me vi obligado a quedarme en el salón de fiestas hasta que partieron el pastel. Para esto, mi reloj ya señalaba que era muy de madrugada y fue cuando en verdad me preocupé pensando que mi madre me estaría esperando, como era su costumbre, y otra vez emprendí tremenda corretiza por las calles.
Llegué; abrí la puerta, pero esa vez no me esperaba sentada en una silla; la busqué en su habitación, en la cocina y en el baño, sin resultados positivos. Me senté por ahí, muy angustiado y atisbando para todos lados, me di cuenta de que la puerta del jardín estaba abierta.
-¡Ah, vaya! –exclamé, tranquilizándome-. Seguramente fue a respirar el aire fresco.
Me paré; me fui al jardín, y, ¡Dios santo, lo que vi!… ¡La luna, la luna de enorme cara redonda estaba inquieta, pues entre las ramas de árbol limonero  se le habían enmarañado los rayos más hermosos con los que se había engalanado para realizar su acostumbrada y triunfadora pasarela por el firmamento!  Para consolarla, las estrellas le enviaban un saludo guiñándole los ojos pizpiretos. Y no creerán ustedes, seguro estoy, de que esos rayos se enredaron en el pelo de mi madre cuando le cortaba las hojitas tiernas al limonero para hacerse un té, pero eso sucedió.
-¿Qué tienes? ¿Te ocurre algo, mamacita?
-No, m´hijito.  Estoy bien, aunque algo raro se me enzarzó en el pelo.
En su habitación le ayudé a ponerse su bata de dormir, a quitarse las chancletas, pero me fue imposible desprenderle aquellos fulgores del cabello.
-Amigos, si aceptan el regalo que me propongo hacerles, los achaques de una ancianita les causarán preocupaciones, no lo niego, pero la vida será para ustedes más hermosa al admirar el tesoro que adorna su cabeza.

Volivar (Jorge Martínez - México)


miércoles, 9 de abril de 2014

Revista digital - Número 1, Abril 2014


En apenas dos semanas desde nuestro número "0", y gracias al alto nivel de colaboraciones, nos congratulamos en presentar ya la revista de abril. Ojalá disfrutéis de todos y cada uno de los textos aquí incluidos.

Enlaces:



Nuestro agradecimiento a los escritores y por supuesto, a los lectores. Volvemos en Mayo.





martes, 8 de abril de 2014

Un día de abril




El 8 de abril del 2014, Adriana se levantó a las siete en punto como cada mañana. Fue al cuarto de baño y se quedó quieta ante el espejo. Le pareció que la imagen que se reflejaba en él, su imagen, no era exactamente ella. Bueno sí, era ella pero había un gesto de interrogación en su rostro que  no creía tener. ¿Qué pasa? Le espetó de mala gana, el buen humor no formaba parte de sus amaneceres a golpe de despertador. Tú sabrás lo que pasa, le respondió, mírate, tienes cuarenta años, mira tus manos  vacías, ¿qué has hecho durante todo este tiempo? Sobrevivir, he intentado sobrevivir en este inmenso caos que es la vida, ¿te parece poco? Pues francamente sí, me parece muy poco. Tengo dos licenciaturas y soy funcionaria. ¡Oh! ¡Qué importante! ¿Eso es todo? No tuve mucha suerte en el amor. El amor no es una cuestión de suerte. Tampoco tengo muchos amigos. Me das pena. Sí, yo también me doy pena, este mundo no me gusta. Pues no tienes otro. Mira, mejor me voy a desayunar, procura no estar aquí cuando vuelva, solo me faltaba una impertinente refleja terminando de joderme la vida.
Adriana Rodríguez tomó su dosis de antidepresivos con el desayuno y se fue a cumplir sus funciones de ciudadana sumisa evitando en lo sucesivo prestar demasiada atención a los espejos.


lunes, 7 de abril de 2014

Nueve musas



Aquella mañana de otoño me levanté realmente jodido. Estaba mirando por la ventana llover y llover y pensé en toda la mierda que llevaba sobre la espalda y debajo de los sobacos. ¿Cómo había podido aguantar tanto tiempo así? Me tomé un vaso de agua para destrabar la garganta y me di cuenta de que no podía articular palabra. Emitía ruidos roncos, como los de un lobo marino o una ballena o una mezcla de ambos. Entonces empecé a preocuparme.

Me levanté, dejé de mirar la puta pantalla de la computadora y me sentí dolorido. Me dolía el cuello, toda la espalda. Estaba realmente quemado. Y, ¿cuánto tiempo llevaba así? Otra vez la memoria me la jugaba mal. Estaba al borde de caer en el oscuro abismo de siempre cuando recordé algo: estaba hecho mierda desde hacía más de un año, tal vez dos.

Todo comenzó cuando dejé de pensar en mí…