miércoles, 23 de julio de 2014

Almas culpables




Dos tiros bastaron. El rabino estaba tirado en el suelo con los ojos y la boca bien abiertos. Después vendrían sus ayudantes y los demás aprendices. Sólo el servicio pudo escapar. Aunque había usado el silenciador y las cortinas estaban cerradas, los de seguridad estaban por llegar. Entró en el refugio y tomó todas las armas que pudo. Mientras los ex agentes del Mossad cruzaban la puerta hizo explotar la granada de mano. Tres segundos y los artefactos deflagraron uno detrás de otro abriendo paso al asesino e intimidando a los refuerzos armados que venían a contraatacar. La noche volvió a cerrarse detrás de las llamas y sólo el ruido del Hammer y la estela de su combustión apenas visible marcaban el paso del vengador. «Todavía quedan muchas visitas por hacer», pensó el agente. Altos mandos del ejército, líderes religiosos, políticos… Amín era sólo una sombra más en la noche de Israel, la noche que había comenzado con los ataques indiscriminados a Palestina y que no acabaría hasta que cada uno de los que había ordenado esa masacre fuera asesinado.

El Mossad seguía los pasos de Amín desde su segunda víctima, iba por la cuarta y según él sabía le quedaban por lo menos unas tres más antes de volver al cuartel de operaciones en Europa, donde se le asignarían nuevos objetivos internacionales que habían colaborado en el genocidio. Contaba las balas que le quedaban cuando la luna rota y un zumbido le anunciaron que los perseguidores volvían al acecho. Tres coches y una moto.



El siguiente objetivo era uno de los líderes religiosos más radicales. Amín sabía que con los sabuesos detrás de su espalda era imposible ir a Jerusalén a matar a ese hijo de perra, pero tenía que intentarlo. En la persecución por todo Tel Aviv hizo estallar su Hammer en el Fortuna del Mar y dos de los tres coches explotaron con él. Amín salió por los aires en el puerto Tel Aviv Marina y fue a parar al otro lado del muelle. Se escondió entre los barcos del puerto. La moto y el otro coche siguieron merodeando en busca del superviviente y Amín tuvo que usar su ingenio. Cruzó la escollera del puerto en la oscuridad y pudo sumergirse respirando por un tubo de plástico durante más de media hora hasta que vio cómo se alejaban el coche y la moto de los barcos hacia la Shlomo Promenade.

Una hora después del altercado, el asesino estaba otra vez con ropa seca y en un A6 camino a Jerusalén por la Ayalon Highway. Al llegar al cruce con la 1, estaría a poco más de una hora de ese maldito hijo de puta. Amín desgraciadamente conocía muy bien a Baam Shem Sefar. El más influyente de todos los maestros ultra ortodoxos jasidistas era también el más rico y más poderoso de los casi seis millones de judíos americanos. Fue en New York donde Amín, en aquel entonces un joven pandillero de Queens, había conocido al benefactor y gran maestro Baar Shem Sefar. ¿Quién iba a decirle que veinte años después estaría en Beit Zait, a quince minutos de cortarle el cuello con la misma navaja con la que habían asesinado a su hermano mayor Jairo.

No iba a ser fácil llegar a Jerusalén. Al poco de pasar Beit Zait aparecieron detrás suyo un coche y una moto. No podían ser los mismos del puerto de Tel Aviv, ¡era imposible! Amín pisó el acelerador del A6 y la moto comenzó a acercarse como si estuviera frenando. Decidió salir del boulevard Ben Gurion y tomar la 50. Era una apuesta arriesgada, pero por la 1 sólo podía encontrarse con más y más agentes del Mossad.

Tomó el boulevard Begin y la moto estaba justo a su lado cuando maniobrando bruscamente hacia la izquierda fue a estrellarse contra la entrada del colegio de ingeniería. Esta vez la moto esquivó la explosión y esperó al coche antes de que los agentes entraran en busca del asesino de judíos.

Baam Shem vivía no muy lejos de allí y por eso Amín pensó que sería una buena estrategia intentar llegar a pié desde el colegio de ingenieros de Jerusalén hasta la calle Profesor Racah, del otro lado del parque botánico. Todo lo que pudiera conseguir para improvisar explosivos en los laboratorios de química y el camuflaje perfecto del botánico eran el único plan de Amín.

Pero el plan era una mierda. La maldita escuela de ingenieros no era más que un proyecto y el edificio a medio terminar sólo podía garantizar disparos sin piedad contra él. Y los disparos no se hicieron esperar. Primero con ametralladora desde la moto y luego el lanzagranadas del coche. Destrozaron completamente el edificio principal, la entrada, las aulas. Amín corría desesperado hacia abajo por el fondo de las casas aledañas mientras un helicóptero que acababa de llegar localizaba su posición y seguían cayendo granadas y volaban ráfagas desde el helicóptero. Al pasar por debajo del boulevard Begin, por el túnel Betsal’el Basak y el helicóptero perdió su rastro. Disparó entonces contra uno de los coches que pasaban y salió en un Citroën C4 sin llamar la atención. Tomó la primera salida hacia la derecha. Ya podía ver el parque botánico, la calle Racah, las casas bajas, los chalets. Amín aparcó en el Campus Edmund J. Safra y se dirigió a pie entre las cascadas de lavanda y los jacintos en flor. El gran poder de Baam Shem Sefar lo hacía invisible, según decían sus enemigos. Nunca nadie había podido encontrarlo en Israel y en Estados Unidos era imposible llegar a él. Era así y no a la inversa y esa era ahora la gran ventaja de Amín. No necesitaba llegar a Baam Shem en Nueva York, sabía dónde se ocultaba en Jerusalén.

Los perros cayeron en la trampa del hombre muerto que dispara y los tres guardias de seguridad en la del que dispara más rápido desde lo alto y los deja muertos. El barbudo de patillas ensortijadas se encerró en su habitación del pánico y Amín tuvo que recurrir al gas lacrimógeno y al zumbido implacable del reloj generador de frecuencias audibles. Cuando Baam Shem abrió la puerta del minúsculo recinto por sus propios medios, Amín lo cogió por el brazo. El poderoso líder de masas estaba llorando como una magdalena y suplicaba piedad como si él alguna vez la hubiera tenido o supiera lo que eso podía llegar a ser.

—Baam Shem Sefar, estás condenado a muerte por crímenes contra la humanidad —dijo Amín repitiendo la sentencia del tribunal de justicia terrorista mundial auto proclamado del que él era la mano ejecutora.

Amín repetía la sentencia pero no repetía la misma fórmula que antes de ejecutar a los otros dos, no. Amín estaba juzgando y enjuiciando él mismo a Baam Shem. El asesino terrorista recordaba en ese momento a su hermano Jairo en el féretro, a todos aquellos niños asesinados en Gaza y enjuiciaba a Baam Shem por todo aquello.  Se dio cuenta de que matar a Baam Shem Sefar era un regalo el cielo para ese hijo de perra.

—Baam Sher Sefar, yo te condeno… Baam Sher… —Amín no podía terminar la frase. Aquel juicio ya no era necesario. Ese hombre de barba larga y patillas rizadas estaría recibiendo el mayor de los consuelos al dejar este mundo sin darse cuenta de todo el mal que había hecho. Otro ultra ortodoxos intolerantes que moriría sintiéndose inocente.

—Baam Sher Sefar, yo…
—Mátame ya de una vez maldito mulato…

Amín recordó cómo su madre había huido del hambre en Nicaragua, cómo había crecido entre blancos y más negros que él en las calles de Queens y no podía creer que aquel genocida le estuviera llamando «mulato».

—Mátame de una vez maldito negro… —insistió el judío con un gesto violento.
—¿Por qué quieres morir?
—No quiero morir, pero me agota ver tu cara de idiota. ¿Te crees un vengador, un justiciero? No soy culpable de nada. Yo no he hecho nada de lo que estás pensando Y Yahvé lo sabe. Sí. Yahvé es el autor de todo esto. Mata a Yahvé si puedes ¿eh negrito? Intenta matar a Mi Dios… Eres un mierda. No vales nada a los ojos de Yahvé, no formas parte del pueblo elegido y tú morirás como todos los tuyos. Porque el Señor así lo quiere… Venga, dispara de una vez, ¡dispara!

Amín guardó silencio mientras Baam Sher Sefar continuaba perjurando en todos los idiomas que conocía. Le disparó a una rodilla y luego a la otra. El jasidista gemía de dolor al tiempo que intensificaba sus insultos a Amín y al comprobar por sus gestos que el asesino era latino comenzó a hablarle en castellano, valiéndose de sus orígenes sefarditas.

—Oye mulato, ¿no ves que esto es una pérdida de tiempo? ¿Crees que voy a sentirme culpable por defender al pueblo de Yahvé? Esos impíos no merecían vivir. Ni sus madres ni sus hijos. Son la raza del mal, sacrílegos que no merecen vivir bajo el mismo sol que el pueblo elegido. Mátame si es lo que quieres o déjame con mi pueblo. Ya encontraré unas muletas para lo que me has hecho y le pediré a Yahvé que no tenga piedad contigo…

—Quiero que lo sepas y te lo diré sólo una vez: eres culpable.
—¿De qué crees que soy culpable, negrito?
—Eres justo lo contrario de lo que crees que eres. Eres culpable de sembrar el odio. De alimentarlo cada uno de tus días. Eres culpable de obnubilar a tus seguidores con la luz del demonio haciéndoles creer que es la luz de Dios. Eres culpable de odiar a otros seres humanos con todo tu ser y eres culpable de creerte dueño de Dios. Eres culpable y quiero que me oigas decirlo. Eres culpable y nada que yo haga o deje de hacer lo cambiará. No voy a matarte. Es más, no voy a matar a nadie más. No valéis ni una puta bala ninguno de vosotros. Sólo voy a encargarme de que no podáis volver a hacer mal a nadie, sólo eso.

—¿Y cómo vas a hacer eso sin matarme, negrito?

Amín respiró profundamente. Maniató al reo y luego le acarició la cabeza, los ojos y los oídos con un sentimiento que parecía dulzura pero que ambos sabían que no lo era. Le dejó gritar hasta que por fin se durmió y lo dejó inconsciente de un golpe. Con calma y frialdad le privó del sentido de la vista, del habla, inutilizó sus oídos y redujo al mínimo la movilidad del ultra-ortodoxo. Luego le dejó alimentos para unos días y se encargó de que alguien lo encontrara en medio del desierto donde lo abandonó como castigo final.

Años después Amín supo por uno de sus amigos Palestinos que el judío mutilado había sido acogido en un centro de cuidados musulmán y que había pasado años balbuceando sonidos inconexos hasta que un día de abril una cuidadora creyó oírle pronunciar palabras.

Decía «mulato, mulato».

Al enterarse, el que había sido terrorista tiempo atrás realizó un largo y complicado viaje para encontrarse con Baam Sher Sefar. El judío había envejecido mucho, demasiado comparado con el tiempo transcurrido. Estaba sentado en el suelo y aunque su mirada ciega no significaba nada algo le hizo sentir a Amín que el judío estaba en paz. Estaba tranquilo, expectante.

Amín sintió la necesidad de acariciar su cabeza y al hacerlo oyó que el judío dijo:

—¡Mulato!, ¡mulato!— y llorando gritó con todas sus fuerzas  —¡Soy culpable, soy culpable!—

Amín lloró con él y le abrazó fuerte a Baam Sher. Sintió como temblaba suavemente, cómo su cuerpo se relajaba poco a poco. Él también quiso gritar aunque no tuviera sentido.

Horas después el anciano murió.

 Pernando Gaztelu