viernes, 13 de diciembre de 2013

EL HUERTITO DE CANITO











Esta es la historia de un joven emprendedor de un pequeño pueblo, ubicado en la España profunda y tantas veces olvidada, que un día tuvo un sueño.
A su madre le encantaban las películas de romanos que los sábados, en su juventud, proyectaban en el cine/casino de la Plaza Mayor. Quizás por eso tuvo muy claro, durante el embarazo, que si era niña se llamaría Claudia y Augusto si venía con colita. Al padre de la criatura nadie le iba a mover de sus arraigadas tradiciones familiares: Su bisabuelo fue Nicanor, el Nabo, su abuelo, su padre y el mismo, llevaban con orgullo el nombre de Nicanor. Su vástago sería Nicanor, por supuesto. El apodo “Nabo” les venía por su oficio: Agricultores. Mayoritariamente se dedicaban a la cosecha de calabazas, rábanos, pepinos y nabos.
El pequeño Nicanor Augusto Sánchez Abundio quedó huérfano a la temprana edad de cinco años, siendo su abuelo Nicanor el que  se hizo cargo de su educación y cuidado, enseñándole todo lo que debía saber acerca de los cultivos de la huerta, creciendo rodeado de brasicáceas, vainas, cucurbitáceas y hortalizas. Bueno, en realidad no es que creciera demasiado, sus compañeros de colegio le llamaban cariñosamente “Canito”, por lo esmirriado, enclenque y gilitocho que era. A él no le importaba, vivía en su nube (en la pola, decimos por aquí) y siempre sonreía a todos. Aparte es la mención a la costumbre que tenía de firmar los exámenes con sus iniciales: N.A.S.A.
Como decía al comienzo del relato, Nicanor, Canito o el Nabo, como prefieran ustedes, tenía un sueño: Quería ser astronauta, viajar a través de las galaxias… Y plantar sus nabos por todo el universo, conocido y desconocido.
A los quince años comenzó a desarrollar nuevas inquietudes y a experimentar nuevas técnicas de cultivo. Motivado en parte por el cambio climático, en parte por un claro síndrome de Diógenes, además de una evidente falta de amor maternal acompañada en este caldo (al que siempre le faltaron un par de hervores), la férrea disciplina de su abuelo, tristemente fallecido el invierno anterior. Era frecuente verle recogiendo envases plásticos o de vidrio de las basuras, y pintando con spray de colores en vallas y muros sus iniciales, N.A.S.A.
- Canito, ¿Dónde vas cargado con todo eso? – Le preguntaban.
- Tengo que preparar mis nabos.
- ¿Con botellas plásticas?
- Claro, tienen que aprender a sobrevivir en cautividad. En las naves espaciales hay muy poco espacio y cuando me los lleve conmigo no quiero que se mueran. Deben hacerse fuertes.
Aquel jueves de septiembre, Antonia estaba sentada en el banco de la parada del autobús de línea. Era muy temprano. Antonia era ya una mujer más que  madura cuyo único objetivo en la vida era el de recibir y despedir a los viajeros del autobús.
¿Quién sabe si no esperaría a su príncipe azul?, aunque imagino que ya le daría igual que fuera rojo, amarillo, verde o lila. Era la solterona del pueblo; parecía hecha en la misma cazuela que Nicanor y con la misma cocción… Incompleta. Todos la conocían como Antoñita “la Fantástica”.
- ¿Te vas de viaje, Canito? – Preguntó al muchacho cuando este se sentó a su lado en el banco, colocando la pesada maleta entre sus piernas.
- Me voy a las Américas, pero no se lo cuentes a nadie.
- Vale. – Ya no pronunciaron palabra hasta la llegada del autobús que habría de cubrir la primera etapa del largo viaje del chico.
Apenas arrancó el vehículo, a Antoñita la Fantástica le faltó tiempo para salir por piernas y despertar a gritos a todos los vecinos.
- ¡Nicanor se marchó a Nueva York!, ¡Nicanor se marchó a Nueva York!
Esto sucedió hace un par de años, y hasta hace unos días, en que  se produjo el suceso, el pueblo vivía en su apacible y rutinaria tranquilidad. Todos vieron la noticia en la televisión y los periódicos. No había más comentario en los corrillos, tabernas y secadores de pelo de la peluquería de Angelita.
“La NASA plantará nabos en la Luna en el año 2015”.



martes, 10 de diciembre de 2013

FONDO



Fondo, que hondo me sueñas
y lejos que me despiertas.
Acurrucado en tus brazos me arrullo
mientras mi boca dibuja una nube
que poder posar en tus pechos…
Un susurro.
Fondo, que tanto me tientas
y que tan dulce es tu lamento.
Atrapado entre tus piernas me venzo
mientras mis ojos posan en los tuyos
una chispa de pasión y deseo…
Un murmullo.
Fondo, que lento me llevas
y sin excusas que me dejas.
Ahogado en el ansia me duermo
mientras mis manos esculpen a ciegas
de caricias tu rostro…
Tan sereno.
Sinfonía en el tiempo, incompleta,
dulce melodía al viento,
verso suelto de un poema…
Así es como te siento.
Noche de luna eterna,
lluvia mágica de estrellas,
desde lo profundo de mi corazón…
Sin fondo

es así como te quiero.

MIRADAS EN EL ANDÉN



Nota del autor: Amparo Hoyos, Rafa Sastre, gracias por hacer de este aprendiz de escritor la persona más feliz del mundo. Asun Ferri, no estuviste físicamente pero siempre estás en nuestra mente.

                                   …………………………………

Puntual, como cada día, el expreso de Barcelona inicia la marcha al tiempo que suena el silbato del jefe de estación. Un anciano despistado, que lee la prensa en una esquina del apeadero, se sobresalta con el pitido dejando caer el periódico al suelo. Me acerco apresurado y se lo recojo. Son las cinco de la tarde y sigue lloviendo. El olor del cemento empapado se mezcla y funde con el diésel de los motores de la locomotora.
Continuo con la ronda; no me gustan las sorpresas por lo que espero que sea una tarde tranquila. Desde la entrada principal miro y admiro la belleza de la plaza de toros. Vacía. Tan próxima que casi parece una extraña prolongación de la estación, silenciosa y atenta a todo el que entra y sale de su andén.
De pronto mi atención se centra en una pareja. No son jóvenes, pero tampoco parecen demasiado mayores. Siguen con atención, como yo, el trajín de transeúntes… él está nervioso y no es capaz de disimularlo. Mi instinto policial se activa. Al cabo de un rato alguien se les acerca. El gesto con la mano y el asentimiento de cabeza son muy sutiles pero suficientes para identificarse. Se miran y se funden en un largo abrazo. Esto me desconcierta por completo, el primer movimiento es el típico de una cita a ciegas de desconocidos, pero ese abrazo es inequívoco de una fuerte y estrecha relación. Permanecen plantados bajo la lluvia, charlando, hasta que se les une una cuarta persona, una mujer de mediana edad,  apariencia normal y vestida sin lujos aparentes. El abrazo se repite. Seguro que pertenecen a alguna secta.
Alguien en el interior reclama mi atención. Me giro y veo a una hermosa jovencita que solicita mi ayuda:
- ¡Mozo! ¿Sería tan amable de subirnos las maletas al vagón? – La joven está acompañada por una anciana con una mirada tan dulce que es imposible negarse (Más por la sonrisa de la joven que por la mirada de la abuelita).
Cuando regreso a la salida el grupo ha desaparecido. Mejor así. El desfile incesante de gente va en aumento a medida que avanza la tarde. Es el momento perfecto para permitirme cinco minutos de descanso y tomar un café bien caliente, más tarde será del todo imposible. Entro en la cafetería de la estación y le hago un guiño a Tomás, el camarero; ya sabe cómo me gusta el café. Un rápido vistazo me basta para averiguar qué tipo de personas me rodean (A veces me pregunto qué fue lo que me impidió hacerme policía)…
- ¡La leche! – Exclamo sin poder evitar que mis ojos se disparen fuera de sus órbitas.
- Pero Benito, si siempre lo tomas solo – Protesta Tomás mientras me sirve el café.
- Perdona, no es contigo. Está bien así – Respondo sin desviar ni un milímetro la mirada de la mesa del fondo. Allí están otra vez, los cuatro de la entrada, en una animada charla.
Le digo al camarero que me sirva la consumición en la otra punta del mostrador y hacia allí dirijo, disimuladamente, mis pasos. Tengo que escuchar esa conversación. Nunca se sabe. El local está casi lleno y tanto murmullo de fondo me hace afinar bien el oído para poder captar el contenido de la conversación.
Libros, cuentos, poesías… Pero ¿De qué carajo están hablando?
Historias de barcos piratas, relatos de apariciones; humor negro, policías y gánsteres americanos. Duendes, hadas, países que no existen, princesas…
¡Menuda pérdida de tiempo!
¡Malditos intelectuales bohemios!
No me extrañaría encontrármelos a la salida del turno haciéndose fotos en el Mercado Central o en la Lonja, incluso pasando debajo de las Torres de Serrano o tomando un agua de Valencia en el Café del Negrito.
- ¡Mozo!
- ¡Ya voy! – Me reclaman. Dejo la taza en el mostrador y salgo al andén. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El final de un sueño





Se durmió soñando que él también podía volar. La inconsciencia le ayudaba a olvidar la terrible condición del paria en que se había convertido por mor de una sociedad cada vez menos humana, más insensible. Le salió caro conservar la dignidad cuando golpeó al encargado de la fábrica después de ser insultado repetida e injustamente ante sus compañeros. Aquel sujeto solo perdió una maldita muela, él su trabajo. Y aunque no estaba dispuesto a desperdiciar el futuro, la violenta realidad pisoteó todas sus esperanzas. Soñaba que podía volar, y si bien al principio fue bello, acabó planeando sobre el interminable cementerio del optimismo.

(Relato presentado al Concurso Relatos en Cadena, de la Cadena Ser y Escuela de Escritores)

Ojalá los sueños




Se durmió soñando que él también podía volar, que era un marabú más surcando el luminoso cielo que cubría su comarca. Imaginó que desde la altura divisaba su poblado, las cimas de montañas sagradas y una nutrida manada de ñus desplazándose hacia el sur. Observó a los niños jugando alegremente en las riberas y a un grupo de cazadores adentrándose en la espesura del bosque. Creyó distinguir a sus padres, que lloraban angustiados a la entrada de la choza. Y cuando se disponía a acercarse para confortarlos, un golpe de mar primero y un latigazo después desvanecieron cualquier ilusión.

(Presentado al concurso Relatos En Cadena de la Cadena Ser y Escuela de Escritores)


lunes, 2 de diciembre de 2013

La Cuarta Dimensión





Desde que a Herbert se le ocurrió comenzar a narrar en una sencilla gaceta titulada “La Cuarta Dimensión” las experiencias de sus continuos viajes a través del tiempo, los habitantes de la pequeña ciudad de Blackville esperaban fervientemente aquella publicación. Con el artilugio que había inventado, el científico iniciaba casi a diario nuevas travesías que le llevaban, a su antojo, tanto al pasado como al futuro. De la más rancia antigüedad rescató memorias trascendentales, reconstruyó los perfiles de los más grandes personajes y demolió consolidadas teorías sobre el auge y ocaso de algunas civilizaciones, revelaciones todas ellas que insignes historiadores con acceso al boletín tacharon de patrañas absurdas e inverosímiles. Del porvenir trasladó, indistintamente, las noticias más ilusionantes pero también las más funestas predicciones que eran, asimismo, descalificadas y reprobadas por los gobernantes. En la última edición, Herbert escribió algo que sonaba a despedida. Al día siguiente viajaba al año 2014. Nunca nadie después supo más de él.