lunes, 27 de abril de 2015

SEDUCIDO POR LA REINA DEL MAL

                                              Estaba borracho. Eran las tres de la madrugada. David caminaba sin rumbo 
entre nubes alcohólicas, distinguió un garito abierto. Tenía luces rojas. 'Casablanca'. Bonito nombre. "La 
última, jefe, ginebra de la buena con unas gotitas de tónica", le dijo al encargado al mismo tiempo que ponía 
un billete de 50 euros encima del mostrador. Entonces la vio: pelirroja, piel muy blanca, con el pelo cayéndole hasta la cintura, una mujer capaz de enloquecer a cualquier hombre. Le sonrió. David la invitó a una copa. El garito tenía una pista de baile donde una pareja daba vueltas al ritmo decadente de una canción lentísima. Ella se llamaba Lilith. "¿De dónde eres?". "De muy lejos". Se dejaron mecer por la música, abrazados, ajenos al mundo. Besó su cuello de mármol, acarició su espalda. Y ella le correspondió. Sintió sus labios y bebió en ellos. Hicieron el amor. Cuando salieron, diluviaba. "¿Volveremos a vernos, Lilith?". "Seguro que sí".
                                        
                                             David se levantó con resaca, no recordaba bien lo ocurrido, le perseguía una imagen: unos ojos negros profundos como una sima sin fondo. Se miró al espejo, demasiadas huellas del naufragio en alcohol. Se sorprendió al notar una mancha en el cuello, parecía un moratón. Trató de quitárselo con agua y jabón. Se restregó fuerte. Imposible. Se fijó más detenidamente, no era un moratón, sino una especie de tatuaje. Una mujer semidesnuda con alas de murciélago rodeada por una serpiente aparecía grabada en su piel. Se estremeció. Buscó en la agenda de su móvil el número de teléfono que le había dado Lilith. "Ese número no existe", contestó una voz.
                                     
                                            Llegó tarde a la Redacción del periódico en el que trabajaba. Se enclaustró en su mesa, rodeado de una montaña de periódicos, revistas, carpetas, informes. Hacía falta una brújula para orientarse allí. Su colega Jesús Pozo se acercó a sacarle de su ensimismamiento. "¿Dónde te metiste anoche, David? Ibas bueno". "Me tomé la última en un sitio extraño y conocí a una tía maravillosa". "¿En qué sitio?". "Se llama 'Casablanca', en la plaza del Rey". Jesús Pozo miró a David como si se hubiera vuelto loco. "¿Casablanca? Si eso lo cerraron hace más de treinta años. Tú deliras". Jesús se fijó en el cuello de David. "¡Qué huevos tienes!", le dijo. "¿Por qué?". "Esa imagen que te has tatuado simboliza a Lilith, considerada en la literatura hebrea la primera mujer de Adán, la reina de los vampiros. Hay muchas leyendas sobre ese personaje. Se marchó del Edén para instalarse en el mar Rojo, donde se unió a Satán, el ángel caído, y a otros demonios. Seduce a sus víctimas para estrangularlas y chuparles la sangre. Nadie escapa a sus garras. Atrae a los hombres como las sirenas a los marinos, a los que llevan con el sonido de sus cantos a estrellarse contra los arrecifes y devorarlos. Ulises se hizo atar al mástil de su navío para poder escucharlas mientras sus hombres pilotaban su barco con los oídos tapados con cera. A Lilith también se la representa como la luna negra, la oscuridad". David se estremeció pero cambió de tema. "Déjame de rollos, Jesús, que me duele la cabeza". "No me extraña".
                                   
                                                 Cuando salió de trabajar se acercó a la plaza del Rey en el barrio de Chueca. En una esquina, cerca de la estatua del teniente Ruiz, uno de los héroes del Dos de Mayo, esperaba encontrar el garito donde acarició a Lilith. Sólo vio la oficina de un banco. Entró en un bar. "¿Conocen por aquí un club nocturno que abre hasta muy tarde?", preguntó al camarero. "¿Por aquí? No, no". "¿Le suena Casablanca?". "Sí. Fue un cabaret que se encontraba en el edificio de la esquina. Cerró hace muchísimos años". Estuvo todo el día desasosegado, inquieto, con los nervios en tensión. Buscó en internet la extraña imagen que aparecía en su cuello. Lo que le había contado Jesús Pozo era exacto. Se retiró a casa muy pronto y se quedó adormilado en el sofa. A las doce de la noche se puso en pie. Algo le impulsaba a salir, una fuerza que no podía controlar le llevó hasta su coche, condujo como un sonámbulo hasta el cementerio de La Almudena. Estaba asustado. Se sentía como los marineros de Ulises, irremediablemente atraído por una fuerza misteriosa, sobrehumana. David paseó tembloroso por un camino flanqueado de tumbas. Se introdujo en aquel laberinto de cruces, mausoleos, flores mustias, esculturas que le parecían infernales. Se detuvo delante de un sepulcro e iluminó la lápida con su linterna. Su corazón, enloquecido, daba brincos en su pecho. En un medallón encima de la tumba estaba la fotografía de Lilith. Quiso gritar pero no le salieron las palabras.
                                          
                                          ¡Craaaacck, craaack, craakkkkk!
                                          Fue un ruido, primero muy tenue, después más fuerte, la lápida empezó a moverse. No podía correr, sus piernas permanecían atornilladas al suelo, algo le paralizaba. Sintió el horror. Del sepulcro emergió Lilith, tan bella como la noche que se amaron en la pista de 'Casablanca'. "Te dije que volveríamos a vernos". El pánico se apoderó de David, supo que no había escapatoria, que ella llevaba el mal en sus ojos. Lilith se aproximó, le abrazó, se estrechó contra él. Notó sus labios helados contra los suyos y sus colmillos mordiendo en su cuello hasta extraer la última gota de sangre.
                                          Un empleado del cementerio encontró por la mañana el cuerpo de David. Estaba encogido y con un gesto de terror en la cara. "Parecía que el pobre hombre hubiera visto al mismísimo diablo".

sábado, 25 de abril de 2015

LA ROMÁNTICA MUJER





Sentada, en su cómoda reposera de jardín, bajo el tibio sol de final  de primavera, dejaba partes de su descubierto cuerpo abrazarse con el calor del mismo.

Mientras, entre sus manos, reposando por  su vientre, el libro abierto y  a través de sus  páginas  la novela surgía.

Sumergida en él, brotaban, plenas de amores, pasiones,  imaginarias vidas  como sonidos de una melodía. Vidas, que  le permitían volar  y recrear.

Experimentaba una tenue y ascendente excitación.

Las 600 páginas, no representaban peso alguno, entre sus piernas y el vientre.

Al contrario, las disfrutaba.

En cada capítulo se  incrementaban las sensaciones,  transformadas en cosquilleos. Por la brisa o las descripciones de las letras absorbidas, sus dedos, con delicadeza, también desplazaban las hojas.

Su piel,  erizada, iba  consumiendo placer. Cuando la satisfacción llegó, trajo consigo un dejarse hacer, soñando y bajo el sol durmió.

A unos metros desde la ventana del estudio en los pisos superiores del chalet,  la observaba su pareja. Ambos supuestamente compartían momentos de complicidad, respeto e integración en la mutua convivencia.

El  sentir se transformó en tangible, material, concreto. Saberse correspondido, pesaba como duda.

¿Qué hacía, que 600 páginas de papel, fuesen el sustituto de  cálidas caricias compartidas, desaparecidas ya en el ayer?

¿Qué hacía, el que  ya no esté, el uno junto al otro, por caminos de vida y muerte. Ambos marcados por el no existir, en el futuro cierto?

Caminos que dejan escapar, las caricias, los abrazos, los pequeños y grandes besos.

Juegos todos en  la dinámica propia del sentir y la pasión. Juegos que también erizan la piel, calientan  labios, generan fuego y funden a más, en uno.

¿Qué hacía, el renunciar a todo ello, por 600 páginas… cuya existencia, una biblioteca podría custodiar  cada  invierno una y otra vez?

Era el renunciar a la realidad de la piel, del tacto, en nombre de lo abstracto.

No lo comprendía, no lo entendía, o se negaba a comprender, espaciando un poco más, un poquito más, su distancia.

Mientras la observaba, sentía cómo la brisa, no solo erizaba la piel de ella,  sino que parecía desplazar la  barca de un muelle. Desatracarse,  tras un soplo.



Barca que cargada  con libros, se  habría olvidado de su simple destino como barca: amarrar aunque por un breve tiempo.

A la deriva, solo a la deriva era una barca plena de libros y nada más.


Suspiró, giro la cabeza, imaginó otra barca, ésta, plena de pantallas, con partidos deportivos, emitidos  todos al mismo tiempo. No percibió diferencia alguna. Y en silencio, se alejó del ventanal.

Relaciones laborales



Adriana Meyer apareció puntual, el primer día de trabajo, en la nueva empresa. Tenía cincuenta años. Era una mujer culta y atractiva. Acababa de terminar una relación tormentosa que la había hecho cambiar de empleo y de ciudad. Se había prometido a sí misma no volver a enamorarse. Los hombres solo le traían complicaciones.
Entró en su despacho. La austeridad de la decoración le produjo una agradable sensación de bienestar.  Un gran ventanal, con vistas al jardín botánico,  iluminaba toda la estancia.
—Buenos días —dijo un hombre joven desde la puerta—, soy Carlos, su ayudante. Quería darle la bienvenida en mi nombre y en el del resto de los compañeros.
—Buenos días —contestó ella—, muchas gracias, Carlos. Espero que podamos hacer grandes cosas juntos. Me refiero al trabajo, naturalmente —añadió al ver el rubor que apareció en las mejillas de su ayudante.
—Ah…, sí…, claro…, por supuesto, eso espero yo también.
Carlos Vila era un hombre de treinta y cuatro años, que había tardado diez en cursar una carrera técnica de tres cursos, y que nunca se había atrevido a acercarse a una mujer. Escondía cierta belleza detrás de unas grandes gafas. La visión de Adriana lo dejó conmocionado. Se pasó toda aquella mañana sin poder concentrarse en su trabajo, disimulando de cara al ordenador, y dirigiendo furtivas miradas hacia el despacho de su nueva jefa. Le temblaron las piernas cuando le habló. Se fue al bar a tomarse una tila a la hora del almuerzo.
Formaron un buen equipo de trabajo. Iban de un proyecto a otro sin tregua. Le robaban horas al descanso y al sueño. A los pocos meses, recibieron la felicitación de sus superiores.
Un sábado de abril, Adriana se levantó muy inquieta. Había soñado con Carlos. Llevaba meses con el cuerpo adormecido, volcada en el trabajo. Buscó el móvil y pulsó su nombre.
—Hola, ¿quieres cenar en mi casa esta noche? —le dijo sin rodeos.
—¿A qué hora? —le contestó él.
—¿A las nueve te va bien?
—Allí estaré — dijo tajante.
Adriana era consciente del peligro que corrían pero no le importó. Sólo será una aventura, pensaba. Él era tan servicial… Estaba siempre allí dispuesto a obedecer sus órdenes sin la menor dilación. A veces no tenía ni que pronunciarlas de viva voz. Sería un amante perfecto.
—A tu salud —le dijo ella, alzando su copa de cava.
—A la tuya —le contestó él.
Devoraron el salmón al horno y la ensalada que Adriana había preparado con mimo intelectual, siguiendo paso a paso la receta de un libro de cocina.
A los postres, con el sabor de los bombones de chocolate, que había traído él, en los labios, se revolcaron por el suelo a iniciativa de ella. Le enseñó cómo amarla y él aprendió rápido. La llamaba «vieja» porque no quería enamorarse.

 Con Carlos todo fue fácil. Siempre acataba, nunca pedía. Siempre estaba dispuesto. Era incondicional. Fueron amantes secretos durante varios años, compañeros de trabajo insuperables, y amigos de por vida.

miércoles, 22 de abril de 2015

LA ÚLTIMA CAMPAÑA



- Hola amor, qué ganas tenía de llegar a casa.
- Hola Susi, perdona que no te haya esperado. Cuando he visto que el departamento de marketing casi al completo entraba en tu despacho, he pensado que tenía que abandonar ya el mío. ¿De qué te querían hablar?
- Dicen que tenemos que hacer énfasis en los saludables que son nuestros productos y lo necesarios para un buen desarrollo intelectual.
- Bueno, es cierto, pero no es ninguna novedad, ya lo incluimos en nuestra publicidad.
- Sí, pero quieren que el argumento principal sea este. Mañana ya lo verás, me han dicho que lo tienen muy avanzado y nos lo presentarán a los dos. Mmm, y por cierto, este pastel de carne está delicioso.
- Sí, cariño, realmente bueno. Lo mejor al llegar a casa es encontrarse la cena preparada. Te ha salido buenísimo. ¿Cuándo lo has hecho?
- Pero si yo no lo he hecho. Hemos salido juntos de casa esta mañana, hemos estado juntos en la empresa y he vuelto más tarde que tú. ¿Cuándo he podido hacerlo?
- Es verdad, qué despiste. Pero bueno, podías haberlo encargado.
- Pero no lo he encargado, yo al llegar he pensado que lo habías traído tú. Qué extraño, al ir a la cocina a coger unos cubiertos he visto que en la encimera había migas de galletas y nosotros en este momento no tenemos galletas en casa.
-Bueno, tampoco es tan raro. Tu madre tiene llave de casa, ha podido traer ella el pastel de carne y se le han caído migas de una galleta que se estaba comiendo.
- ¿Mi madre?, no es cocina típica de mi madre y yo creo que sería incapaz de dejar migajas sin recoger.
- Ya lo tengo, ha sido Berta, la mujer del conserje. También tiene llaves, cocina muy bien y alguna vez nos ha preparado un buen plato.
- Sí, puede ser. Pero también es incapaz de dejar unas migajas, es muy pulcra.
- Bueno, pero pudo subir acompañada por alguno de sus nietos, se le cayeron migajas y Berta ni se daría cuenta. Ya sabes cómo son los niños, siempre dejando rastro…
- No, no lo sé. Nosotros no tenemos. A lo mejor no nos los merecemos.
- Cariño, venga, no digas eso. Nos los merecemos. Vamos a tener los niños más rechonchos y listos del planeta. Ya sabes que soy tu mejor amante, bueno espero ser el único.
- Qué tonto eres.
-Has sonreído. Qué bien. Venga, vamos a salir de dudas.
Alfonso coge de la mano a Susi y se dirigen por el pasillo hacia la entrada para hablar por el telefonillo con el conserje, cuando de pronto se oyen las voces de unos niños cantando una canción infantil. El sonido parece venir del fondo del salón. El matrimonio se mira con ojos de escepticismo y sorpresa, y vuelven hacia esa habitación. Las voces han cesado y ahora es el "click" de la radio el que les provoca un gran sobresalto. El aparato parece haberse encendido solo y comienza a emitir una noticia antigua, el locutor que la transmite hace días que dejó la emisora.
La noticia dice "El tribunal ha absuelto al matrimonio formado por Susana Sanhip y Alonso Merkstop dueños de la empresa de alimentación infantil IGLAIA, al no haberse podido demostrar que los alimentos en mal estado que causaron la muerte a tres niños, salieran así de su fábrica, pudiendo haberse deteriorado en el transporte, en el almacén de destino o incluso en el establecimiento de venta directa".
El matrimonio se miró con ojos aterrados y juntos de la mano salieron corriendo hacia la puerta intentando salir de su casa y casi cuando lo habían conseguido, Alonso cayó desplomado con espasmos y convulsiones, instantes después Susana estaba en idéntica situación. Las voces infantiles volvieron a oírse, ahora cada vez más lejanas, y repetían: "Lo sabíais, lo sabíais…"

EL AMANTE INTELECTUAL


Hay  una estación y un tren a punto de partir. En mi sueño el hombre del banderín me grita que suba, que ya no habrá más trenes hoy.
El timbre del teléfono me saca de mi fantasía. En un acto reflejo contesto a la llamada.
 ¡Mierda!
Al otro lado del hilo comienzan a sonar los primeros acordes de un desafinado “happy birthday to you”
-¡Genial! Y además en inglés, justo lo que necesitaba para  despertarme.
 -No reniegues por lo bajo que te conozco. Sal ahora mismo de la cama y vete a comerte el mundo. No todos los días se cumplen cincuen……
-¡Ni se te ocurra decirlo! Por qué narices os empeñáis todos en acordaros de mí cada 25 de septiembre. ¡Coño!  Tenéis 364 días más para llamarme y no precisamente el que más me fastidia.
-Bueno guapa, por mí que no quede. Felicitada estás, ahora haz con tu día lo que te venga en gana. !Ah¡ Ya puedes abrir el paquete que te di ayer. Y por cierto a las diez en el pub de siempre te espera tu segundo regalo. No faltes.
Voy al baño y me miro al espejo detenidamente. A veces creo que es por puro masoquismo este inventario anual de siniestros. Veamos, dos arrugas de expresión más, siempre he creído que me expresaba demasiado. Un descolgamiento imprevisto que amenaza con convertirse en derrumbe y un tono cetrino de “necesitovacacionesurgentes”. Pero en general no está del todo mal, todavía queda alguna esperanza.
Con algo más de ánimo vuelvo a la habitación y abro el regalo. Un libro, “el amante intelectual” (como encontrar al hombre ideal a partir de los cincuenta). Ya voy viendo por donde puede ir el segundo regalo. Quizás resulte interesante después de todo. Llevo años buscando a alguien con quien compartir conversaciones profundas además de cama.
A las diez en punto hago mi entrada triunfal en el pub. Me he leído dos veces el libro y llevo mi vestido rojo ajustado de las grandes ocasiones. Nada más entrar le veo en la barra. Alto, moreno, un cuerpo de escándalo y unos ojos que hipnotizan. Me acerco a él. Me presento. Tomamos unas copas. Espero un poco antes de hacerle la primera pregunta del libro.
-¿Qué opinas de Max Liebermann?
-¿Ese juega en el Bayern no? Creo que este año le fichamos.

Respuesta incorrecta. Pero me lo dice mirándome con esos ojos verdes hipnotizadores. Pienso en el hombrecito de la estación, en el semáforo a punto de ponerse verde y  ese tren a punto de partir. Como te estarás riendo Maite, pero mira que eres perra. Esta noche va por ti amiga.

NO TE ENAMORES DE LA MUJER DE UN MAFIOSO



A las cinco de la tarde llegué a la oficina de Juan Montalvo el Iraquí, un tipo peculiar, amigo de la infancia, nacimos en el mismo barrio, Vallecas, dos macarrillas con caminos divergentes en la vida. Juan fue boxeador, se alistó en la Legión, se hizo experto en armas, participó en operaciones especiales y le contrató una agencia de seguridad americana para actuar en Irak, un mercenario destinado a proteger diplomáticos. Ahora es detective privado. Me recibió su secretaria, una chica monísima de 19 años, con vaqueros muy ajustados. “Cómo te lo montas, Juanito, si ya no estás para estas cosas”, pensé. La chica me hizo pasar enseguida.
—Tengo el informe que me pediste, Angelito –me dijo Juan sin levantarse para saludarme—. Menudo pájaro es Jerónimo Montesinos. ¿Por qué te interesa ese tío?
—Porque me quiere matar.
—Venga, Ángel…
—Te lo juro, Juan, me quiere matar.
—Si ese tipo quisiera, ya estarías muerto. Jerónimo Montesinos es un capo de la construcción, preside un holding empresarial que tiene su sede en Arganda, prosperó con la burbuja inmobiliaria. La crisis no le ha afectado. Mientras los demás se hundían, él se forraba, compró las empresas de la competencia que se estaban arruinando. Sospecho que su holding es una tapadera y que está blanqueando dinero del narcotráfico. Ya ha sufrido una condena por sus actividades, va rodeado de
guardaespaldas de la peor calaña. Ese no te manda abogados, sino sicarios. ¿Qué le has hecho?
—Me voy a fugar con su mujer.
—Joder, Angelito, ¿te estás volviendo loco?
—Loco por ella, Iraquí. Es colombiana. Muy guapa, morena, ojos negros y profundos, con más curvas que el circuito del Jarama. Ese Montesinos se la trajo en uno de sus viajes a Colombia. Ella, con 18 años, había participado en varios concursos de belleza y hacía sus pinitos como actriz.
—¿Cómo la conociste?
—Por internet.
—¿Es tu amante?
—Casi.
—¿Cómo que casi?¿Te la tiras o no?
—No seas vulgar, Juanito. Estamos enamorados y queremos irnos fuera de España, lejos del alcance de ese loco y sus matones.
—Se te ha ido la olla, Ángel.
El Iraquí me sirvió un whisky con mucho hielo y él se puso otro.
—Cuéntamelo desde el principio —me pidió.
—Fue hace seis meses. Yo atravesaba una mala racha, en el periódico era el último de la fila y mi novela no despegaba hacia ninguna parte, estaba bloqueado, sin ideas, con el síndrome de la página en blanco. Se me ocurrió poner un anuncio en una
web de contactos: “Si tienes una buena historia que contarme, escríbeme. Busco personajes”.
—Los intelectuales sois muy raros, Angelito. Esas páginas son para ligar.
—Me escribió una loca que estaba dispuesta a casarse conmigo y varias prostitutas que me ofrecían sus servicios. A punto de arrojar la toalla recibí un mensaje en mi correo. Firmaba ‘Princesa enjaulada’. “Soy una mujer en un agujero negro”, me decía. Su marido la tenía prisionera en una mansión en La Moraleja.
—No es mal sitio.
—Me habló de su desesperación, se sentía un trofeo en manos de una bestia salvaje, que también posee una cuadra de caballos y promociona boxeadores. Estaba decidida a suicidarse
—Y tú la vas a salvar, el último romántico.
—Piensa lo que quieras. Estoy dispuesto a irme con ella y si tú puedes ayudarnos a que no dejemos huellas, mejor.
—Para el carro. ¿Dónde os citáis?
—Sólo nos hemos visto una vez, la semana pasada, en un motel en la carretera de Toledo. Fue un sueño, Iraquí, no he conocido una tía como esa.
—¿Qué le pasa? ¿Tiene tres tetas?
—No seas burro, colega.
—Mira, Angelito, a tu edad uno no se puede enamorar de la mujer de un mafioso. Retírate de esa aventura si estás a tiempo.
—Imposible. Desde el otro día sólo he podido chatear una vez con ella. La vigilan. Ella sospecha que la siguieron hasta el motel, se siente en peligro, su marido la mira con ojos de odio. Lo he precipitado todo y la he citado aquí, en tu despacho, a las 17:30. Tengo dos billetes de avión para Brasil.
Cuando las manecillas del reloj señalaron las 17:30, sonó el móvil de Angelito Mendoza. Era la señal de un mensaje. Lo abrió. Descargó tres fotografías. Claudia aparecía en el suelo con la cabeza destrozada, muerta. El Iraquí leyó el mensaje. “Claudia se ha matado tirándose por la ventana. Ella ha pagado sus culpas. Ahora te toca a ti”.

Esas flores





El sargento Valdez autorizó mi traslado en helicóptero hacia la base más próxima, el vuelo militar desde Irak aterrizaba en Rota y el viaje hasta mi destino hubiera sido tedioso. Nadie me recibiría, hacía tiempo que mi hermana no contestaba mis llamadas.



Una caravana en maniobras partía desde la base hacia la autovía, donde tomaría un autobús. La ciudad se había extendido engullendo pedanías y el trazado era irreconocible, las amplias avenidas limitaban con las parcelas abandonadas, tapizadas de rastrojos cubiertos por minúsculas flores, esas flores…



Cuando me enrolé, la plaza que formaba la calle ciega de casa de mis padres estaba elevada por encima de uno de los últimos caseríos rodeado de cultivos de claveles y rosas, flores, ahora formaba parte de un bulevar. El oscuro sendero que servía de escombrera, era un ajardinado recodo frente a la puerta de la sucursal de un banco.



Desde la perspectiva que me ofrecía el rincón, traté de distinguir mi ventana entre las rectilíneas fachadas; era una mañana de miércoles, el tráfico rodaba tranquilo, a esa hora del mediodía que recuerda las primeras horas de un domingo en una ciudad extraña, cuando se oyen las cacerolas entrechocar en las galerías de un barrio popular y el olor de los guisos te hace añorar tu hogar. Casualmente, me pareció distinguir a mi hermana Elena entrando al portal y me dirigí con paso firme hacia ella. Cargado con el petate y la mochila, por un instante me deslumbró el sol de la mañana que refulgía tras su contorno y me sentí pequeño, como cuando volvía de la escuela con la pesada cartera al hombro y me embargaba la alegría al vislumbrar la familiar figura de mi madre que me esperaba oteando entre las flores. Elena se detuvo antes de empujar la puerta y con la llave en la mano, soltó las bolsas de la otra que cayeron al suelo desparramando las frutas por la acera. De su boca entreabierta no salió bienvenida alguna, sólo un rictus de sorpresa, me apresuré a tranquilizarla: pretendía instalarme en el piso de mamá y ni se enteraría que vivía abajo. En el rellano me dio las llaves y ya no volvimos a coincidir.



Dejé mis cosas en la habitación principal. Sentado en la cama dirigí mis manos hacia el cajón inferior de la cómoda donde encontré la caja en que guardaba mis cartas, como me describió; seguramente mi hermana también las había leído. A ella se lo conté todo, las operaciones encubiertas y las misiones hostiles… el artefacto que colocamos bajo el puesto de flores, la explosión en el mercado junto a la embajada, y los cadáveres calcinados, y las flores, esas flores deshojadas acompañando a los heridos y a los muertos, por todas partes, cadáveres y flores, sangre y gritos, humo y flores, muchas flores.



Me dejé caer en el sofá del salón y encendí la televisión: islamistas radicales entrenados en Siria habían perpetrado varios atentados en el corazón de Europa… Se estaba librando la gran guerra y aquí en occidente, permanecían anestesiados por el fuego cruzado de noticias televisadas. En Oriente Medio se mataba y moría por unas flores, como las que compraría Elena con el dinero que envié para el funeral de mamá, esas flores... y los cascos azules mantenían el antiguo esclavismo en los países pobres, ricos de materias para la anestesia electrónica de las poblaciones del primer mundo, zombis de conexiones, que mandan flores virtuales a los amantes…



***




De nuevo desperté en un luminoso cubículo con los brazos taladrados de agujas y tubos y, sin saber cómo había llegado hasta allí. En ésta ocasión parecía un moderno sanatorio, estaba limpio y olía a aséptico. Entró una enfermera para decirme que tenía visita, indicándome que girara la vista hacia el espacio acristalado de la pared. Mi hermana me contemplaba, ¿era Elena? pero, ¿qué llevaba en la mano junto al bolso? La acompañaba un militar de las fuerzas aéreas… de alto rango, podía ver su interior reptiliano y su lengua viperina tras el perfecto modelo de máscara humanoide. Conversaban entre ellos, siempre sospeché de Elena, bajo su cuidada pose de intelectual, se agazapaba el mismo instinto depredador de los invasores. Mientras leía en sus labios la confirmación de mis sospechas -el teniente y ella hablaban sobre la inminente batalla de flores- agarré con fuerza el brazo de la enfermera impidiendo que abriera la puerta: “deshágase de las flores… esas flores… se extienden de forma inofensiva, infiltrando en el territorio las esporas de las facciones alienígenas ¡Se avecina una gran batalla!¡No sobreviviremos!¡¡¡Llévense esas flores…!!!”