lunes, 28 de octubre de 2013

Crónica de guerra



Esta madrugada, al rededor de las tres de la mañana ha estallado la guerra mundial definitiva. El bien conocido general de las fuerzas armadas aliadas ha lanzado el ataque con misiles. Está planeado que continúe durante dos días, hasta diezmar completamente el poderío de los insurgentes. Según datos de la agencia de inteligencia, los estados implicados tienen armas químicas, misiles de largo alcance y artillería pesada aunque no se tiene conocimiento de la existencia de armas de destrucción masiva o biológicas.



En una operación que lleva meses de estudio, se lanzaron misiles teledirigidos sobre los principales puntos de conflicto, ubicados a varios miles de kilómetros uno de otro. Las dianas o puntos objetivo de los misiles han sido marcados con sistemas locales de direccionamiento para minimizar el efecto de dispersión y error que tienen los sistemas teledirigidos sin ajuste local. Estos sistemas de posicionamiento local están formados por células de militares infiltrados en el territorio enemigo que son capaces de apuntar al blanco de los misiles con una precisión de décimas de metro siendo marcados los puntos desde diez o doce kilómetros de distancia, asegurando así que el radio de acción de los misiles no afecta al personal de marcado. Los «marcadores» son militares expertos entrenados en el arte de encontrar blancos partiendo de imágenes satélite. Una vez visualizado el blanco, apuntan sus marcadores láser sobre los objetivos y permanecen durante horas esperando el impacto de los misiles. Su misión comienza en la búsqueda de la diana y termina con la confirmación —vía satélite— de la destrucción del punto marcado.

A partir de las tres y media de la mañana los «marcadores» comenzaron a dar las primeras confirmaciones de blanco. El enemigo, sorprendido por los misiles —recordemos que estaban aún en fase de negociaciones con los aliados y la ONU no ha aceptado ningún ataque preventivo—, no ha tenido tiempo de reacción ante los primeros ataques. Alrededor de las cuatro de la mañana, comenzaron los impactos en zonas no marcadas, según nos confirmó una fuente local de una de las zonas atacadas. Parece ser que los insurgentes, conocedores de la técnica de marcado de los aliados, usaron la misma para encontrar primero a los marcadores y luego hacerse con los equipos. Los aliados, sin ser prevenidos del hecho y sin esperar confirmación de la segunda tanta de impactos, lanzaron la tercera y esta es la que ha sido determinante en la batalla del día de hoy. El fuego amigo ha destruido cientos de aldeas de países vecinos. El ingenio de los insurgentes ha dado tiempo suficiente para adherir a drones —aviones normalmente no tripulados— a tres de los «marcadores» —junto a sus expertos militares aún con vida— que habían sido robados a los aliados hace unas semanas. Estos drones fueron teledirigidos a las principales ciudades aliadas y el saldo de muertes es aún desconocido pero según nuestras estimaciones podría rondar el millón y medio de personas.

La situación actual es desconcertante. Los aliados han decidido hacer un alto el fuego mientras estudian la forma de asegurar que los «marcadores» no vuelven a ser interceptados y, por otro lado, tratan de explicarse lo sucedido. Los gobiernos de los aliados están sumidos en el caos tratando de consolar a las víctimas y a la vez actuar contra un enemigo invisible, según ellos, que ha provocado el rearme de los insurgentes. La opinión pública y los medios de muchos países cuestionan en estos momentos la idea del desarme de los enemigos, dado que aunque ya no disponían de armas de destrucción masiva, sólo su ingenio les ha valido para usar las de los aliados en su contra.

Algunos medios —entre los que se encuentra nuestro rotativo— piensan que los aliados están perdiendo una guerra que comenzaron con objetivos económicos y que por lo tanto no fue ni planificada ni necesaria a nivel internacional. Llevamos ya cinco horas de alto el fuego y las manifestaciones contra la guerra están siendo multitudinarias, sobre todo en las ciudades que han sido masacradas. La gente en occidente sale a las calles con los féretros de sus muertos, con la sangre de sus muertos sobre la cara y clama, a los gobiernos de los aliados, que paren esta matanza sin sentido.

Más allá de las transmisiones en cadena del líder del gobierno de nuestro país y de los demás aliados, transmitiendo tranquilidad y que lo sucedido era un hecho aislado que no volvería a repetirse, lo que la masa reclama es volver a la normalidad antes de la guerra. Diezmados por la inflación y los impuestos, los ciudadanos de las naciones occidentales exigen paz. Ya no se trata del bienestar común o las libertades individuales en riesgo, el pueblo exige a sus estados que vuelva la paz y las negociaciones entre las partes. Aún no tenemos respuesta de los aliados ante este reclamo y según nos aseguran nuestros reporteros a pie de calle, la gente se está organizando y probablemente esta exigencia pacífica pronto se trasforme en algo más. Seguiremos informando.

Pernando Gaztelu

domingo, 27 de octubre de 2013

The LOVE Brothers


-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.
-¡Y una mierda!, contestó a pleno pulmón el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.

Todo empezó por mi inveterada adicción a la nicotina. Ya lo repetía una y otra vez Deborah, mi última novia: “El tabaco te va a matar, cariño”. Aunque era cerca de la medianoche, decidí acercarme al bazar a por un paquete de Marlboro. Fue de vuelta al apartamento cuando me interceptaron y acorralaron en un apestoso callejón, próximo a la Avenida Tremont. Había oído hablar de ellos, eran cuatro matones llamados Leonard, Otis, Vincent y Ernie. Por algún motivo se les ocurrió utilizar las iniciales de sus nombres y autodenominarse The LOVE Brothers, aunque en los fondos por los que yo me movía todos les conocían como The Democrats. En el fondo eran cuatro paletos de pueblo que el destino había reunido en el Bronx. La suma total de sus masas encefálicas era inferior al seso de un canario. No constituían una banda organizada, imposible que planeasen nada racional con su despreciable coeficiente intelectual; simplemente trabajaban para otros bajo pedido e iban sembrando el barrio de cadáveres. Siempre el mismo sistema: un disparo en la cabeza, otro en el corazón, otro en el vientre y otro en los huevos. Nunca comprendí lo del disparo en los huevos, tal vez era su firma, su marca, vete tú a saber. Les llamaban The Democrats porque, aunque operaban por encargo, antes de liquidar a alguien siempre votaban entre ellos para decidir si lo hacían o no. Parece una estupidez y de hecho lo es, pero no se nos olvide que estamos hablando de unos tipos estúpidos hasta decir basta. Me contaron que en su último trabajo, la votación para decidir si se cargaban a Danny DiPaula quedó en empate. Seguramente más de uno de aquellos sicarios todavía necesitaba aprender las vocales. Lanzaron entonces un dólar de plata y Danny perdió. Eran imbéciles, pero también duros de cojones. Se rumoreaba que una vez que arrestaron a Otis y le aplicaron el tercer grado no solo no pió nada, sino que consiguió volver majareta a uno de sus interrogadores, el cual acabó confesando un delito de pederastia.

Pues bien, allí estaba yo, esposado a una tubería del gas en la callejuela más asquerosa y oscura de Nueva York, delante de ese póker de zoquetes que se presentó de parte de Wesley Murphy, un usurero al que adeudaba desde hacía meses la módica cantidad de veinte de los grandes más intereses. Como ni tenía la pasta ni preveía tenerla en un próximo futuro, Murphy decidió cargar esa cantidad en su libro de pérdidas y ganancias, no sin antes tacharme de su lista de morosos. The democrats ya habían votado y el resultado fue de tres a uno en mi contra. Alguien había aprendido el a-e-i-o-u desde el último asesinato. Ahora, después de rezar para que el disparo en los huevos fuese el último de los cuatro, probé a gastar saliva, que es sin duda el procedimiento más asequible para alargar la vida cuando ni puedes salir corriendo ni tienes un centavo en el bolsillo.

-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.
-¡Y una mierda!, contestó a pleno pulmón el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.
-Creo que cuando habéis votado no tuvisteis en cuenta una información muy importante, decisiva, diría yo.
-¿Qué información ni qué ocho cuartos?
-Chicos, tengo información privilegiada sobre la sexta carrera de mañana.
-¿Información privilegiada? ¿Qué rayos es eso?
-Que alguien se ha ido del morro y me ha soplado cuál será el caballo ganador.
-¡No jodas!
-Sí, os lo juro por mis huesos, ¡que contraigan un cáncer si es mentira!

Aquellos palurdos se miraban entre sí embobados.

-Eso significa que si me dejáis vivir hasta mañana, por la noche os duplicaré los honorarios de Murphy, incluso es posible que salde con él mi deuda. Creo que deberíais considerar la posibilidad de votar de nuevo.
-Nunca votamos dos veces, Buchanan. Es nuestro método.
-Pero ¿qué me estás contando, hermano? Si hasta en las Cámaras repiten las votaciones, tronco. Vuestro método está anticuado, es inflexible y poco práctico. Deberíais ir pensando en cambiarlo. Este sería un buen momento para hacerlo. Recuerda que se trata de pasta, amigo.
-Espera.

Los tipos se apartaron unos metros y, colocados en círculo, con los torsos inclinados hacia adelante y cogidos de los hombros, como si estuviesen estudiando una jugada de fútbol, empezaron a cuchichear por lo bajini. Al cabo de dos minutos se incorporaron dirigiéndose hacia mí.

-Hemos decidido por unanimidad que, excepcionalmente, haremos una segunda votación. Pero no nos vengas luego con más gilipolleces, porque no habrá nuevas votaciones.
-OK, hermano. Estoy convencido de que habéis tomado una inteligente determinación. Siempre me ha encantado la democracia, por eso amo este país. ¡Dios bendiga América!

Me invadió una absurda alegría. Me veía camino de Seattle en el primer Greyhound de la mañana cuando, después de murmurar de nuevo, se giraron para informarme.

-Buchanan, el resultado ha sido de dos a dos.

Joder, ¡me cago en la leche que mamaron! Estos tipos no tenían arreglo. ¡Vaya pandilla de anormales!

-Juro que no os entiendo, chicos. Pienso que…
-¡Basta ya de rajar y tocar las pelotas, Buchanan! Me duele la cabeza de oírte. Creo que si pronuncias una sola palabra más, te estrangulo. Acabemos con esto, necesito una aspirina. Nuestro método estipula que en caso de empate lanzamos un dólar de plata. Tú eliges: cara o cruz. Si aciertas, te las piras bien lejos. Al quinto pino. No queremos volverte a ver. Pero si pierdes la espichas, ¿entiendes?
-Capito, hermano. Pero antes de escoger tengo dos preguntas que haceros.
-Adelante.
-La primera es por qué el disparo a los huevos.
-Eso fue una idea de Ernie, mejor que te lo cuente él.
-Es una explicación fácil. Si le pegas un tiro en los testículos a un tío, se concentra en el dolor que eso le causa y los demás disparos ni los nota. Digamos que es una terapia pre-mortem, destinada a rebajar el sufrimiento. ¿Comprendes?

De esa descabellada aclaración solo deduje que el primer tiro era en los huevos. Mierda.

-OK. Y la segunda pregunta es qué eligió Danny DiPaula.
-Cara.
-No, cruz, dijo otro.
-Cara, seguro que fue cara.
-Que no, que te digo que fue cruz.
-¡Maldita sea! ¡Yo tiré la moneda y sé lo que salió! ¡Salió cruz, había elegido cara!
-Eres un capullo integral, Leo. ¡Vamos a votar a ver qué es lo que eligió Danny!

La escena era completamente delirante, surrealista. Cuatro chalados discutiendo por semejante sandez.

Nunca he creído en milagros y siempre he aborrecido a la pasma, pero reconozco que esa noche la irrupción de un coche patrulla en el callejón, mientras los mentecatos murmuraban y votaban de nuevo, me hizo recobrar la fe en Dios. ¡Ah! Y además desde entonces no he vuelto a fumar.

viernes, 25 de octubre de 2013

Vidas robadas


¿Cuándo supiste que suplías un deseo? ¿Cuándo percibiste la ausencia de amor verdadero, el amor que rebosa sin tapaderas? Si fuiste un niño al que no le faltó de nada…, faltándole todo percibías una barrera infranqueable. ¿Cuándo notaste los besos fríos, la caricia huraña, la mirada baja, el silencio abierto a un océano oscuro? Ahora comprendes porqué eres extranjero en tu propia tierra, tu peculiar acento te forjó forastero, naciste aquí e inmediatamente te transportaron, arrastrando tus raíces, simulando el feliz alumbramiento en cualquier país lejano, vano intento de transformar el pasado, para siempre instalado, como un muro derrumbado, en el anhelo de una pareja de avaros que te criaron como ancianos.

Strangers in the night



Hacía una noche perruna. Llovían chuzos de punta y Santa Bárbara, San Pedro o quien coño fuese soltaba unos pedos monumentales allá arriba. Crucé corriendo el parking, subí al coche y puse la radio. Comenzaba Strangers in the night cuando sentí en el cogote el duro y frío cañón de un revólver.

-Estate quitecito y evitarás que te fría los sesos, dijo una voz cavernosa a través de un pasamontañas.

-¿Quién eres y qué cojones quieres?

-Calla y obedece, mamón. Hay un fiambre y una pala en tu maletero. Conduce hasta el bosque de Tinkerville. Allí abrirás una fosa y lo enterrarás. 

-¡Ah! Pensaba que con esta música te apetecía un bailecito...

-¡Cierra el pico, idiota! Y mueve el culo, ¡rápido!

Puse el auto en marcha y tomé la federal. A medio camino rompí el silencio.

-Acabo de decidir que va a excavar tu condenada madre.

-Pero ¿qué dices, capullo?

-No hay ningún cadáver. Piensas liquidarme, pero pretendes que antes cave mi propia tumba. Un encarguito de Floyd, supongo.

-¡Bingo! No eres tan gilipollas como pensaba, Buchanan.

-Pues infórmate primero de quién te pagará este recado, listillo, porque hace una hora que obsequié a tu patrón con unos tickets de plomo y está de viaje en el otro mundo.

El fulano enmudeció y me pidió que le dejase en el primer área de servicio.


jueves, 24 de octubre de 2013

LOS BICHOS




Ya se lo decía a mi padre cuando, de niño, ahogaba hormigas en un barreño: “Están por todas partes, ¿es que no las ves?”.

“No pasa nada, mi vida”, me consolaba mi madre, de madrugada, al oír mis llantos. “¡Quítamelos!”, le rogaba.

Día tras día, cucarachas, moscas y otros insectos fueron cubriendo por entero las paredes de mi casa; luego, la calle. A cada paso le seguía el irritante crujido al pisarlos, pero nadie hacía nada.

No comprendí por qué hasta el día en el que vi chinches recorriendo la cara de mis padres; en hileras que nacían en los agujeros de su nariz y llegaban hasta sus oídos. Tiempo después, no hubo rostro en el vecindario libre de insectos.

Hoy he visto abejorros en la cara de las personas que salen en televisión. Al final, esos bichos, han conseguido controlarlos a todos.

Menos a mí.

Ignoro cómo, pero los sacaré de cada ser humano.

Aunque sé que no bastará con un barreño de agua.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Chirusa de otro barrio





Todo pasó en una partucha del barrio. Habían cerrado el local para nosotros, teníamos una barra hecha con un tablón encima de barriles de birra, cuatro luces, dos bafles y el humo lo poníamos nosotros. Estaba con los muchachos y se me fueron los ojos. “¡Ay guacha, cómo me volvés loco!” pensé. Sólo pude echarle una mirada antes de que se armara bardo, así que me piré silbando bajito. No quería quilombos, sólo deleitarme con su carita de ángel, con su melenita morocha. Parecía que no se daba cuenta de nada con tanto quilombo y esos barderos tan cerca —que igual venían con ella— le daban un aire de importancia raro, estaba como en el medio de todo, como iluminada.

Me había cambiado la jeta la pendeja así que con “avanti morocha” en el mp3 llegué a la casa de mi vieja. La flaca tenía que ser Mariela, la prima del Chiche, seguro, porque si fuera del barrio la conocería, pero a esa no la tenía registrada, se piró cuando era chiquita. Yo me había quedado enganchado con esa carita de ángel: la piel delicada, el labio de arriba más fino que el de abajo y los ojos como de china. Un piercing abajo de la nariz, a la derecha y el pelo planchado, relinda la pendeja. Vestida así de negro, con maquillaje medio oscuro y esos colores raros de sombra de ojos se hacía la siniestra, pero yo sabía que, de las minitas con esa onda, la mayoría son unas blandenguis que se hacen las malas. A la tarde ayudé a la vieja con las cosas de la casa, el viejo vino del laburo hecho pelota, traté chamullar de todo un poco, pero la Marielita esa no se me iba del marote. “¿Que mierda tiene esa minita?” me preguntaba a cada rato, estaba un poco hasta las pelotas de mí mismo y llamé al Osvaldo para tomarnos unas birras. Quedamos en el Mr Dog.

—Che, no puedo sacármela de la sabiola, ¿sabés? La minita esta nueva del barrio, creo que es la prima del Chiche.
—¿La Mariela? Estás enfermo, esa mina es rarísima ¡Olvidate, vos estás cada vez peor! Escuchame, ¿sabés lo que tenés que hacer? Irte de viaje a … que se yo, a Brasil…—el muy boludo se estaba recagando de la risa de mí.
—Dejame tranquilo, yo lo qué quiero ahora es saber que onda esa minita, no se porqué, pero quiero saber qué onda.
—Y buéh, si insistís. Mirá, vos no lo concés un poco al Chiche, pegate el lance y preguntarle por su prima…
—¿Así? ¿De una? Estás mal, me va a sacar recagando con la escopeta. ¿No te das cuenta que es la prima?
—O no es nada, andá a saber. —Eso me dejó en orsay— Si no la conocés. Y sino —me señaló con la mano— dejate de joder.
—Igual tenés razón, ¿qué me importa lo que diga el Chiche o su prima? —Yo tenía miedo preguntar, pero no se lo iba a decir, ¿para qué? —es verdad me chupa un huevo.
—Ja, que pelotudo sos. No te chupa un huevo, pero no te queda otra. Che, ¿otra birra?
—No, me piro, estoy raro.

Y si que lo estaba, no cené ¿qué sé yo si dormí?, algo tenía la Mariela, ¿la conocía de algún otro lado? Igual cuando estuve viviendo afuera con mis tíos hippies… No podía ser, tanta coincidencia no podía ser. Imaginaba que lindo debía ser su cuello, su nuca. Es tan linda la nuca de las chicas, tan delicada, ella la debía tener resuave. Acostado en la cama no sabía si estaba hablando solo o medio soñando. Empecé a acordarme de que la había visto hacía dos días cuando llegó al barrio, pero no me había fijado tanto como hoy. Estaba vestida con un color, no era de negro, ¿cuál era?, peinada para atrás y sin el piercing, igual estaba con  la madre y por eso… ¡Con razón no me acordaba, si es que parecía otra, era como más chica, más pendeja! ¿Cuántos años tendría? Debían ser como unos veinte o veinticinco, no debía tener más. Casi tan alta como yo, o igual eran las plataformas de los zapatos siniestros esos, pero sí, era casi igual de alta. Estaba con faldita, o un vestido mediano, ah sí, era color morado, un morado oscuro. Era como si hubiera dejado que le dijeran qué ponerse, pero sin dejar de ser ella, eso me gustó mazo, “aunque la manden y la obliguen saca algo la flaca, no deja que la machaquen, está bien eso”. Eran como las cuatro de la matina y el apolillo me lo llevó a imaginárla más a fondo.

Pasó como un tiro, como corriendo pero caminaba; no la perseguía nadie e igual quería llegar rápido a algún lado. No paré de escanearla ni un segundo hasta que entró en un locutorio. ¿A quién iba a llamar? ¿Quería mandar un mail? Otra vez de negro, con botas altas, desde lejos no pude verle el piercing, pero seguro que lo llevaba, la forma de andar era audaz y libre, estaba como quería estar, así que iba con el piercing seguro. Cruzó la calle y se acercó al locutorio. Estaba en una de las cabinas llamando por teléfono, pero no pude ver mucho; cuando llegué tan cerca como para ver que tenía el piercing en la cara, Mariela se levantó y fue a pagar. ¡Se me puso la piel de gallina! Abrió la puerta de la cabina y durante un microsegundo me miró de frente, como se mira a alguien para saludarlo, “me vio, me vio espiándola”, el temblor de las manos se me subió hasta la coronilla. Mariela pagó como si nada y salió del locutorio, yo soltaba el aire despacito, entrecortado; así todo tenía ganas de seguirla “¿Qué estoy haciendo? ¡Estoy loco!” Me reía solo, la seguí un poco más, disfrutando y sufriendo al mismo tiempo. Pasaron cuatro o diez cuadras, no las conté, estaba en otra. Las pantorrillas de la flaca me despistaban en mi persecución, iban y venían como si se despidieran para después volver unos pasos más adelante. No le veía más piel que la de encima de las pantorrillas y por eso estaba concentrado en ellas. Si es que hasta esa parte del cuerpo —que nadie mira— era linda, forradas en el cuero de las botas tenían la forma ideal, ni muy redondas ni muy finas; el trozo de piel entre la falda y las botas mostraba un cuerpo que no quería ni imaginarme; me tenían hipnotizado, izquierda, derecha, otra vez izquierda y así. Cada dos por tres se paraba en una vidriera para mirar, pero parecía que ni miraba, hacía como que estaba haciendo tiempo o pensando mientras giraba la cabeza: justo ahí podía ver de lado su labios, distinguir su piercing, sus ojitos finos de china, soplarle con la mente el flequillo, hacerle rulitos en el pelo lacio…

Un día no aguanté más y le pregunté al Chiche si era su prima. Me dijo que no, que era amiga de la familia y venía a quedarse porque estaba estudiando en la universidad de acá. No esperaba el detalle, pero el Chiche me hizo la gamba. Yo le presenté a mi prima la Gabi y salimos los cuatro, no me lo podía creer, Mariela era más linda de lo que me imaginaba. Era linda toda, los ojitos, las pestañas largas, la naricita respingona, el piercing ese de brillantitos, los labios —¡Qué ricos!—, la pera medio para afuera, ¿qué sé yo?, toda estaba buenísima. Lo que sí, tenía razón el Osvaldo en lo que me dijo, a veces, era un poco rara. Se ponía como seria ¿cómo cuando te levantás de la siesta y no querés ver a nadie?, así. Le daba como “la loca” y no me llamaba en todo el día. Otras veces se ponía chota y se iba de adonde estábamos. Pero no me importaba mucho, yo estaba reenganchado. “Si al final todos somos un poco raros”, me decía a mi mismo cuando le daba alguna pelotudez.

Así seguimos la onda, estaba remetido, tanto que quise presentarle a mis viejos; la chabona se sacó mal. Algo que no creí nunca que nadie podía tener dentro salió apisonando todo en lo que yo creía hasta entonces. Lo peor de todo no es que estaba reenganchado con la flaca, es que ella me conocía demasiado —más de lo que yo me imaginaba— para entonces. Hoy pensando para atrás, creo que fue el efecto “familia” el que la puso así. Me empezó a tirar con todo. Era como si un dragón malvado hubiera estado encerrado en aquel cuerpo de ángel y yo estaba con la llave para sacarlo de ahí. Terminó mal la cosa: yo intenté calmarla y la agarré de los brazos, la apreté para que dejara de tirarme cosas no se cómo, pero soltó un brazo y me clavó un punzón en el costado. ¡La villera tenía un punzón! ¡Cuántas veces habíamos atracado, le había tocado todo y no me había dado cuenta que llevaba eso!

Reseguro que era una villera disfrazada: me afanó la guita, las llaves de casa y las del auto —apareció por ahí hecho mierda dos días después. Me desperté en un lote baldío, estaba débil, debía ser porque seguía sangrando. Me despertó un vecino y llamó a la policía. En el hospital me cosieron, por suerte me había pinchado sólo el bazo, así todo tuve que quedarme unos días internado. El cuerpo iba mejor cuando salí, pero seguí hecho mierda de la cabeza mucho tiempo. Nunca entenderé lo que pasó; lo que sí, creo que no me enamoro más, y menos de una chirusa como esa; aunque tengo que admitir que todavía me acuerdo de sus pantorrillas, de su ir y venir y de su piel tan suave. Si me la vuelvo a cruzar por la calle no se lo que puede pasar, sólo sé que no la dejaría irse así como así.

lunes, 21 de octubre de 2013

La carta



Mi queridísimo Jonasz:

Hermano mío del alma, sentí una alegría infinita al enterarme que después de esta trágica guerra sigues vivo. Si he de ser sincera, en la familia habíamos perdido la esperanza de volverte a ver. Y aunque ahora estés preso de los rusos, sabemos que el momento de nuestro reencuentro se acerca. Cada minuto rezamos para que vuestros carceleros os traten bien, os mantengan sanos y, sobre cualquier cosa, que os liberen pronto.

Varios meses después de que abandonases Varsovia para incorporarte al ejército clandestino polaco conseguimos huir al norte, no sin padecer grandes calamidades. Los Pawlak, unos amigos del tío Janek, nos acogieron y ocultaron en su granja durante dos interminables años.

Hemos trabado amistad con unos ancianos a los que les han dicho que su hijo reside en el mismo campo que tú, su nombre es Milek Kowalski. Si lo conoces, pídele que les escriba o busque a alguien que lo haga, su padre está muy enfermo y recibir noticias suyas mitigaría el gran sufrimiento al que está sometido.

Te envío una foto que me hicieron la pasada primavera cerca de la granja Pawlak.

Recibe un amoroso abrazo de tu hermana
Rasia

viernes, 18 de octubre de 2013

MEMORIAS - Manolo el grande




Todos le conocíamos por su apodo, “Misilito”, pero a él no le gustaba nada que le llamaran de esa manera.
Manolo, ese era su nombre, y supongo que lo seguirá siendo, aunque hace ya muchos años que le perdí la pista. Misilito le venía heredado de su padre, y a este a su vez de su abuelo. No conozco su significado, y a ninguno de nosotros se nos ocurrió preguntárselo, nunca.
Era el más fuerte de la clase, el más osado y el más bruto. Todos le temíamos un poco y siempre guardábamos las distancias, por si acaso. Sin embargo por dentro era blando como la mantequilla, con un corazón que no le cabía en aquel tremendo pecho. Llegó a ser mi mejor amigo en el instituto, pero esa historia es para otro relato.
Fue al regreso de las vacaciones navideñas, a comienzos del año 1975. El primer día de clase todo era jolgorio y, sobre todo, exhibición de los regalos de Navidad o de Reyes. En aquella época no había consolas ni videojuegos, y los móviles e Internet eran ciencia ficción, pero teníamos la invasión tecnológica japonesa: las cámaras fotográficas Nikon, o Fuji, las calculadoras Casio, los relojes automáticos, que nos asombraba a todos, sin tener que darle cuerda, tampoco llevaban pila, Seiko, Casio…
Pero, sobre todos, había uno que destacaba. Uno que, cada vez que lo veíamos en la tele, nos embobaba: aquellos samuráis luchando a brazo partido dándose de mamporros, con el reloj en la muñeca. Y el reloj, intacto. Era el Orient Watch… El sumun de los relojes, el android de los años setenta.
 Aquella mañana de Enero todos hablábamos de nuestros regalos, hasta que llegó Jorge, el “Boubas”, el chapón. Entró en el aula con el brazo izquierdo remangado y bien alzado, para que todos pudiésemos ver su tesoro: un Orient Watch. A tomar viento todo lo demás, ya no hubo ojos más que para el brazo de Boubas.
¡Dios! Que bonito era.
En trance estábamos cuando mi amigo Manolo, Misilito, se abrió paso sin resistencia, hasta llegar a Jorge.
- Joder, tío, un Orient, el de los karatekas.- Fue su saludo, y se lanzó a por el dichoso reloj.
- Déjamelo ver. Por favor.
Jorge no se resistió, lo quitó de la muñeca y, con gesto triunfalista, se lo entrego diciendo:
- Si señor. Tengo el mejor reloj del mundo, el de Bruce lee. El irrompible.
Su cara reflejaba una enorme satisfacción. Nada menos que Manolo, el más grande y temido de la clase, estaba admirando su reloj. El lo examino detenidamente. Lo sacudió un poco y lo levanto en alto, mostrándolo a todos nosotros. La exclamación fue general ante aquella visión.
- El reloj más duro del mundo mundial.- y diciendo esto, el Misilito bajo su brazo con toda la energía que tenía, que era muchísima para un chaval de catorce años, descargando un terrible golpe sobre la mesa del profesor…
Aquella mañana de enero, Boubas se meo en los pantalones y nosotros supimos que aquel reloj, el Orient, ni era el mejor reloj del mundo, ni era irrompible.


jueves, 17 de octubre de 2013

La buena educación



Perdone usted, caballero, ya le he dicho antes que lo siento mucho. Comprenda que es mi trabajo, que tengo una familia que mantener. Pero hombre, no ponga esa cara, ¡por el amor de Dios! ¡Si solo ha sido una advertencia! Ande, ande, tápese bien ese agujero de la tripa, yo que usted no derramaría más sangre, podría resultar nefasto para su salud. Mire, voy a parar a ese taxi para que le lleve al hospital, ¿de acuerdo? Aquí llega. ¡Venga! que yo le ayudo a subir. Arribaaaaa, ¡hop!  Bueno, pues que se mejore, señor, que se recupere pronto y no sea nada. Ahora, por favor, eso sí, se lo ruego encarecidamente: acuérdese de devolver la pasta a Don Alessandro antes de una semana, mire usted que tiene muy mal carácter y es capaz de cualquier cosa… Adiós y buenas tardes, ha sido un placer conocerle. Hasta más ver.

CONFESIONES NOCTURNAS



Imagen bajo licencia "CC. By Nc Sa" cortesía de Sean Welton





–Buenas noches queridos radioyentes, ya estamos de vuelta tras la pequeña pausa que nos ha permitido respirar un poco tras las impresionantes confesiones que llevamos en lo que va de programa. Sin más dilación, vamos a darle paso a la siguiente llamada –cayó un segundo para dar espacio–. ¡Buenas noches!

Silencio.

–Bueno, parece que se ha cortado la conexión, pero ya tenemos otra a la espera –hizo otra pausa–. ¡Buenas noches!
–Buenas noches –alguien contestó.
–Hola, estás en antena y esto es confesiones nocturnas, ¿como te llamas?
–Mi nombre es Raúl.
–Bienvenido Raúl, ¿cual es tu confesión?
–Estoy enamorado de una mujer casada. Llevaba tiempo pensando en actuar y hacer algo por remediar esta desesperación y al fin me he decidido.
–Cuéntanos un poco Raúl.
–Pues la conocí hace dos meses más o menos. Me enamoré nada más verla. És todo lo que yo he buscado en una mujer durante toda mi vida. Tiempo después supe que estaba casada y tenía una hija, preciosa por cierto, entonces decidí dejar de pensar en ella y no castigarme demasiado, pero claro, estas cosas no se controlan y no me la podía quitar de la cabeza, así que intenté establecer algo más de relación con ella y poco a poco cogimos algo de confianza, la suficiente como para cenar después del trabajo un par de veces y tomarnos una copa alguna que otra vez. Cuando pasó un mes aproximadamente, le dije que me gustaba, que me sentía atraído por ella, pero me rechazó. Días después volvimos a coincidir a la hora de almorzar y se mostró normal conmigo, lo que me hizo pensar que en realidad algo de interés tenía, así que, harto de esperar a que pasara algo, he decidido actuar, como ya te he dicho.
–Vaya, por lo que veo estás muy enamorado.
–No puedo vivir sin ella, es así de simple.
–¿Y qué has decidido hacer?
–Fui a su casa y le dije lo que sentía. Ella me dijo que nos conocíamos de hace muy poco y que me tenía mucho cariño y tal, ya sabes, lo que te dicen para rechazarte con educación por segunda vez.
–Si, me imagino. Al menos lo hizo con educación ¿no?
–Si. Pero yo no suelo aceptar un no como respuesta, y menos cuando se trata de ella.
–Pero –el locutor alargó la "o" dudando un poco–. Tienes que respetar los sentimientos de los demás, y ella te ha dejado claro que no quiere tener una relación. Además, está casada y tiene una hija si no recuerdo mal.
–Si, está casada y tiene una hija, pero yo la quiero, y si ella supiera lo que su marido ha hecho.
–¿Su marido? ¿conoces a su marido?
–Él a mi no, pero yo a él si, y muy bien. Decidí espiarlo un poco a ver que averiguaba y ha sido una gratificante sorpresa.
–¿A qué te refieres con gratificante sorpresa?
–He descubierto muchos trapos sucios y pienso utilizarlos en su contra.

El locutor levantó la cabeza y miró hacia el control de sonido, haciéndole un gesto al técnico de que iban a ir concluyendo.

–Bueno Raúl, supongo que te deseo suerte en tu andadura aunque no me parezca una decisión de lo más acertada pero en fin, cada uno es libre de hacer lo que quiera. Te agradecemos tu colaboración esta noche.
–No me cuelgues Javier –sonó la voz de Raúl algo subida de tono.

El locutor se quedó helado. Jamás se había dado su nombre real en antena. Nadie lo sabía si no era amigo suyo y jamás se les ocurriría llamar a su programa para decirlo. En la radio, su nombre era Juan.

–Lo siento Raúl, mi nombre es Juan, no Javier.
–¿En serio?
–Si, en serio. De todas formas...
–Tu mujer me asegura que es Javier –Interrumpió Raúl–. Y demuestra que es una chica muy leal y honesta, porque yo lo sabía de antes, solo la he puesto a prueba.

Javier sintió vértigo de repente.

–¿Mi mujer? ¿Qué coño estás diciendo? –Escupió.

Javier comenzó a perder las formas. El técnico de sonido le hizo gestos para que se tranquilizara. 

–No te pongas nervioso Javi, ambos sabemos lo que tienes que hacer –expuso Raúl.

El técnico le hacia gestos para cortar la llamada, a los que Javier respondía enérgicamente de manera negativa, quería que aquel sujeto siguiera en antena. 

–Creo que no te entiendo Raúl, no sé si esto es un tipo de broma pesada o algo parecido pero creo que ha perdido la gracia hace un rato.

Lo felicitaron desde control con un pulgar hacia arriba, indicándole que ese era el camino. El programa era uno de los más escuchados.

–¿Papa? –Entró en antena la voz de una niña.
" Buena chica " –se escuchó de fondo.

Javier se mareó. Miraba a control con el miedo colgando de su rostro. El técnico se quedó perplejo.

–¿Estás asustado Javi? –preguntó Raúl.
–Voy a llamar a la policía, te aviso –dijo sin pensar.
–No lo harás, a menos que quieras que encuentren dos cadáveres junto al teléfono.
–¿Quien coño eres y qué quieres? –Javier estaba entrando en pánico.
–Es muy sencillo. Empecemos de nuevo –sugirió Raúl–. Bienvenido Javier ¿cual es tu confesión?
–¿Qué? –Javier estaba desesperado.
–¡Vamos Javi! Si lo has hecho un montón de veces, es sencillo, tú puedes hacerlo. ¿Te doy una pista?

Por un momento, el locutor se echó hacia un lado haciendo el amago de vomitar en la papelera.

–Quizás mi voz no te resulte demasiado convincente –dijo Raúl.
Un pequeño rasgueo indicaba que el teléfono cambiaba de mano.
–Javi cariño –lo llamó la voz de una mujer.
–¡Alicia!, ¿estás bien? ¿Y la niña?
–Si si, estamos bien.
" Pregúntaselo tú a ver si cambia de opinión " –Volvió a sonar de fondo Raúl.
–No sé qué es lo que quiere que digas cariño, pero si no lo haces...
–Si no lo haces –volvió a sonar Raúl tras arrebatarle el teléfono a Alicia–. No las volverás a ver con vida.

El técnico de sonido hizo el gesto inequívoco a Javier. Había llegado el momento de decir lo que fuera, la situación era crítica.

–¡Está bien! –Dijo casi gritando Javier–. Está bien –repitió más calmado–. Alicia cariño –titubeo para continuar–. Tengo una aventura con tu hermana.
–¿Ya está Javi? –Raúl parecía tener la voz algo más debilitada.

Se escuchaba el llanto de Alicia de fondo y podía notarse como Raúl se había quitado el teléfono de la oreja para que el locutor pudiera oír el llanto. Después de unos segundos, Raúl retomó la conversación.

–Sigue hijo de puta, aún hay más.

Javier, que comenzó a llorar ligeramente, continuó con respiración entrecortada.

–Llevo teniendo esta aventura desde hace 4 años, lo que implica que...
–¡Eres un hijo de puta! ¿Cómo has podido hacernos esto? –Gritaba desconsolada Alicia–. ¿Es que no te queda corazón maldito miserable? –Alicia lloraba.

Javier se derrumbó mientras pronunciaba las siguientes palabras.

–Lo cual implica que Gerardo, el hijo de tu hermana, también es mío. –Javier estaba entrando en pánico. El técnico de sonido abandonó el control y entró en la sala del locutor para asistirlo en la respiración. Estaba sufriendo un ataque de ansiedad.

–Eso era todo lo que quería escuchar Javier –dijo Raúl–. Solo lo quería escuchar de tu boca, que se lo dijeras a tu mujer, que lo supiera tu hija, que lo supiera todo el mundo. Tienes una mujer que no te la merecerías ni en siete vidas que vivieras. Yo estoy enamorado de ella, y si, la conozco desde hace dos meses solo, pero lo estoy como nunca lo he estado de nadie, y no te preocupes, todo lo que te he contado es mentira, ella jamás ha quedado conmigo, la conocí desayunando en un bar, coincidíamos casi todos los días, y ese ratito de la mañana pasó a ser más importante que el resto de mi día. Con el tiempo me animé a declararme, por supuesto, antes de saber que estaba casada y con una hija, de eso me enteré el mismo día que lo hice, porque sinceramente, no me fijé en el anillo, con esos ojos ¿quien se fijaría en su mano?

El locutor apoyaba la cabeza en la mesa cubierto en sudor. No encontraba aire, se ahogaba. Raúl seguía hablando.

–La vida es a veces así de caprichosa y el destino quiso que la coincidencia llamara a mi puerta y tu cuñada vino a mi consulta, soy psicólogo, ella me lo contó todo. Un día coincidí con ella en el centro comercial, y cuando vi que tu mujer la acompañaba y me enteré que eran hermanas, todo mi mundo se vino abajo, porque sabía que no podía permitirme no hacer nada, y siendo consciente de ello, he venido aquí a tu casa, le he planteado a tu mujer el juego para hacerte confesar y ella, intrigada, ha aceptado, al fin y al cabo dijo que prefería vivir con el corazón roto a hacerlo en una mentira. Perderé mi trabajo, seré imputado, mi vida se irá al traste y tocaré fondo pero, es exactamente lo que hace el amor, le da la vuelta a las cosas hasta tal punto que ni tú mismo eres consciente de qué haces.

La señal se cortó. 

miércoles, 16 de octubre de 2013

Cara a cara



J'ai frappé le premier. J'ai le sens de la réalité, moi, poète. J'ai agi. J'ai tué. Comme celui qui veut vivre. »
Blaise Cendrars


Resuelto a luchar por lo que es correcto, contra el mal, contra armas químicas, biológicas, masivas, individuales, de cualquier tipo… Resuelto a luchar por lo que es justo, me alisté en el ejército.

No perderé el tiempo en la dureza del desierto, en la estupidez de las horas muertas y los hombres que las hacemos estúpidas ni en la añoranza de una soledad necesaria cuando uno no puede ni ir al baño solo. Eso lo dejo a grandes escritores. Yo sólo quiero compartir las heridas de la guerra. La herida más profunda que nunca he sufrido ni volveré a sufrir. Estaba sano y creía estar enfermo. Estoy enfermo y todos creen que soy un hombre normal.

La guerra es aquella que se vive cara a cara. Esa que se huele después del paso de los caza, de los misiles, de los ataques controlados —y nada precisos— desde miles de kilómetros de distancia. La guerra es la que encuentras saliendo de una casa en llamas, mutilada, a un metro del suelo y con cara de niña de dos o tres años que te pide, te ruega, te suplica que encuentres a sus padres. La guerra es aquella de los francotiradores, de los zumbidos y balas que se hunden en el casco, de las minas escondidas, de la podredumbre mezclada con almizcle y aromas industriales malditos.

No pasó mucho tiempo desde que entré de lleno en la realidad y dejé de vomitar. Lo había oído y es verdad. Hay un momento en el que hasta la imagen más cruel, la atrocidad más cruenta, se vuelven parte de tu día a día y dejan de ser terribles. Aún así —y lo entenderéis luego— mi corazón dejó de ser el mismo. Estaba blindado ante toda esa inhumana barbarie. Tal vez porque era parte de ella, o tal vez por el simple hecho de la elasticidad del ser humano. Era inmune a la guerra como entidad, por la fuerza de millones de personas unidas a nosotros —cientos de miles—, que con su apoyo indiferente nos pedían que lucháramos. Nos lo habían pedido cuando no salieron a las calles a oponerse, cuando votaron a los que nos decían que había que hacer la guerra. Mi corazón no dejó de ser humano por la guerra en sí, no dejé que ser una persona normal, de esas que se tiran en el sofá a ver una bazofia noche tras noche sin esperar nada más que vivir un día más… Mi corazón dejó de infundirme vida cuando me encontré cara a cara con el enemigo.

Mi enemigo. Cara a cara él y yo y nadie más. Ninguno de los cientos de combatientes en aquel desierto perdido era más importante que mi propio enemigo. Sólo veía sus ojos, sus ojos marrones inyectados de sangre. Él y yo temblando, a menos de un metro de distancia el uno del otro. Al entrar a la casbah no estaba y un instante después había aparecido. Ya no había guerra, era mi guerra, y la suya. Desaparecieron los mandos, las causas, las consecuencias y la maldita parafernalia estúpida cubierta de meses de lavado de cerebro y de negación de la realidad. Seguramente si hubiera podido ver mi cara, imagino que habría encontrado un reflejo de la suya, porque me sentí completamente identificado con su odio, con su bravura y con su terrible miedo a lo que iba a suceder. Uno de nosotros indefectiblemente iba a morir. Es algo difícil de recordar, los detalles aparecen y desaparecen probando que lo que alguna vez fue una mente normal hoy ya no lo es y el placer del recuerdo —ese que me asola cuando peor estoy— es el que me hace dudar de mi estado enfermo. Porque no sé si cuando él sacó el puñal yo morí o si fue mi fuerza, mi inexplicable fuerza bruta la que le hizo caer mientras yo le clavaba el mío en el costado. Veo brazos ir y venir, mi rostro cortado como una manzana y después la satisfacción del calor líquido cayendo sobre mi mano, el peso muerto en mi pecho y perder el conocimiento al golpear el suelo con mi espalda. Volar miles de kilómetros hasta mi ciudad natal, sentir que esos ojos aún me miran y que el marrón es rojo y que su peso es mi peso y soy yo el que cae sobre su puñal y mi cara sangrando, partida en dos, abierta en gajos y su sonrisa triunfal, sus ojos cerrados y los dos en el suelo, inertes. Siento mi corazón palpitar, mi corazón muerto al ver esos ojos sin vida, al despertar del infierno y saber que el asesino no ha muerto, que el placer lo siento dentro y que nunca dejaré de pensar en que he dado muerte a un hombre, ese hombre que era y ya no soy. No puedo olvidar el placer al ver su sangre seca en la cara de mi mano, en mis dedos rígidos y su peso en mi pecho. Os aseguro que no era la satisfacción de estar vivo, a veces deseo que todo este recuerdo no sea real, deseo con toda mi alma ser yo el que no se despierta, el que sangra por el pecho, el que mancha sus manos e ilumina sus ojos por el éxito. Sí, deseo ser el que no le deja dormir por las noches, el dueño de su infierno, ser el que gana la batalla y se ríe por estar muerto, deseo ser libre, ser el maldito demonio de sus sueños, lo deseo.

Hoy me miro al espejo y no veo al muerto. Veo un rompecabezas trunco, un espejo lleno de un hombre incompleto que desea ver otra vez la muerte de cerca por el placer de ver a un muerto. ¿Es eso lo que un hombre normal, tirado en su sofá viendo la televisión debe desear? Miro la gente muerta, miro los cataclismos, las guerras y no me conmuevo porque todo eso no existe si no lo veo a un metro, si no toco sus párpados y los muevo y abro sus ojos y se cae encima mío y sus babas manchan mi pecho y me doy cuenta que esos ojos vidriosos ya no tienen sentido y que soy yo el que ha sido el primero, el que ha sido más rápido y ha dado muerte al ingenuo, al que pensaba sorprenderme detrás de la puerta y apareció con el cuchillo en la mano porque seguramente no tendría otra arma y estaba esperando ese fatídico, inmortal y sagrado momento. El momento en el que un hombre se convierte en un animal, en un mono, en un engendro inyectado de sangre y adrenalina saliendo por sus poros. En el momento en que salta, deja de pensar y se transforma en su pasado, le salen los pelos y pierde las vestiduras, tuerce su espalda y lucha como un ancestro, como lo hacían entonces, cara a cara, cuerpo a cuerpo.

Por desgracia no soy el muerto, por desgracia deseo como nada en el mundo ver la muerte de cerca y revivir aquel momento. Sentir que millones de personas gritan detrás de mí «¡Lo has hecho! Por fin, maldito idiota, ¡lo has hecho!». Porque sólo eso soy, un idiota que creyó cumplir una orden, un tonto que salvó su vida matando a un cerdo. Soy un estúpido creyendo que habría sido mejor estar muerto, que no vale nada estar vivo si sigo llevando esto dentro y que más me habría valido quedarme en aquel desierto asqueroso que seguir reviviendo aquí con mi pluma el peor momento de mi vida. Vida. Esta miserable secuencia de recuerdos que me acompaña desde que hundido en la arena vi sus ojos perder la luz de la vida por un movimiento lento, más lento que el mío, solo un instante y yo habría muerto. Estúpido idiota, por qué, por qué no morí, aunque es cierto, cada día que pasa me acerco más a la idea de que en realidad, hace mucho tiempo que estoy muerto.


martes, 15 de octubre de 2013

LA APARIENCIA, MUCHAS VECES ENGAÑA


Ávida de cualquier curiosidad que le sirviera para chismorrear con sus amigas, todos los días a la hora más concurrida de la plaza, Tiadora se asomaba a través de las cortinas de la puerta de su casa. ¡Creía que era invisible como un fantasma! Pero el gastado género de los visillos, no disimulaba en absoluta su silueta. Todas las personas que pasaban por delante de la acera disimulaban y hacían como si no la veían; por respeto a los años, a la enfermedad y sobre todo, al buen hacer que tuvo la anciana en sus mejores años por aquellas personas que necesitaban una mano amiga; bien con un plato de sopa caliente, un abrigo o manta, refugio o una moneda si en ese momento la mujer la tuviese.

LA SANTA COMPAÑA






Apartó la cabeza del marco de la ventana, donde se había apoyado, volvió la vista hacia la cama una vez más. No era capaz de reconocer en aquel desecho de piel y huesos que ahora dormía, a la persona que cuarenta y cinco años atrás le despedía, entre un mar de lágrimas, en el puerto de Vigo.

Un  crucero de nombre “Begoña” –el barco de los emigrantes-, cargado hasta los topes de esperanzas, sueños, hambre y familias rotas, le llevaría hasta Argentina, primera etapa hacia su destino final, México, donde Remigio se convertiría en un próspero hombre de negocios. Ya no volvería a su tierra en todos esos años, era un emprendedor demasiado ocupado como para pensar en otra cosa que no fuera la gestión de sus hoteles en Punta Cana.
El telegrama que le entregaron aquella mañana le devolvió a sus orígenes: “Papá se muere. No hace otra cosa que preguntar por ti. Tu hermana Maruja”.
Acercó los labios a la frente de aquel viejo, su padre, y le beso suavemente. Abandonó la habitación y atravesando la cocina, donde su hermana preparaba café en un puchero, salió al pequeño corral que estaba en la parte de atrás de la casa. Se sentó en la enorme piedra que sobresalía de la tierra (su padre nunca dejó que nadie la quitara, -es el pilar de la casa- decía), prendió un cigarrillo y aspiro el humo… Como necesitaba ese calor en sus pulmones. Cerró los ojos, mientras saboreaba la sensación que le dejaba el tabaco, y se dejó transportar: Se vio cuando apenas eran un chiquillo, sentado en aquella piedra, jugando con la navaja y un trozo de madera de roble. Nunca consiguió tallar nada, a excepción de una pequeña cruz que arrojó en una esquina, pero  de algún modo aquellas horas de lucha contra lo imposible –su falta de talento como escultor- le imprimieron ese carácter perseverante e indomable del que siempre había hecho gala… Hasta hoy. Su padre se estaba muriendo y él apenas se había acordado del viejo en tantos años.
Un murmullo lejano le hizo abrir los ojos, era ya noche cerrada. Vio un resplandor en el camino del acantilado. No… eran más de una luz. Parecían una procesión de candiles. Abrió tanto los ojos que por poco no se le salen de las órbitas.
-¡Dios mío, la Santa Compaña! – Exclamó, pero el grito murió en su garganta; de su boca, abierta hasta el infinito, no salió sonido alguno.
La Santa Compaña, la marcha de las almas en pena, los muertos que no tenían ni cielo ni infierno y vagaban por este mundo de vivos en la procura de almas que llevarse con ellos.
La Santa Compaña… Dejó caer el cigarro y corrió al interior de la casa. Venían a por papá, seguro. A trompicones entró en el cuarto, Maruja estaba sentada a los pies de la cama sorbiendo el café recién hecho. El viejo seguía durmiendo, aparentemente tranquilo.
- La Compaña, Maru… - Ella ni se inmutó, se limitó a encogerse de hombros.
Ya no se movió de la habitación en toda la noche, sentado en el pequeño sillón, bajo la ventana. Los primero rayos de sol le despertaron. Miró a su padre… ¿Su padre? La cama estaba vacía. Se lo había llevado y ahora estaría vagando por el inframundo.
- ¡No! – Gritó con todas sus fuerzas, saliendo de la estancia; al llegar a la cocina el corazón le dio un vuelco, quedó petrificado en el umbral de la puerta, el viejo Remigio Carballo estaba sentado a la mesa y tomaba un tazón de caldo con pan de maíz. Se miraron.
- Ven rapaz, sienta a mi lado y toma una cunca de caldiño conmigo.
- Papá, pero papá… La Santa Compaña… -
El hombre se encogió de hombros y abriendo la camisa le mostró el torso desnudo. De su pecho colgaba una pequeña y rudimentaria cruz de madera de carballo (roble en español).
- Aun no era mi hora.
Afuera se escuchaba el tañir de las campanas de la iglesia… Tocaban a muerto.  

El desliz




Ese día, al salir de casa me tropecé con una mañana espléndida. Una sensacional mañana de primavera, en la que solo faltaban unos coros de gospel alabando al Señor por tamaña bendición. Me convencí de que en tales circunstancias encerrarse en la fábrica, justamente esa inacabable jornada de tedioso inventario, constituiría un sacrilegio. Compré pues un periódico, determinado a leerlo en el bar del parque mientras tonificaba mi cuerpo con una cálida taza de té. De camino hacia allí y con la ayuda de cinco euros, persuadí a una adolescente que se dirigía al Instituto de que llamase desde mi móvil y haciéndose pasar por mi hija informara a Rodríguez, mi jefe, que estaba en cama con cuarenta de fiebre. Una desgraciada casualidad quiso que esa criatura fuera precisamente Marisol, la pequeña de Rodríguez.

Por favor, si se enteran de una vacante de administrativo en alguna empresa de la ciudad o alrededores, les ruego me avisen. Soy un tío serio y competente y ustedes, que son comprensivos, saben bien que un desliz lo tiene cualquiera, que errar es de humanos.

(Para Asun Ferri, amiga de las casualidades)


lunes, 14 de octubre de 2013

Lo inevitable

Matilde Montero se dió cuenta que ya era inevitable. Se había hecho mayor el día que un niñato le preguntó la hora en la calle. No, no se conformó el jovenzuelo ese con hacer una simple pregunta. La llamó señora. Matilde, en principio no le hizo caso, pero al observar que en la parada del autobús tan sólo estaban el niño y ella, abrió sus ojos  y descorrió la manga para ver la hora, mientras pensaba...¿señora?, ¿este cabrito me ha llamado señora?. En ese momento llegaba el autobús. Mientras las ventanillas pasaban delante de su cara se fijaba en su rostro reflejado. Las puertas se abrieron y ella corrió dándole un manotazo al niño diciéndole que tenía que dejar paso a una señora.
Vió una plaza libre y se sentó al tiempo que daba un pequeño suspiro. Se enfrentó de nuevo al cristal del autobús llevando su dedo índice a las ojeras que podían adivinarse. De vez en cuando le lanzaba al niño una mirada asesina.
Tocó el timbre al aproximarse a la parada. Esperó a que parase el autobús y se levantó lanzando otro suspiro. Entonces, mientras caminaba hacía la biblioteca, comenzó a darse cuenta que era cierto. Todos los síntomas se habían cumplido ya y comenzó a enumerarlos mentalmente...
... Sin darme cuenta, sí. Fue aquel día el primero. Salí de casa, recorrí cien metros y comenzó a caer una lluvia de nada. ¡Volví a casa a buscar un paraguas!. Después antes de salir revisaba el fogón de la cocina tres o cuatro veces, ¡apagaba las luces!. Siempre salgo con una chaqueta, por si acaso... y me digo así, por si acaso. Salgo siempre con un billete, no con monedas. Me peino en el ascensor. Dios mio... me llaman señora, espero a que el autobús se detenga para incorporarme del asiento y lo peor, ¡suspiro al sentarme y suspiro al levantarme!
Matilde Montero aguardó durante años a encontrarse con aquel niñato, a aquel cabrito que la llamó señora. Un día lo encontró.
- Perdone, señor, ¿me puede decir la hora?.
Disfrutó como nunca cuando vió al cabrito ya convertido en cabrón, calvo, con pelos en las orejas, abrir sus ojos como platos.
- Gracias señor - recalcó después.
Lo inevitable siempre te lo descubre quien te empuja. Y a veces...¡ es tan agradable empujar!

domingo, 13 de octubre de 2013

¿POR QUÉ?





- Abuelo, ¿Por qué nos mira tras la cortina?
- Siempre le dio miedo enfrentarse a la realidad.

                        ……………………………………..


N. del A.: A esa inmensa multitud “silenciada”, incapaz de apartar de su cara esa cortina que impide a sus ojos ver nítidamente más allá de sus narices; a su mente, asimilar el por qué desde arriba nos llaman imbéciles todos los días… a su garganta gritar: ¡Basta ya!

sábado, 12 de octubre de 2013

Los peces muertos




Cuarenta años han pasado ya. Y como cada tarde, desde hace cuarenta años, Prudencia se asoma tras la cortina que cuelga en la entrada de su casa. A través de ese tenue tejido la anciana semeja un pez atrapado en la red, aunque su expresión es, ciertamente, la de un pez muerto.

Como cada tarde, desde hace cuarenta años, la mujer escruta los rostros silenciosos o parlanchines de los marineros que vuelven de faenar. Se dice que los peces no tienen memoria, pero Prudencia conserva intacto el recuerdo de cada mirada, cada caricia, cada piropo y cada beso de su hombre. Solo su esperanza va empequeñeciendo a medida que pasa el tiempo: intuye que Agustín y sus cuatro compañeros jamás regresarán, pues un océano egoísta y caprichoso se prendó de ellos y decidió retenerlos consigo.

Prudencia envidia a los peces muertos sin imaginar que es, desde hace mucho tiempo, uno de ellos. Solo desea que llegue pronto el día en que el corazón se detenga, para que embarquen su cuerpo rumbo al paraíso de los pescadores desaparecidos.

Casualidad



Hace siglos llegué aquí, a éste mundo mortal, me llamo Casualidad. Algunos me llaman azar, otros sincronicidad. Muchos reniegan de mí, no me quieren aceptar, simplemente prefieren negar que la mente pueda crear. De entre infinitas posibilidades, surge una, que se muestra para el que la quiera mirar. Por ello aparezco así, velada, me oculto tras ésta vieja cortina, raída y gastada. Soy anciana como ella, más una fuerza impertinente me sostiene, una renovada ilusión me mantiene siempre en pie. Uno en la misma familia las fechas de nacimiento, también las de defunción, uno nombres y apellidos con la profesión, uno parejas y amigos, aquellos que hacía tiempo sólo se veían en sueños, uno poesías y relatos, pinturas y fotografías, esculturas y retratos, uno y desuno destinos, la ficción la convierto en realidad, voy indicando caminos, dejo pistas indelebles para el que las quiera seguir, no llevo manual de instrucciones, la gracia reside ahí, que cada cual interprete a gusto del consumidor, que luego no quiero líos, prefiero no oír reproches, me mantengo así en suspenso, me quedo quieta en el umbral, no vaya a ser que algún incrédulo me quiera endosar un supuesto mal final: que todos los días tomaba café en aquél bar, donde el primer premio del gordo dejó escapar… ¡Ah, la casualidad! Mucho tiene que ver con Destino, siempre manteniendo el pulso con Libre Albedrío, más no me quiero extender, mejor lo dejamos ahí, que es una historia muy larga, me voy para adentro, que ya noto algo de fresco y me tengo que cuidar. 

viernes, 11 de octubre de 2013

Desconocidos


La llave se quedó atascada en la cerradura. El anciano dejó la maleta sobre el tranco y oteó las casas encaladas del pueblo. Sus ojos se cruzaron con los de una anciana, vestida de luto, que regaba los geranios de su portal.

Se acercó.

—Buenos días, señora, ¿tendría aceite para engrasar?

—No sé si le servirá. Esa puerta no se abre desde hace mucho.

Le invitó a entrar.

La mujer rebuscó en un armario; mientras tanto, el hombre observaba una foto de boda.

—En aquella casa vivió un joven con el que novié antes de casarme. Un día se marchó. Me prometió volver cuando pudiera darme una vida de princesa.

El anciano la escuchaba, embebido en la imagen de la joven del retrato; en su pelo azabache, en su sonrisa cautivadora.

—Todavía espero su regreso —Suspiró—. Ver de nuevo su gallardía, su pelo rubio, sus fuertes brazos...

Cuando se volvió para entregarle la aceitera, el hombre ya se había ido.

Salió a la calle y lo vio alejarse cargado con su maleta. Algo le vino a la boca pero murió en sus labios.