—¡Mamá, mamá, tengo miedo!
Él, agarrado a las piernas de su madre, percibió el olor del odio. Pateaban las sillas, las puertas, los objetos, las paredes, perros rabiosos con espuma en la boca. Y él, tan niño, lloraba aterrorizado.
—¿Dónde se ha escondido ese rojo de mierda?
Furiosos y armados, violentos y sádicos, pistoleros con el alma negra. Destrozaron el armario a golpes y allí, acurrucado, estaba el terrible anarquista al que buscaban, el padre del niño asustado. Se lo llevaron a puntapiés, a culatazo limpio. Y también al abuelo del niño, "otro rojo".
—Y tú, zorra, te vienes con nosotros.
—¡Mamá, mamá, mamá!
Su abuela le cogió en brazos, con lágrimas que presagiaban la desdicha brotando de sus ojos. Nunca dejó de llorar su abuela desde aquella noche.
Su madre volvió tres días después, rapada la cabeza, con ojeras, llena de moratones, humillada.
Su madre volvió tres días después, rapada la cabeza, con ojeras, llena de moratones, humillada.
Él, el niño moreno con el pelo rizado que tenía miedo y no entendía nada, nunca volvió a ver a su padre ni a su abuelo.
Todos los años en la misma fecha, ese fatídico 31 de julio, su madre le cogía de la mano y le llevaba a una cuneta en la carretera que sale del pueblo y llega hasta el cementerio. Allí depositaban sus flores en la tumba sin tumba.
Allí las siguió dejando cuando las arrugas inundaron su cara y su pelo se volvió gris ceniza.
Flores para su padre y su abuelo, víctimas sin sepultura, doblemente muertos.
Él los guardó en su memoria. Eso nunca pudieron arrebatárselo
Memoria histórica. Muy bueno, Vicente.
ResponderEliminarGracias, Amparo
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