martes, 6 de mayo de 2014

Nuevo Mundo


Debajo de las nubes en forma de cono negro brillaba una luz tenue. Era como si la oscuridad guardara para sí una pequeña fuente de luz. Marcelo conducía a prisa. Tenía miedo de llegar demasiado tarde. Los rayos se sucedían alternados a izquierda y derecha del cono invertido y las nubes que lo rodeaban iban oscureciéndose conforme se acercaban a él. El viento era cada vez más potente.


Al tomar la curva pensó en Ludmila. Sus tiernos ojos marrones, su sonrisa simpática, toda ella simpática, su cariño... Debía llegar a tiempo a toda costa.
Marcelo limpiaba las lágrimas de sus ojos mientras la lluvia empapaba el parabrisas del coche. El volante tomado con las dos manos con fuerza suficiente para soportar el potente viento y la tormenta, cada vez más cerca. El cono marcaba horizonte en el camino, indicaba el norte como una aguja imantada.

No había tenido tiempo de decirle cuánto la quería. Pisó más el acelerador y el coche derrapó en una curva llena de barro. Marcelo no se asustó, al contrario. «Lo voy a lograr, lo vamos a lograr nena» se dijo y terminó la frase con un suspiro. En ese momento un arco pequeño se abría en la punta del cono invertido, era todo lo que se veía delante de la carretera. Una carretera recta con sin luz, sin verdes praderas a ambos lados, sólo un arco iluminado y nubes negras. Miles de nubes negras y moradas y toda la gama de oscuros colores hasta llegar al negro infinito rodeando aquel arco iluminado en el centro de todo.

Miro por el retrovisor, a sus espaldas también la noche había copado el cielo. El coche se zarandeaba de izquierda a derecha por el vendaval. La colina comenzaba a desaparecer a la vez que el arco se hacía del tamaño de un calcetín. El corazón de Marcelo latía al ritmo del viento, de Ludmila esperando. Porque seguramente estaba esperando allí en el norte. Ludmila no podía esperar a nadie más que a él. Se lo habían dicho sus ojos y los ojos nunca mienten. Un resplandor salía del arco, ahora del tamaño de un niño. Era como una luz noche de las que se ponen para que los niños no tengan miedo: suave, tenue, pero en contraste con el horrible cielo negro que la enmarcaba. El pie en el acelerador, el motor a cuatro mil revoluciones y los brazos tensos sosteniendo el vaivén del coche. Los ojos entreabiertos, arrugados los párpados; los latidos a tope y la respiración frenética, profunda. Ahora un resplandor directo sus pupilas, el acelerador a tope y el rugido del motor y el vendaval y un salto en el punto más alto de la colina y la luz en los ojos y ya no hay cono y ya no hay lluvia y ya no hay viento y un estruendo… todo se para, y la luz...

***

Una hermosa tarde de primavera con un sol de verano y el dorado cabello de Ludmila. Lloraba. Desconsolada tiritaba respirando entrecortado. Marcelo no estaba allí y era su culpa. «Marcelo, Marcelo...» Un sol gigantesco en el horizonte que no servía para nada. El sol no podía volver a salir en el rostro de Ludmila.

La desesperanza la empujó al garaje junto a su moto. Al campo, a volar hacia el sur. «Maldito buen tiempo, estúpida alegría de todos», no podía soportarlo. Todos estaban en contra de su amor y ella no había hecho nada para evitarlo. Apretó a fondo el acelerador. Febo, deslumbrante, caía a su derecha y por el retrovisor unas nubes comenzaban a cambiar el color del cielo.

«¿Dónde estarás?¿Dónde voy?» pensó Ludmila mientras tomaba las curvas una tras otra sin pensar. Un viento suave frenaba su moto, de frente, viento del sur. Las ondas del terreno le recordaban la tristeza en los ojos de Marcelo. «Debió decirle cuánto lo amaba, pero por ellos...», esa estúpida chusma que la rodeaba. Él lo sabría seguramente, tenía que saberlo. «Pero no se lo dije». El viento del sur, intenso, la empujaba a volver a casa. Volver al sol de verano, a la primavera insuperable. Ludmila cambió de marcha para emprender la cuesta y superar la resistencia del viento. A lo lejos una imagen extraña.

En lo alto de la colina se dibujaba una silueta sencilla. Una puerta. ¿Una puerta? En medio del camino, un arco blanco y una puerta negra. Un arco, deslumbrante imagen del sol de verano y hacia el sur un agujero negro. Una puerta de monasterio, antigua, redondeada, negra, oscura. Una puerta para desaparecer, para buscar a Marcelo…, una puerta al fin del mundo, donde nunca debió dejarlo ir.

El motor rugía entre sus piernas y el viento casi frenaba la motocicleta cuando la puerta se hizo del tamaño de una niña. Ludmila escondió el rostro detrás de la pantalla de la moto, aceleró al máximo y sostuvo el manillar con todas sus fuerzas. El vendaval era constante y el motor la estremecía y la colina llegaba a su fin y la noche caía en los retrovisores y la luz se apagaba alrededor de la puerta negra, cada vez más negra, cada vez más intrigante, cada vez más grande y oscura. Al llegar a la cima el viento levantó la rueda delantera de la motocicleta y Ludmila cerró los ojos y aceleró y soltó el manillar. Voló por encima de la moto. La luz y la oscuridad y Marcelo y ya no hay viento y un estruendo… todo se para, y la oscuridad...

***
—Te quiero.
Silencio mientras se abrazan llorando.
—Te quiero…
—¡Y yo! No sabes el tiempo que llevaba esperando que me dijeras que...
—¿Y por qué no me decías nada?, tonto.
—Es que estaba en mi mundo, quería decírtelo y no sabía si... Ya sabes...
—No, no sé...
—Tu familia, tus amigos... Tu mundo. Somos muy distintos, tú eres..., y yo soy...
—Eres un tonto y te quiero. Basta de estupideces, ellos no son ni tú ni yo. Nosotros somos diferentes. Yo te quiero a ti, no a tu mundo...
—Ni yo al tuyo. Gracias. Gracias por ser como siempre quise que fueras. Es verdad, no me gusta tu mundo, ni el mío. Te quiero tanto Ludmila, quiero un mundo para ti...
—El mundo de Marcelo y Ludmila, me gusta. Vámonos.
—¿Adónde?
—Donde estemos siempre juntos, donde nadie pueda separarnos.
— Traje una tienda de campaña.
—Perfecto. Hoy aquí y mañana donde nos lleve el viento. Quiero viajar, conocer el mundo
—Nuestro mundo… Vamos en tu moto, salgamos mañana al amanecer...
Cuando dejaron ese largo abrazo, Ludmila miró atrás.
—Adiós mundo cruel, adiós.

Pernando Gaztelu

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