A los lectores y escritores de “Valencia Escribe” que no tengan
madre, les informo que he determinado regalarles una, la mía, que es tan buena
y santa como la que perdieron ustedes, por desgracia. Y no es el caso de que yo quiera quedarme desmadrado. Se las regalo porque en su corazón cabe el mundo entero. Han de saber que para llegar a tal determinación cavilé mil veces.
-¿Y si la rechazan?
Bien puede eso ocurrir, pues mi madrecita es tan especial, que no
acepta la modernidad. Del teléfono celular opina que este aparato de las cincuenta mil
docenas de demonios (demonios más, demonios menos) le ha robado a la gente la
privacidad. Y en cuanto a la televisión, dice que tal caja idiotizante hace que
los jóvenes parezcan ancianitos al no permitirles que practiquen ejercicios
físicos, y menos la actividad intelectual. Para distraerse prefiere escuchar música clásica, o que le lean un
libro.
-¿Recuerdan ustedes aquel en donde se narra La Muerte de Iván
Ilich, de León Tolstói? Bueno, pues es su preferido.
Con inusitada frecuencia me pregunta:
-Hijito, ¿tienes tiempo para sentarte junto a mí para que me leas
Una Partida de Ajedrez, de don Stefan Zweig? Quiero saber si el encarcelado que
jugaba en tableros y con piezas mentales fue capaz de ganarle una partida al
campeón mundial. Ah, y no te perdono que no me hayas comprado el disco de Bizet.
-¡No has perdido tu buen gusto, madrecita! –le comento,
entusiasmado.
Y a pesar de que se ha echado un gran puño de años a la espalda,
no es una viejita cascarrabias, inaguantable y caprichosa. Todo lo contrario,
es tranquila y agradable.
En las noches se acuesta hasta que me ve entrar por la puerta. Con decirles a ustedes que hace apenas unos días yo andaba de
parranda con mis cuates festejando a un cumpleañero, y entre copa y copa se
retiró la noche para dejarle a la aurora su lugar, y cuando de tal cosa
me enteré, rueda que te rueda en mi carro a gran velocidad, alcancé a llegar a
casa antes de que el sol empezara a chamuscar los campos de labranza, las
montañas y los valles. Con gran precaución abrí la puerta, y, al entrar, allí estaba
ella, con el rosario entre las manos, rezando por este hijo méndigo que tiene.
-Madrecita, ¿qué haces aquí?
-Esperando que llegues, hijito.
-Pero sabes muy bien que el Doctor te ha prohibido desvelarte…
Y, amigos, desde entonces tengo que llegar temprano para leerle un
libro, contarle un cuento, o ponerle los audífonos para que escuche alguna obra
de Vivaldi, de Brahms, de Schubert, de Chopin, sin olvidar a Bach, a Mozart y a
Beethoven.
-No, gracias, no aceptamos tu regalo, podrán decirme ustedes; no
queremos una madre a la que diariamente tengamos que leerle una novela o
ponerle disco tras disco de música clásica.
-Pero, amigos, no les he contado algo que la hace atractiva en
sumo grado. Les diré un secreto:
-La madrecita que pretendo regarles es dueña de un tesoro
incalculable. Lo tiene en su cabeza, y no me refiero a la sesera en donde
guarda los recuerdos, sino a sus cabellos, que son de oro, de un oro tan puro
que no podrán ustedes encontrarlo ni en los más famosos cuentos de los hermanos
Grimm o de Anderson. Lo adquirió de la forma más extraña que podrán imaginar
ustedes.
Hará dos meses, había sido yo invitado a la fiesta de la boda de
un pariente y no tuve más remedio que asistir; los novios bailaron el vals;
después, ella les arrojó el ramo a las muchachas que agarradas de la mano
organizaron un rondín al que le llamaron “A la víbora, víbora de la mar, de la
mar…”
Total, que me vi obligado a quedarme en el salón de fiestas hasta
que partieron el pastel. Para esto, mi reloj ya señalaba que era muy de madrugada y fue
cuando en verdad me preocupé pensando que mi madre me estaría esperando, como
era su costumbre, y otra vez emprendí tremenda corretiza por las calles.
Llegué; abrí la puerta, pero esa vez no me esperaba sentada en una
silla; la busqué en su habitación, en la cocina y en el baño, sin resultados
positivos. Me senté por ahí, muy angustiado y atisbando para todos lados, me di
cuenta de que la puerta del jardín estaba abierta.
-¡Ah, vaya! –exclamé, tranquilizándome-. Seguramente fue a
respirar el aire fresco.
Me paré; me fui al jardín, y, ¡Dios santo, lo que vi!… ¡La luna,
la luna de enorme cara redonda estaba inquieta, pues entre las ramas de árbol
limonero se le habían enmarañado los rayos más hermosos con los que se
había engalanado para realizar su acostumbrada y triunfadora pasarela por el
firmamento! Para consolarla, las estrellas le enviaban un saludo
guiñándole los ojos pizpiretos. Y no creerán ustedes, seguro estoy, de que esos rayos se enredaron
en el pelo de mi madre cuando le cortaba las hojitas tiernas al limonero para
hacerse un té, pero eso sucedió.
-¿Qué tienes? ¿Te ocurre algo, mamacita?
-No, m´hijito. Estoy bien, aunque algo raro se me enzarzó en
el pelo.
En su habitación le ayudé a ponerse su bata de dormir, a quitarse
las chancletas, pero me fue imposible desprenderle aquellos fulgores del
cabello.
-Amigos, si aceptan el regalo que me propongo hacerles, los
achaques de una ancianita les causarán preocupaciones, no lo niego, pero la
vida será para ustedes más hermosa al admirar el tesoro que adorna su cabeza.
Volivar (Jorge Martínez - México)
Excelente, Volivar, muy divertido. Yo acepto el regalo encantada.
ResponderEliminarUna belleza¡ Yo también acepto el regalo, entregado de forma tan generosa, que alivia el hueco que dejó la mía al partir, pues madres en la vida, muchas veces, hay más de una.
ResponderEliminarPrecioso!! Me apunto a compartir esa maravillosa madre...
ResponderEliminarGracias, Jorge. Sos todo corazón: Me hacía tanta falta una mamá...!!!!
ResponderEliminarRafa, cuate, me alegro al saludarte; te agradezco tu amabilidad. Eres a toda madre (decimos en México).
ResponderEliminarAl tesorito (Lidia Castro), a Amparo, a Asun Ferri, a Lucrecia, un saludo cariñoso desde México.
Me entusiasmo al saber de ustedes, maestros del arte literario.
Jorge Martínez (Volivar, México)
Hola Jorge.
ResponderEliminarMe alegra encontrarte por aqui y volver a leer tus fantasticas historias. Un abrazo amigo.
Estupendo Jorge, estupendo. ¡Qué alegría verte por Valencia! Con su sol, con sus playas y con su Valencia escribe. Acá estamos todos siempre en verano, con el viento de Levante, con paellas y más, porque los cuentos que escribimos son para disfrutar de esta tierra virtual que nos acoge a todos, estemos donde estemos. Un abrazo, Per.
ResponderEliminarRichard: un saludo muy afectuoso. Hoy, que me visto tu nota, siento que el día es muy bello.
ResponderEliminarEs que la amistad es algo maravilloso.
Jorge Martínez (El tal Volivar)
Pernando: que alegría es tambíen para mí encontrarte en esta revista de Valencia; cuantos recuerdos de viejos amigos... me entusiasmo con sólo leer los nombres de aquellos que hemos estado en las buenas y en las malas en esto de publicar nuestros textos.
ResponderEliminarTe saludo, y recuerda, que aquí, en México, tienes otro medio de comunicación a tu servicio.
Te pediría una opinión sobre la galería pictórica que está en el periódico. Sé, perfectamente, que arte, te las sabes de todas todas, y te felicito.
Jorge Martínez