La noche había sido horrible. Mónica,
mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no
consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña,
requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para
acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar
y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.
A primera hora de la mañana bajé medio
zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre
blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente
filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí
frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un
utilitario.
Tras cumplimentar con la víctima
los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la
radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento
de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el
gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.
Llegué casi con una hora de retraso
a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me
recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE
presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a
finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el
pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz
al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por
diferentes subterráneos.
Me correspondían varios días de
vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho
años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de
segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y
me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho
apelativo.
Estaba nervioso cuando me puse de
nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un
chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y
una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y
un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros
de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un
comino los problemas de los demás.
Estacioné en un aparcamiento de la zona
azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni
solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo,
después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres
amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora,
la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.
Volví al coche y esta vez los
chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que
podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no
lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya
autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido-
aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para
incriminarle.
Sustituí la rueda y luego fui a un
taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una
excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con
ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las
malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para
atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro
padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.
Doblé en la primera esquina y puse
rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está
muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre.
Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos
horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados
Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa,
aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato.
Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince
minutos.”
Entré en mi domicilio a la hora de
cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles
experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin
anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del
barrio?”
Fue la
gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema
personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me
acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes
encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había
comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su
momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de
Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES
INJUSTA”.
(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.
La vida siempre es injusta, Rafa. Cuando ruedas cuesta abajo desenfrenado y no encuentras manos suficientes que te paren, la cadena de caos se sucede y multiplica. Siento mucho lo del BiblioCafé, se lo que significaba para ti. Un abrazo enorme amigo mio.
ResponderEliminarPlas, plas, plas, plas, plas, plas y más plás.
ResponderEliminarWow Rafa, compadre. Como plasmás el sentimiento de uno en millones que a la vez hace millones el sentimiento de desprecio a esta clase dirigente, a este mundo conformista, a esta mierda que nos rodea y nos envuelve y nos colma de despreciable basura... este mundo puede llegar a ser peor, siempre y tu relato lleva a esa rutina, a ese no puede haber peor pero lo habrá.
Me he sentido identificado muchas veces, pero esta, más.
Felicitaciones no sólo por el contenido, sino por el continente, por la forma, por las palabras medidas y por la furia liberada.
La verdad es que queda poco que añadir al comentario de Pernando. Enhorabuena!
ResponderEliminar