Dos
tiros bastaron. El rabino estaba tirado en el suelo con los ojos y la boca bien
abiertos. Después
vendrían sus ayudantes y los demás aprendices. Sólo el servicio pudo escapar.
Aunque había usado el silenciador y las cortinas estaban cerradas, los de
seguridad estaban por llegar. Entró en el refugio y tomó todas las armas que
pudo. Mientras los ex agentes del Mossad cruzaban la puerta hizo explotar la
granada de mano. Tres segundos y los artefactos deflagraron uno detrás de otro
abriendo paso al asesino e intimidando a los refuerzos armados que venían a
contraatacar. La noche volvió a cerrarse detrás de las llamas y sólo el ruido
del Hammer y la estela de su combustión apenas visible marcaban el paso del
vengador. «Todavía quedan muchas visitas por hacer», pensó el agente. Altos
mandos del ejército, líderes religiosos, políticos… Amín era sólo una sombra
más en la noche de Israel, la noche que había comenzado con los ataques
indiscriminados a Palestina y que no acabaría hasta que cada uno de los que
había ordenado esa masacre fuera asesinado.
El Mossad seguía los pasos de Amín
desde su segunda víctima, iba por la cuarta y según él sabía le quedaban por lo
menos unas tres más antes de volver al cuartel de operaciones en Europa, donde
se le asignarían nuevos objetivos internacionales que habían colaborado en el
genocidio. Contaba las balas que le quedaban cuando la luna rota y un zumbido
le anunciaron que los perseguidores volvían al acecho. Tres coches y una moto.
El siguiente objetivo era uno de los
líderes religiosos más radicales. Amín sabía que con los sabuesos detrás de su
espalda era imposible ir a Jerusalén a matar a ese hijo de perra, pero tenía
que intentarlo. En la persecución por todo Tel Aviv hizo estallar su Hammer en
el Fortuna del Mar y dos de los tres coches explotaron con él. Amín salió por
los aires en el puerto Tel Aviv Marina y fue a parar al otro lado del muelle.
Se escondió entre los barcos del puerto. La moto y el otro coche siguieron
merodeando en busca del superviviente y Amín tuvo que usar su ingenio. Cruzó la
escollera del puerto en la oscuridad y pudo sumergirse respirando por un tubo
de plástico durante más de media hora hasta que vio cómo se alejaban el coche y
la moto de los barcos hacia la Shlomo
Promenade.
Una hora después del altercado, el
asesino estaba otra vez con ropa seca y en un A6 camino a Jerusalén por la Ayalon Highway. Al llegar al
cruce con la 1, estaría a poco más de una hora de ese maldito hijo de puta.
Amín desgraciadamente conocía muy bien a Baam Shem Sefar. El más influyente de
todos los maestros ultra ortodoxos jasidistas era también el más rico y más
poderoso de los casi seis millones de judíos americanos. Fue en New York donde
Amín, en aquel entonces un joven pandillero de Queens, había conocido al
benefactor y gran maestro Baar Shem Sefar. ¿Quién iba a decirle que veinte años
después estaría en Beit Zait, a quince minutos de cortarle el cuello con la
misma navaja con la que habían asesinado a su hermano mayor Jairo.
No iba a ser fácil llegar a Jerusalén.
Al poco de pasar Beit Zait aparecieron detrás suyo un coche y una moto. No
podían ser los mismos del puerto de Tel Aviv, ¡era imposible! Amín pisó el
acelerador del A6 y la moto comenzó a acercarse como si estuviera frenando. Decidió
salir del boulevard Ben Gurion y tomar la 50. Era una apuesta arriesgada, pero
por la 1 sólo podía encontrarse con más y más agentes del Mossad.
Tomó el boulevard Begin y la moto
estaba justo a su lado cuando maniobrando bruscamente hacia la izquierda fue a
estrellarse contra la entrada del colegio de ingeniería. Esta vez la moto
esquivó la explosión y esperó al coche antes de que los agentes entraran en
busca del asesino de judíos.
Baam Shem vivía no muy lejos de allí
y por eso Amín pensó que sería una buena estrategia intentar llegar a pié desde
el colegio de ingenieros de Jerusalén hasta la calle Profesor Racah, del otro
lado del parque botánico. Todo lo que pudiera conseguir para improvisar
explosivos en los laboratorios de química y el camuflaje perfecto del botánico
eran el único plan de Amín.
Pero el plan era una mierda. La
maldita escuela de ingenieros no era más que un proyecto y el edificio a medio
terminar sólo podía garantizar disparos sin piedad contra él. Y los disparos no
se hicieron esperar. Primero con ametralladora desde la moto y luego el
lanzagranadas del coche. Destrozaron completamente el edificio principal, la
entrada, las aulas. Amín corría desesperado hacia abajo por el fondo de las
casas aledañas mientras un helicóptero que acababa de llegar localizaba su
posición y seguían cayendo granadas y volaban ráfagas desde el helicóptero. Al
pasar por debajo del boulevard Begin, por el túnel Betsal’el Basak y el
helicóptero perdió su rastro. Disparó entonces contra uno de los coches que
pasaban y salió en un Citroën C4 sin llamar la atención. Tomó la primera salida
hacia la derecha. Ya podía ver el parque botánico, la calle Racah, las casas
bajas, los chalets. Amín aparcó en el Campus Edmund J. Safra y se dirigió a pie
entre las cascadas de lavanda y los jacintos en flor. El gran poder de Baam
Shem Sefar lo hacía invisible, según decían sus enemigos. Nunca nadie había
podido encontrarlo en Israel y en Estados Unidos era imposible llegar a él. Era
así y no a la inversa y esa era ahora la gran ventaja de Amín. No necesitaba
llegar a Baam Shem en Nueva York, sabía dónde se ocultaba en Jerusalén.
Los perros cayeron en la trampa del
hombre muerto que dispara y los tres guardias de seguridad en la del que
dispara más rápido desde lo alto y los deja muertos. El barbudo de patillas
ensortijadas se encerró en su habitación del pánico y Amín tuvo que recurrir al
gas lacrimógeno y al zumbido implacable del reloj generador de frecuencias
audibles. Cuando Baam Shem abrió la puerta del minúsculo recinto por sus
propios medios, Amín lo cogió por el brazo. El poderoso líder de masas estaba
llorando como una magdalena y suplicaba piedad como si él alguna vez la hubiera
tenido o supiera lo que eso podía llegar a ser.
—Baam Shem Sefar, estás condenado a
muerte por crímenes contra la humanidad —dijo Amín repitiendo la sentencia del
tribunal de justicia terrorista mundial auto proclamado del que él era la mano
ejecutora.
Amín repetía la sentencia pero no repetía
la misma fórmula que antes de ejecutar a los otros dos, no. Amín estaba
juzgando y enjuiciando él mismo a Baam Shem. El asesino terrorista recordaba en
ese momento a su hermano Jairo en el féretro, a todos aquellos niños asesinados
en Gaza y enjuiciaba a Baam Shem por todo aquello. Se dio cuenta de que matar a Baam Shem Sefar
era un regalo el cielo para ese hijo de perra.
—Baam Sher Sefar, yo te condeno… Baam
Sher… —Amín no podía terminar la frase. Aquel juicio ya no era necesario. Ese
hombre de barba larga y patillas rizadas estaría recibiendo el mayor de los
consuelos al dejar este mundo sin darse cuenta de todo el mal que había hecho. Otro
ultra ortodoxos intolerantes que moriría sintiéndose inocente.
—Baam Sher Sefar, yo…
—Mátame ya de una vez maldito mulato…
Amín recordó cómo su madre había
huido del hambre en Nicaragua, cómo había crecido entre blancos y más negros
que él en las calles de Queens y no podía creer que aquel genocida le estuviera
llamando «mulato».
—Mátame de una vez maldito negro… —insistió
el judío con un gesto violento.
—¿Por qué quieres morir?
—No quiero morir, pero me agota ver
tu cara de idiota. ¿Te crees un vengador, un justiciero? No soy culpable de
nada. Yo no he hecho nada de lo que estás pensando Y Yahvé lo sabe. Sí. Yahvé
es el autor de todo esto. Mata a Yahvé si puedes ¿eh negrito? Intenta matar a
Mi Dios… Eres un mierda. No vales nada a los ojos de Yahvé, no formas parte del
pueblo elegido y tú morirás como todos los tuyos. Porque el Señor así lo
quiere… Venga, dispara de una vez, ¡dispara!
Amín guardó silencio mientras Baam
Sher Sefar continuaba perjurando en todos los idiomas que conocía. Le disparó a
una rodilla y luego a la otra. El jasidista gemía de dolor al tiempo que
intensificaba sus insultos a Amín y al comprobar por sus gestos que el asesino
era latino comenzó a hablarle en castellano, valiéndose de sus orígenes
sefarditas.
—Oye mulato, ¿no ves que esto es una
pérdida de tiempo? ¿Crees que voy a sentirme culpable por defender al pueblo de
Yahvé? Esos impíos no merecían vivir. Ni sus madres ni sus hijos. Son la raza
del mal, sacrílegos que no merecen vivir bajo el mismo sol que el pueblo
elegido. Mátame si es lo que quieres o déjame con mi pueblo. Ya encontraré unas
muletas para lo que me has hecho y le pediré a Yahvé que no tenga piedad contigo…
—Quiero que lo sepas y te lo diré
sólo una vez: eres culpable.
—¿De qué crees que soy culpable,
negrito?
—Eres justo lo contrario de lo que
crees que eres. Eres culpable de sembrar el odio. De alimentarlo cada uno de
tus días. Eres culpable de obnubilar a tus seguidores con la luz del demonio
haciéndoles creer que es la luz de Dios. Eres culpable de odiar a otros seres
humanos con todo tu ser y eres culpable de creerte dueño de Dios. Eres culpable
y quiero que me oigas decirlo. Eres culpable y nada que yo haga o deje de hacer
lo cambiará. No voy a matarte. Es más, no voy a matar a nadie más. No valéis ni
una puta bala ninguno de vosotros. Sólo voy a encargarme de que no podáis
volver a hacer mal a nadie, sólo eso.
—¿Y cómo vas a hacer eso sin matarme,
negrito?
Amín respiró profundamente. Maniató
al reo y luego le acarició la cabeza, los ojos y los oídos con un sentimiento
que parecía dulzura pero que ambos sabían que no lo era. Le dejó gritar hasta
que por fin se durmió y lo dejó inconsciente de un golpe. Con calma y frialdad
le privó del sentido de la vista, del habla, inutilizó sus oídos y redujo al
mínimo la movilidad del ultra-ortodoxo. Luego le dejó alimentos para unos días
y se encargó de que alguien lo encontrara en medio del desierto donde lo abandonó
como castigo final.
Años después Amín supo por uno de sus
amigos Palestinos que el judío mutilado había sido acogido en un centro de
cuidados musulmán y que había pasado años balbuceando sonidos inconexos hasta
que un día de abril una cuidadora creyó oírle pronunciar palabras.
Decía «mulato, mulato».
Al enterarse, el que había sido
terrorista tiempo atrás realizó un largo y complicado viaje para encontrarse con
Baam Sher Sefar. El judío había envejecido mucho, demasiado comparado con el
tiempo transcurrido. Estaba sentado en el suelo y aunque su mirada ciega no
significaba nada algo le hizo sentir a Amín que el judío estaba en paz. Estaba
tranquilo, expectante.
Amín sintió la necesidad de acariciar
su cabeza y al hacerlo oyó que el judío dijo:
—¡Mulato!, ¡mulato!— y llorando gritó
con todas sus fuerzas —¡Soy culpable,
soy culpable!—
Amín lloró con él y le abrazó fuerte
a Baam Sher. Sintió como temblaba suavemente, cómo su cuerpo se relajaba poco a
poco. Él también quiso gritar aunque no tuviera sentido.
Horas después el anciano murió.
Pernando Gaztelu
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