lunes, 23 de junio de 2014

Mil millones y cien mil vueltas.




Y para cuando se fue a acostar, el mundo ya había dado mil millones cien mil vueltas. No tenía tiempo para pararse a pensar. El trabajo, los amigos, el coche, la moto, los niños, Andrea, los niños, el trabajo, los amigos, el coche y el trabajo. Mil millones y cien mil vueltas había dado el mundo para cuando se fue a acostar sobre una cama que olía bien, demasiado bien y él olía mal, demasiado mal. Olía a trabajo, a los amigos, a cerveza y a sudor y a cansancio, a trabajo del duro y a olvido. Olvidó lo bien que olían las sábanas y pensó en el tiempo que hacía que se no ponía a pensar en las malditas sábanas que olían tan bien y por qué olerían tan bien las sábanas si. «¿Qué que hago con la luz encendida?» Apareció la nube del trabajo y el coche, la moto y los amigos, los niños llorando y gritando y el jefe y el sudor asqueroso y el mundo dando mil millones de vueltas y cien mil vueltas más y Daniel que no recordaba ese olor pero que sí lo recordaba de algún lado y no estaba nunca en casa y no aguantaba a los niños y no se aguantaba ni él. Y el coche dando guerra, con averías, con mil historias y la moto con la rueda pinchada, y el taller cada día más caro y la gasolina y las cuestas y las ruedas y las averías y las ruedas y la bendita moto y el trabajo y las cuestas y llegar tarde y, ¿por qué olían tan bien las sábanas? 



Daniel cerró los ojos y antes de que Andrea pudiera llegar a la cama dio mil millones de vueltas, cien mil vueltas. No podía dormir y no eran los seis o siete o mil vasitos de asqueroso café de máquina, no eran los cien mil reproches de su jefe o los mil millones de muecas de Andrea, la pobre Andrea cansada de todo, cansada y pobre y Andrea y el trabajo y los niños y sus amigas. La cama y olía bien y Andrea y la moto y el trabajo y mil millones cien mil peleas por tonterías y tendría que regalarle flores un día de estos y la pobre Andrea y qué bien olían las sábanas. Ya eran las mil y todavía dando vueltas, pensó Daniel, mientras metía la nariz bien adentro de su almohada y parecía la misma pero algo olía muy bien cerca y no era su almohada y levantó el brazo y apareció la oficina, las horas muertas, el jefe con cara de perro y ese olor a cansancio, a vida perra, a pocas horas de sueño, a una vida de mierda. Dejó caer la cabeza y se le hundió entre las dos almohadas. Era un hueco pequeño. Dejó la cabeza muerta. Casi no podía respirar. Se fue a la mierda el trabajo, los lloros, el coche y la moto y Andrea… Andrea apareció vestida de primavera, con un vestido corto, de colores suaves y con las rodillas descubiertas, hermosas piernas blancas, limpias, tiernas. Daniel flotaba y moría con el aroma de su rosa del desierto… Ahí estaba obnubilado por su belleza, pasmado ante una luz blanca y risueña que le acariciaba la cara mientras las babas le mojaban las mejillas y luego el bigote y hasta las cejas, y un aroma intenso se le metía por la nariz y le llegaba hasta la nuca. La mayor de las bellezas no es una luz, no es un brillo, ni un aroma, ni una sonrisa. Son todas esas cosas juntas unidas a una caricia sincera en toda la cara, pensó Daniel flotando. Disfrutaba al fin de Andrea como nunca,con una dulzura extrema. Disfrutaba del Amor profundo, sin obscenidades ni errores carnales. Amor entero y eterno. Su corazón a mil millones cien mil latidos por minuto, con fuerza como queriendo gritar, llegando al éxtasis… ¡He llegado! ¡Andrea! ¡Andrea! ¡Andrea!

Y los gritos tienen recompensa.

¡Daniel! ¡Daniel! ¡Oh, Dios mío! ¡Daniel regresa!

Y mil millones cien mil caricias fuertes, sollozos, y estremecimiento máximo. Éxtasis de dos almas unidas por la pasión. Por fin Andrea grita y Daniel abre los ojos y ella le besa y él sigue tendido en sus brazos, sin fuerza. ¡Dios mío Daniel! Solloza una vez más mientras él recupera el aliento y un rato después la besa y no hay nada más que amor y abrazos. Los dos respiran hondo y se quedan quietos disfrutando esa foto lenta, perpleja estampa de algo que casi fue y no se quedó en lo que era; de algo que pudo pasar y la fortuna, bendita fulana, no había dejado de fuera. Esa noche hicieron el amor mil millones cien mil veces. Y cien mil veces más olvidaron todo el resto de cosas que no tenían sentido en ese mundo de mierda. Ese que había dado una vez más otras mil millones cien mil vueltas,  ninguna de ellas había sido buena, sólo una: la última vuelta.

4 comentarios:

  1. Muy bueno, Pernando, de lo mejor que te he leído compañero.

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    1. Hay, muchas gracias. No sé, estoy escribiendo poco, pero masticando mucho antes de escribir (no me queda otra, después que empiezas con esto de la escritura, aunque no tengas tiempo para plasmarlo) y eso es lo que se ve en este relato. Gracias de nuevo.

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  2. De acuerdo con Rafa... me he quedado sin palabras...

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    1. No será para tanto, se agradecen los piropos. Abrazos desde Iruña.

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