Me llamo William
de Goiz- Almez. Soy hijo de Kevin y Faida de Goiz- Almez. Con un mes de edad ya
me auguraban un futuro brillante en el mundo de la competición: lo llevaba en
los genes.
Falsa modestia
aparte, es cierto que todavía hoy conservo un físico notable y una hermosa y
suave mata de pelo capaz de hacer enfermar de envidia a la mismísima Anita
Obregón. Recibí la más exquisita educación que el dinero pueda pagar, impartida
por los mejores tutores privados del país.
Desde muy
joven destaqué en certámenes y pasarelas de belleza, como era de esperar. Mis
padres adoptivos, muy orgullosos de mis éxitos, tuvieron que comprarme una
vitrina especial para los diplomas, trofeos y medallas que iba consiguiendo
cada año. Uno por uno, los países de Europa iban cayendo a mis bien peinadas patas…
Y entonces, un
día de verano lleno luz y atrayentes olores, llegó ella…
Cuando la vi
por primera vez, no me pareció gran cosa: menuda y morena, con sus doce desarticulados
años, toda codos y rodillas. Me acerqué a olerla, más que nada, por cortesía. Traía
equipaje y deduje que venía a quedarse.
En lugar de
decirme algo bonito y darme la caricia acostumbrada en estos casos, la niña
soltó su maleta, se arrodilló a mi lado, me abrazó y apretó la cara contra mi
cuello.
Me golpeó la
ola de angustia que emanaba de ella. Me pareció increíble viniendo de un ser
tan pequeño y delgado. Me liberé del abrazo para mirarla a la cara. Sus ojos
eran enormes, negros y líquidos como dos pozos de agua de los que brotaba una profunda
desesperación.
No sabía qué
le pasaba a aquella muchacha, pero sentí su dolor como si fuera mío. Tenía que
aliviarlo como fuera, era imposible aguantarlo por mucho tiempo…
No recuerdo
bien qué pasó, pero sí el sabor salado de sus lágrimas en mi lengua y su piel,
muy pálida y suave. También las voces de mis padres adoptivos, sus tíos, sollozos
bajitos y quejidos inarticulados, puede que míos, puede que de mi niña.
Pues en mi
niña se convirtió desde el momento en que me sonrió con aquellos ojos llorosos,
y mi niña será mientras me quede vida.
Soy William de
Goiz- Almez, un Yorkshire Terrier de raza
y abolengo. Y había ganado, en mi juventud, más premios a la belleza que ningún
otro perro de mi raza.
Pero los
concursos, por mucho que me halagaban el ego, dejaban mi alma vacía. ¡Yo soy
mucho más que un adorno!
Fui el único
capaz de hacer sonreír a una niña cuyos padres murieron en el mar y, desde
entonces, aunque hayan pasado años, soy el único al que cuenta todos sus
secretos.
Por la mañana desayunamos
juntos y me quedo esperando a que vuelva de clase. Compartimos las tardes, y de
noche me subo a su cama, nuestra cama, para llenarle los sueños de mimos y sonrisas.
Muy tierno, Dña Dorita. Suerte.
ResponderEliminarPrecioso, Dorita, mejor compañero que un humano!!
ResponderEliminarPodría ser cierto este pensamiento. Ojala pudiéramos saber lo que sienten los animales que comparten nuestras vidas y ellos poder contarlo de forma tan bonita. Me gusta.
ResponderEliminar¡Qué bien, le has dado voz a su mejor amigo!
ResponderEliminarA falta de leer aún unos cuantos relatos para el concurso, este me deja huella.
ResponderEliminarEnhorabuena y suerte.
Muy bonito!
ResponderEliminarEs muy tierno, y mi alma sensible con los animales casi hace que llore.
ResponderEliminar