viernes, 13 de julio de 2012

¡A LA FUERZA AHORCAN!



Cuando abrí mi cafetería en la tranquila y soleada calle de Levante, no tenía ninguna intención de servir comidas. Consistía en una sala acogedora, con música suave, que daba a una terraza luminosa bajo un alegre toldo verde, que invitaban a pasar un rato tranquilo y agradable.

              Abría a las doce y atendía a los escasos clientes de la mañana. A las seis de la tarde el local empezaba a llenarse. Entonces bajaban mi mujer y mi hijo y, entre los tres, atendíamos familias que venían a merendar. A partir del las ocho tocaba turno a las parejas de enamorados y las pandillas, que se quedaban más o menos hasta las diez, hora en que la mayoría de las muchachas tenían que volver a sus casas. Los chicos también solían irse: unos a acompañarlas, otros a sitios con más movimiento. Todavía quedaba alguna gente mayor, pero rara vez cerrábamos más tarde de las once.

              Un día, sobre la una y media, cuando yo estaba terminando de fregar las pocas tazas que usaron los clientes de la mañana y mi mujer se afanaba en la pequeña cocina, preparando una sencilla pero sabrosa comida para disfrutarla juntos, entraron en mi cafetería cinco mujeres jóvenes. Pidieron unos refrescos y me preguntaron si tenía algo para comer. Como la bollería y los pasteles para las meriendas no llegaban hasta las cinco de la tarde, tuvieron que conformarse con algunas aceitunas, frutos secos y patatas fritas.

              Se acomodaron en la terraza y se pusieron a charlar mientras devoraban los tentempiés. Poco a poco me fui enterando de que eran amigas de toda la vida pero que hacía años que casi nunca coincidían: tres estaban casadas, dos con niños pequeños, una tenía a su madre enferma y vivía entre la casa y el trabajo. La que disponía de más tiempo se encargaba, al parecer, de mantener el grupo unido, yendo a visitarlas y llevándoles noticias. Hace unos días coincidieron todas en un acto: el Día de Antiguas Alumnas de su instituto. Se alegraron mucho de verse y se dieron cuenta de cuánto se necesitaban unas a otras.

              Como resultado, a falta de otros momentos más cómodos, decidieron reunirse a las horas de la comida en algún lugar que fuera agradable y estuviera cerca de sus trabajos.

              -Pobrecitas, ¡qué famélicas están!- ni oí llegar a mi señora. Estaba pendiente de la historia de las chicas.- No encontrarán donde comer por aquí, es zona de cafeterías.

              La miré temiendo lo peor. Mi mujer es muy maternal y tiene una fuerte tendencia de adoptar a la gente. Ella ya se había metido en la cocina y llenaba la bandeja con tortilla de patata, suculentos filetes de adobo y la hermosa ensalada mediterránea: ¡toda la comida que yo llevaba una hora saboreando por adelantado!

              -¡No te quedes parado, ponles los platos y los cubiertos!- Y allá iba, toda sonrisas. –Podéis venir todos los días –ya les decía a las sorprendidas y encantadas chicas.- ¡Yo os prepararé la comida!

             

             

             

5 comentarios:

  1. Encantadora esta personaje, aunque deje a su pobre marido sin comer. Un abrazo, Svieta.

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  2. Muy bien redactado, Svieta. Has retratado una situación muy entrañable y, seguro, que se ha repetido más de una vez en esos bares y casas de comida que aún perduran y que tratan a la clientela como si de la familia fueran. Gracias a la decisión de esta señora, tendrán siempre clientas seguras. ¡Bien hecho!

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  3. Muy deseable la historia. Me gusta mucho la el ritmo tan cotidiano y espontáneo de historia. Un beso.

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  4. Yo propongo una quedada en ese restaurante!Me ha gustado mucho el relato, Svietlana!

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  5. !Esto está hecho Carmen!;)
    Muchas gracias por vuestros comentarios:).

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