viernes, 10 de junio de 2016

LA CAJA FUERTE



Aburrido, desde el sofá contemplaba el cuadro de los girasoles colgado en la pared. Hacía tiempo que lo había comprado con metro en la mano, sin atender más que a sus medidas. Luego lo vio en la tele —el original—, resultó que el suyo era una reproducción de una obra maestra de algún pintor chalado. Dejó el cigarrillo encima del montón de colillas malolientes que desbordaban el cenicero, apuró el vaso de whisky, se levantó, apartó con una patada los envases de Telepizza y se fue a por el cuadro. Lo descolgó para, una vez más, quedarse mirando lo que tapaba: una caja de seguridad empotrada en la pared, cerrada. Se esforzó en repetirse a sí mismo la vieja explicación que empezaba a hacer aguas: al comprar el piso, ya estaba allí, sin su combinación para abrirla. En la inmobiliaria le habían contado una complicada historia con un resumen fácil: no había manera de averiguarla. Y, al tratarse de un extraño modelo, ningún profesional sabía por dónde entrarle. Además, empotrada en hormigón como estaba, extraerla era asunto complicado y caro. Caro, dinero. La asociación de ideas era inevitable. Se rascó la entrepierna sudada —al final tendría que admitir que necesitaba un baño, como le había dicho la puta a domicilio. Lo que hay que aguantar. Eso sí, la muy ramera había cobrado su asesoramiento a puñetazos. Curioso mundo, el de la prostitución: se había corrido la voz y ahora, todas las chicas estaban demasiado ocupadas para atender sus llamadas. Suponiendo que les hubiera podido pagar, que era mucho suponer. La inmensa mayoría de los papeles que alfombraban la sala eran apremios de pago y, los más preocupantes, los del banco informando de que le iban a ejecutar la hipoteca, expropiar el piso por falta de pago. Entretanto, tras la tapa que acariciaban sus dedos, bien podría haber una fortuna en ordenados fajos de billetes. Convivir con un secreto no hacía más que exacerbar su estado de ansiedad. Para eso está el whisky. Tras un largo trago a morro acabó donde siempre, en el sofá.

Debió dormirse porque, de alguna manera, era consciente de que estaba soñando. Otra vez la maldita pesadilla de la sangre. Deshacerse de sus ropas manchadas no bastaba, su cuerpo, de un rojo tan brillante como pegajoso le repugnaba. Se lavaba una y otra vez con agua hirviendo, se frotaba, restregaba, desesperado por quitársela de encima. Porque no era suya; era ajena, era una acusación, una prueba.


Al despertar atardecía. Había dormido un buen rato. Empapado de sudor, alargó el brazo a por la botella, lo que le valió una bocanada directa desde su propio sobaco. Y la vista se le fue a la pared, la caja fuerte estaba abierta. La montaña de billetes con la que tanto había fantaseado estaba allí, a su alcance. Se levantó, le dio la espalda y se fue directo hacia la puerta de entrada del piso. Comprobó que estaba cerrada y bien cerrada. Por el pasillo, de regreso al salón, su mente forcejeaba con la lógica: si no había nadie más, el único que podía haberla abierto era él mismo. Presa de un extraño temblor, se acercó a la caja y sacó un puñado billetes. Los alzó para examinarlos. Auténticos. Porque las manchitas rojas que los ensuciaban no creía que alteraran su valor. Tras una vida dedicada a engañar al prójimo, al quedarse solo, se había esforzado en engañarse a sí mismo, olvidar que la caja fuerte era suya. Lástima que la amenaza de embargo hubiera venido a rasgar la fantasía con la que se había arropado.



Tico Lorente (Carlet)

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