Hijo
mío, los vampiros nos alimentamos de sangre humana. En la Edad Media, el asunto
se resumía a un “aquí te pillo, aquí te mato”. La violencia inherente al método
era divertida, pero espantaba la caza. Con el resultado de atracones espaciados
por hambrunas. Así que, en alguna noche de truenos y relámpagos, en el torreón
del castillo de Transilvania, arrugados como pasas por la prolongada
abstinencia, nuestros antepasados alumbraron la genial idea: inventaron la
ganadería bípeda. La inevitable inseguridad de la caza sustituida por la cría
de humanos en condiciones óptimas, dirigidas a la obtención de los sabrosos
ejemplares que rinden hasta cinco o seis litros de sangre. Magnífico, ¿no? Pues
no, las matemáticas demuestran que es perfectamente factible extraer cien veces
esa cantidad si, en vez de dejarlo seco, se pega una chupadita —digamos un
litro— y luego se le deja campar a sus anchas para que se recupere. Sí, ya sé
que eso es un mordiscus interruptus,
algo contra-natura pero, créeme, con calculadora en la mano, vale la pena. En
el fondo, es el viejo asunto de la relación huésped-parásito; los depredadores
más evolucionados siempre se caracterizan por evitar la muerte de su presa.
Una
vez asumido el hecho de que en el siglo XXI los vampiros nos hemos convertido
en ganaderos, resulta obvio que debemos esforzarnos en cuidar a nuestro ganado.
Y aquí aparece una curiosa noción que nos es ajena y, sin embargo, resulta
crucial para el éxito: debes aprender a preocuparte por su bienestar.
A
lo largo de los siglos, lo hemos probado todo y, hoy por hoy, cualquier vampiro
sabe que la estabulación no funciona, que es preferible darles suelta sin
restricciones aparentes. Nosotros nos aposentamos en los puntos clave por donde
deberán pasar por la fuerza: desfiladeros, abrevaderos, refugios, todo aquello
que nunca aprenderán a rehuir. Sí hijo, los cepos que hoy en día camuflamos
como bancos, eléctricas, telefónicas y demás.
—Como
el que se compra un coche y sale derrapando ansioso por perderse en el ancho
mundo a su libre albedrío, sin acordarse de que nosotros lo esperamos en todas
las gasolineras.
—Muy
bien, hijo mío, ya lo pillas.
Tico Lorente (Carlet)
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