Si
yo hablara…
Me
estrenó Don Mario Duque cuando me quedé pegado a sus dedos en el banco, una radiante
mañana de primavera.
—Vaya
gorrominos —dijo—, esto de quinientos euros es hacer las cosas a medias, lo
correcto sería un billete de mil; la columna la tengo ya tocada de acarrear
tanto peso de aquí a casa.
»¡Toma!
Mira este: su numeración termina en 543210; es un presagio.
Así
que, con él me fui; no sin una nutrida compañía. Al poco, cuando los diez mil compañeros
anunciaban que emigrábamos a Suiza, un buen puñado de nosotros nos encontramos de
golpe en la cartera de Jaime Gil el constructor, por no sé qué mansión en
Marbella. De ahí a las manos del tesorero Cárdenas, junto con siete palabras:
—¿Tardará
mucho la recalificación de los terrenos?
—Las
cosas de palacio…
—Tengo
accionistas a los que debo dar cuentas.
—¿No
querrá pedirme un recibo?
—No,
hombre, que no vamos de pardillos.
Apenas
se marchó, nuestro nuevo dueño nos dividió en dos montones iguales: la mitad desapareció
en un gigantesco bolsillo que no parecía tener fondo, en tanto el resto, en un
ascensor y con prisas, pasó a manos de un melenudo en chanclas que lo llevó
directo al despacho oficial del señor alcalde, ataviado de rigurosa gala:
camiseta desteñida a juego con un Meiba de Miky Mouse. De allí al urinario
unisex donde se habían montado una buena. Y, de alguna manera, nuestro sobre
acabó en manos del Maestro, que salía en el AVE para Sevilla, donde sus cursillos
se esperaban como el maná.
Al
pasar por Alcornoque de la Sierra Pelada, la mitad fuimos arrojados por la
ventanilla (una pequeñita) junto con una nota: “para que te compres unas bragas
para que yo te las pueda romper”. Así fue como una cincuentena de nosotros —en
el manoseado sobre alojado en las bragas—, nos paseamos por el soleado pueblo
de camino a la Templo del Palmeral. La buena mujer se
reservó la mitad de nosotros para asegurar esta vida, en tanto el resto lo
invertía en la del más allá. Su santidad olisqueó el sobre, nos contó, bendijo
al alma caritativa y nos guardó junto a los calzoncillos milagrosos, los que
lavaban los ángeles. Transfirió la mitad a las Islas Caimán y con el resto pagó
al gafitas autor de su página web, en la que vendía perolas milagrosas a sus fieles
(cualquier alimento cocinado en ellas perdía toda su valor nutritivo, por lo
que se podía comer como cerdos y adelgazar).
El
informático miope se jugó al póker on
line la mitad —que por supuesto perdió— y el resto nos destinó a su madre,
no sin previamente introducirnos en el microondas para desinfectarnos (que
falta nos hacía). Para celebrarlo, la buena señora se fue de vacaciones a
Mallorca acompañada de una foto de su difunto marido donde, al dorso, había
anotado el teléfono de la agencia de caballeros-acompañantes que le había
pasado una amiga en la iglesia. En el salón del hotel —invadido por los
alemanes— se quedó sin respiración al ver aparecer al que sería el primer amor
comprado de su vida: trajeado, más tieso que un palo, cabellos engominados y
andares de triunfador. De madrugada, cuando me entregó —a mí, al número 543210—,
el caballero, al reconocerme, rió, lloró y volvió a reír entretanto sus labios
murmuraban:
—Has
vuelto a mí, amor mío, has vuelto, aunque vengas solo.
Pobre
diablo, no sé cuándo aprenderá que nosotros no tenemos amigos; somos al portador.
Entretanto,
en la tele sonaba la nueva letra del himno nacional:
“Esto si es felicidad
De trabajo ni hablar
Olé, olé
Con todo el día de
juerga…
¡No hay vida mejor!”
Tico Lorente (Carlet)
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