domingo, 10 de mayo de 2015

La tía Pepica




La tía Pepica vive 60 años, desde que se casó, en su casa de la calle del Rosario. Es la casa de los azulejos verdes, la planta baja con un solo piso y un balcón de hierro forjado que forma espigas. Hasta que fallecieron los suegros, ella y su Vicente vivían arriba. Pero la escalera era estrecha y empinada y los años iban pasando factura. Estaban mejor abajo. Al principio, su casa era una más en el barrio. Ahora, entre las que se han abandonado  y las que han derribado, es una de las pocas que quedan intactas. Se llena de orgullo cuando ve a tanta gente haciendo fotos de su fachada verde y blanca. Procura tenerla siempre limpia y aseada.
Recuerda tanto a su Vicente! Pobre Vicente. Y maldito fútbol. No pudo soportar aquella tarde del ascenso del Levante UD. Le falló el corazón al ver a su equipo, a los granotas,  ganar al Betis y subir a  Primera División. Mientras todo el barrio bullía en celebraciones, ella y sus vecinos velaban  a su marido.
Desde entonces, la vida de la tía Pepica ha sido de una rutina llevada con paciencia y resignación.  Siempre se había levantado temprano y todavía mantiene esta costumbre. Únicamente los últimos años se permite levantarse algunos días de frío y humedad un poco más tarde de las 9. La higiene personal la lleva a rajatabla, no importa que tenga 83 años. Le tiene dicho a Carmen, la del estanco, que si nota que huele, se lo diga sin miramientos. No podría soportar que la señalaran por falta de limpieza personal.
No tuvieron hijos, y con su familia, una hermana que vive en el Centro, no tiene apenas contacto. Mejor así. Al cretino de su cuñado no lo puede ni ver. Y no digamos los maleducados de sus sobrinos.
Todos los días acude a primera hora a la panadería. Le gusta el olor a pan recién horneado, y aprovecha para intercambiar con Rafaela los últimos chismes del barrio. Lo cierto es que este invierno pasado ha sido malo de verdad. Sus amigas de “timba”, con las que jugaba tantas tardes a la brisca apostando granos de maíz, poco a poco han ido muriendo. Ahora no llegan a cuatro y han decidido dejar de jugar. Lo que no pueden es dejar de verse. En  verano, salen a la calle, a la puerta de casa de la tía Amparo, que vive en la placeta junto a la Iglesia  y se sientan en sus viejas sillas, aprovechando la sombra de las palmeras para echar unas risas, recordando viejos tiempos. Son tres viudas, además de Pepica y Amparo está la tía Encarna, cada una contando sus historias. Ya se las saben de memoria.
Desde hace días, se dan cuenta de que una mujer de esas bajitas que todavía llevan un sombrerito en la cabeza, de un color moreno y rasgos achinados,  les ronda por la plaza. Sin atreverse a acercarse a ellas, les mira sonriendo.  La tía Pepica la llama:
-Xica, vine “pa ca sí”, no tingues vergonya.
Y se acerca con timidez. Le preguntan cómo se llama y qué hace por allí a esas horas. Les contesta en un castellano precioso que está en casa de una mujer, la señora Engracia, a la que sirve de chica para todo. Por la tarde tiene unas horas libres. Es del Perú. Está sola. Esperando la ocasión para que su marido pueda venir a reunirse con ella.
La invitan a unirse al grupo. La tía Amparo se mete en su casa y sale con las cartas y la bolsita de maíz. Han vuelto a ser cuatro. Le explican a Inocencia, que así se llama la nueva pareja de la tía Pepica,  las reglas del juego. Desde entonces, todas las tardes juegan la partida. Inocencia les cuenta cosas de su pueblo, de su país. Y las tres viudas, que no se han movido de Valencia en toda su vida, se sienten transportadas a un mundo lejano y exótico. Un mundo que imaginan  desde las viejas calles de su barrio del Cabanyal.

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