domingo, 27 de enero de 2013

UN MAFIOSO DE CUIDADO


                                             


 

Recibí el aviso, aunque ya no estaba de servicio. La Atlantic Avenue se encontraba repleta de tráfico y viandantes y el coche negro que circulaba delante de mí estaba en la lista de vehículos vigilados. Pude llegar a su altura y reconocer al conductor: José Bonanno, uno de los mafiosos más duros de todo Brooklyn. Desplegué entonces mis grandes dotes de actor  y, haciéndome pasar por un vulgar transeúnte de acento sureño, le dije que su depósito de gasolina perdía gran cantidad de líquido. Instintivamente miró hacia atrás, corté su paso hundiendo  la carrocería de mi coche contra el suyo, él, sorprendido, giró el volante hacia el callejón, justo donde yo quería. Fue entonces cuando saqué mi placa y le indiqué con gestos que saliera. Mientras me obedecía,  desenfundé mi arma reglamentaria (era un peligroso delincuente y no me podía andar con tonterías), levantó los brazos y me miró con parsimonia. Con voz autoritaria le ordené que abriera el maletero (uno nunca  sabe lo que  se puede encontrar). Mientras seguía apuntando con mi arma, él manipulaba la cerradura disimulando cierta dificultad –“Está  estropeada, inspector”-. Le dije que ya era mayorcito para que me tomaran el pelo y, sin dejar de apuntarle,  esposé su mano derecha al volante.   

El portón del Thunderbird era realmente pesado, pero el esfuerzo valió la pena. Ante mí, e  ingenuamente camuflado en cajas de una famosa pastelería de la ciudad, tenía uno de los mayores alijos decomisados durante el último mes. Imaginé el brillo dorado de una nueva condecoración, pero el aroma a bizcocho reciente me hizo volver a mi sitio. Aparentemente, sólo había bizcochos y pastas de todas las clases y Bonanno, desde el asiento, suplicaba llorando que tuviera cuidado y que no los aplastara. Levanté las cajas y lo hice con cuidado a petición de José y de mis tripas, pues ya se acercaba la hora del almuerzo, registré el coche de arriba abajo y el único polvo blanco que encontré fue el del azúcar glas que provenía de los fragantes pasteles. Mi sentido del deber, se fue transformando en sentido del ridículo. Bonanno seguía gimoteando  y yo sólo quería ahogar con mis propias manos al propietario de la voz que me había dado el aviso. Para terminarlo de arreglar, varios Thunderbird negros entraron al callejón. Imaginé que serían los hermanos de José y no me equivoqué:

-¿Ma, qué pasa Giuseppe?… ¡Hoy es el cumpleaños de la mamma y lo vas a estropear todo, como siempre! ¿Quién es éste? ¿Qué haces esposado?

Cuatro gorilas vestidos de punta en blanco me arrancaron las llaves de las esposas, liberaron a José y se lo llevaron junto a las cajas de bizcochos. A mí me han dejado aquí, solo y hambriento, amarrado al volante. Aún tengo un poco de azúcar glas en mis dedos… Mmmmm ¡qué rico!
 
Doy las gracias a Marco por dejarme utilizar el mismo coche de su relato.

 

9 comentarios:

  1. Muy, muy bueno, Amparo. Digno de un cortometraje cómico. Me recuerda el humor de Woody Allen en su primera etapa.

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  2. Buenísimo. Hasta el final lo he leído y me parecía estar visualizando a Deshiell Hammet o cualquier otro buen representante del género negro americano: la ambientación, la voz del narrador y prota... Me sorprendes en cada escrito, Amparo, así que Queremos másss!!! El azúcar del final??

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    1. El del bizcocho que se le ha quedado en los dedos y alcanza a chupar con la lengua... ¿no?

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  3. Excelente, Amparo, me sumo a los comentarios. No pares de escribir.

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  4. Muy divertido e imaginativo Amparo... Una buena caricatura de una situación ridícula por ambas partes.

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  5. Jejejejeej, muy bueno, Amparo. Menudo resbalón, y de los gordos...pero al menos el final es muy dulce.

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  6. Como ya te comenté es un gran relato y, además, no encuentro mejor sitio donde aparcar un Thunderbird que entre tus letras. Un abrazo amiga.

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