jueves, 19 de marzo de 2015

Recuerdos de infancia



La noche del 7 de agosto, Bárbara  tampoco podía conciliar el sueño. Había cenado  con sus hijos, Luis de tres años y Ana de siete. Al acabar de leerles un cuento, el pequeño le había preguntado:
-¿A qué hora llega papá?
-Llegará enseguida, cariño. Le diré que entre a daros un beso.
-¿Por qué estabais  riñendo esta mañana? –dijo Ana.
-Por nada, cielo, por nada. No tiene importancia. Vosotros también os peleáis, ¿no? Hala, a la cama ahora mismo.
A las dos de la madrugada oyó el ruido del ascensor que se detenía en el rellano, poco después el de la puerta al abrirse, y los pasos cansinos de su marido que entró en el piso tambaleándose.
 Su corazón se agitó dentro del pecho pero se hizo la dormida. No quería verlo ni hablarle. No soportaba el revoltijo de olores de sudor, alcohol y tabaco que su cuerpo desprendía noche tras noche, desde que se había quedado sin  trabajo. Ocupaba un puesto importante en una de las mayores empresas constructoras de Valencia.
Subsistían con el sueldo de enfermera de Bárbara, pero la hipoteca se lo llevaba casi todo. Tenía que dedicar dos horas cada tarde a hacer curas y a poner inyecciones a domicilio para llegar a fin de mes, mientras Alberto se perdía por los bares del barrio.
 Esa mañana, ella le había dicho que no soportaba más esa vida, que quería el divorcio; Alberto salió dando un portazo y la dejó con las palabras amargándole la boca.
            Permanecía inmóvil en la cama dándole la espalda. Él se introdujo en el lecho e intentó abrazarla. Ella seguía callada intentando reprimir las náuseas que su contacto le producía.
Insistió a pesar del  manifiesto rechazo. Bárbara se revolvió tratando de defenderse del abrazo. Pero él era fuerte y la inmovilizó.
-¡Me das asco! –le dijo.
-¡No me importa, tú no me vas a joder a mí la vida! ¡Me he casado contigo para siempre!
Ella le asestó una mirada de profundo desprecio, sus ojos pardos ardían como brasas en la penumbra del cuarto.
 Alberto la agarró del cuello y apretó hasta que ella dejó de moverse.

            Los niños se habían despertado con el ajetreo y llegaron a tiempo de ver a su padre gimiendo de placer sobre el cuerpo inerte de su madre.

15 comentarios:

  1. Un relato que me deja sin aliento...
    Realismo sucio. Puro y duro, sin duda.

    ResponderEliminar
  2. Un relato muy duro, Déjame ponerle una sonrisa con una frase de Brigite Bardot: "Cuanto más conozco a los hombres más me gusta mi perro".

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. Relato duro, pero real como la vida misma. Muy bien lograda esa atmósfera asfixiante.

    ResponderEliminar
  5. Me ha gustado mucho tu relato. Auténtico como la vida misma. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  6. Perfecto, crudo, sucio, real, bien narrado.

    ResponderEliminar
  7. Gracias, Eulalia. Se nota que somos amigas.

    ResponderEliminar
  8. Sí que te has empleado a fondo. El final impactante y más con el contraste entre el inicio dulce, empezando por el título, y que gradualmente va endureciéndose (imagino que era tu intención) hasta la última frase que se graba y no se puede borrar.

    ResponderEliminar