viernes, 4 de octubre de 2013

MEMORIAS: RIN RA


                                   


Apenas doscientos metros separaban la escuela de mi piso. La escuela de don Armindo. Doscientos metros de tierra y piedras. Por aquellos años (1966) aún no había llegado el progreso a mi barrio. Ni el progreso, ni los coches, ni tan siquiera el televisor.

Cuando solo tienes seis años esos pocos metros son kilómetros, es una distancia imposible de recorrer en segundos, o minutos, horas, no sé, no tenía mucha noción del paso del tiempo. Todo es monstruosamente gigantesco… todo.

Corrí lo que mis flacuchas piernas me permitían. Creo que no sudaba, a pesar de la velocidad y el esfuerzo de cargar con la pesada cartera de cuero (las mochilas eran un articulo de lujo solo permitido para los alpinistas y excursionistas mayores con billetes en el bolsillo) sin embargo el miedo que recorría mi espina dorsal iba en aumento… Pánico.

Tarde, Recaredito llegas tarde. La puerta de la escuela ya esta cerrada.

Me quedé parado ante aquel muro azul de madera vieja y repintada. ¿Qué podía hacer? Si daba media vuelta, en casa me esperaba la zapatilla de mi madre. Si llamaba… ay si llamaba.

Entonces sucedió. Mirito y Camilo estaban a mi costado. Llegaban tarde, como yo, y ellos eran dos años mayores que yo. Eran mayores. ¡Bien! Mi miedo comenzó a evaporarse. Llamamos a la puerta.

El aula, la escuela (era una para todos) era un rectángulo casi perfecto, a la izquierda de la puerta estaban los pupitres de los mayores, a la derecha estábamos los cagones. Nos separaba un pasillo central al fondo del cual estaba el maestro, don Armindo, sentado tras su enorme mesa, con su corte de pelo a cepillo y ese intenso aroma a Floyd. Detrás, tres enormes marcos, en un lado José Antonio, en el otro el dictador y entre ambos uno enorme con fondo de corcho y cuatro clavos del que colgaban, mudas, sus técnicas de enseñanza: una enorme regla de madera, una rama de sauce, una correa de radiador y un trozo caucho de una rueda de bicicleta (pero esto es ya otra historia).

Pesadamente se levanto el maestro y nos hizo un gesto amable para que esperásemos antes de entrar. Agarro el caldero de arena que usaba para apagar sus puros y se acerco a nosotros. Esparció la arena por el suelo del pasillo y nos miro a los ojos. Bueno no a los míos porque nunca fui capaz de aguantar aquella mirada, tan solo podía ver el suelo lleno de aquellas diminutas piedrecitas y mis desnudas rodillitas (todos vestíamos pantalón corto).

Nos arrodillamos los tres y comenzamos a arrastrarnos por aquel pasillo. El canto era uniforme, todos coreaban con fuerza apagando nuestro avergonzado llanto:

RIN RA… RIN RA… RIN RA…


9 comentarios:

  1. Perfecto.Tanto el estilo como el tema. Hay figuras que son muy efectivas. El final estupendo.

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    1. Por cierto, hay uno en esa foto que es igual a mi cuando era pequeño, jajajajajajajaja

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    2. José Luis, el de la foto es mi primo.... ¿Serás tú?
      Un abrazo mi buen amigo y paisano.

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  2. Foixos, me has llevado al cole de nuevo. He olido el olor a tiza de la clase. Un gusto de lectura

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    1. David, te juro que después de cuarenta y tantos años es un recuerdo imposible de olvidar.
      Un abrazo, amigo mio.

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  3. Muy ameno y muy bien escrito. Como dice José Luis, el final espléndido pues recrea en la imaginación la escena. Te mando un cariñoso 'capón' por retrotraerme también a mi infancia, je, je Un abrazo.
    P.D. Oye, ya me dirás que es eso de '...hasta la oliva...' que no caigo...

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  4. Gracias, Asun... Es sencillo, creo que me voy a recoger oliva, en noviembre a Anna. Un beso

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  5. Reca, desconocía ese tipo de tortura. Alguien debería escribir un libro sobre las salvajadas a las que algunos ¿maestros? nos sometían en aquellos años del cuplé, cuando se aplicaba a rajatabla aquello de "la letra, con sangre entra". Un abrazo y "hasta la oliva".

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  6. Rafa, pero que jovencito eres... Un abrazo

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