miércoles, 23 de octubre de 2013

Chirusa de otro barrio





Todo pasó en una partucha del barrio. Habían cerrado el local para nosotros, teníamos una barra hecha con un tablón encima de barriles de birra, cuatro luces, dos bafles y el humo lo poníamos nosotros. Estaba con los muchachos y se me fueron los ojos. “¡Ay guacha, cómo me volvés loco!” pensé. Sólo pude echarle una mirada antes de que se armara bardo, así que me piré silbando bajito. No quería quilombos, sólo deleitarme con su carita de ángel, con su melenita morocha. Parecía que no se daba cuenta de nada con tanto quilombo y esos barderos tan cerca —que igual venían con ella— le daban un aire de importancia raro, estaba como en el medio de todo, como iluminada.

Me había cambiado la jeta la pendeja así que con “avanti morocha” en el mp3 llegué a la casa de mi vieja. La flaca tenía que ser Mariela, la prima del Chiche, seguro, porque si fuera del barrio la conocería, pero a esa no la tenía registrada, se piró cuando era chiquita. Yo me había quedado enganchado con esa carita de ángel: la piel delicada, el labio de arriba más fino que el de abajo y los ojos como de china. Un piercing abajo de la nariz, a la derecha y el pelo planchado, relinda la pendeja. Vestida así de negro, con maquillaje medio oscuro y esos colores raros de sombra de ojos se hacía la siniestra, pero yo sabía que, de las minitas con esa onda, la mayoría son unas blandenguis que se hacen las malas. A la tarde ayudé a la vieja con las cosas de la casa, el viejo vino del laburo hecho pelota, traté chamullar de todo un poco, pero la Marielita esa no se me iba del marote. “¿Que mierda tiene esa minita?” me preguntaba a cada rato, estaba un poco hasta las pelotas de mí mismo y llamé al Osvaldo para tomarnos unas birras. Quedamos en el Mr Dog.

—Che, no puedo sacármela de la sabiola, ¿sabés? La minita esta nueva del barrio, creo que es la prima del Chiche.
—¿La Mariela? Estás enfermo, esa mina es rarísima ¡Olvidate, vos estás cada vez peor! Escuchame, ¿sabés lo que tenés que hacer? Irte de viaje a … que se yo, a Brasil…—el muy boludo se estaba recagando de la risa de mí.
—Dejame tranquilo, yo lo qué quiero ahora es saber que onda esa minita, no se porqué, pero quiero saber qué onda.
—Y buéh, si insistís. Mirá, vos no lo concés un poco al Chiche, pegate el lance y preguntarle por su prima…
—¿Así? ¿De una? Estás mal, me va a sacar recagando con la escopeta. ¿No te das cuenta que es la prima?
—O no es nada, andá a saber. —Eso me dejó en orsay— Si no la conocés. Y sino —me señaló con la mano— dejate de joder.
—Igual tenés razón, ¿qué me importa lo que diga el Chiche o su prima? —Yo tenía miedo preguntar, pero no se lo iba a decir, ¿para qué? —es verdad me chupa un huevo.
—Ja, que pelotudo sos. No te chupa un huevo, pero no te queda otra. Che, ¿otra birra?
—No, me piro, estoy raro.

Y si que lo estaba, no cené ¿qué sé yo si dormí?, algo tenía la Mariela, ¿la conocía de algún otro lado? Igual cuando estuve viviendo afuera con mis tíos hippies… No podía ser, tanta coincidencia no podía ser. Imaginaba que lindo debía ser su cuello, su nuca. Es tan linda la nuca de las chicas, tan delicada, ella la debía tener resuave. Acostado en la cama no sabía si estaba hablando solo o medio soñando. Empecé a acordarme de que la había visto hacía dos días cuando llegó al barrio, pero no me había fijado tanto como hoy. Estaba vestida con un color, no era de negro, ¿cuál era?, peinada para atrás y sin el piercing, igual estaba con  la madre y por eso… ¡Con razón no me acordaba, si es que parecía otra, era como más chica, más pendeja! ¿Cuántos años tendría? Debían ser como unos veinte o veinticinco, no debía tener más. Casi tan alta como yo, o igual eran las plataformas de los zapatos siniestros esos, pero sí, era casi igual de alta. Estaba con faldita, o un vestido mediano, ah sí, era color morado, un morado oscuro. Era como si hubiera dejado que le dijeran qué ponerse, pero sin dejar de ser ella, eso me gustó mazo, “aunque la manden y la obliguen saca algo la flaca, no deja que la machaquen, está bien eso”. Eran como las cuatro de la matina y el apolillo me lo llevó a imaginárla más a fondo.

Pasó como un tiro, como corriendo pero caminaba; no la perseguía nadie e igual quería llegar rápido a algún lado. No paré de escanearla ni un segundo hasta que entró en un locutorio. ¿A quién iba a llamar? ¿Quería mandar un mail? Otra vez de negro, con botas altas, desde lejos no pude verle el piercing, pero seguro que lo llevaba, la forma de andar era audaz y libre, estaba como quería estar, así que iba con el piercing seguro. Cruzó la calle y se acercó al locutorio. Estaba en una de las cabinas llamando por teléfono, pero no pude ver mucho; cuando llegué tan cerca como para ver que tenía el piercing en la cara, Mariela se levantó y fue a pagar. ¡Se me puso la piel de gallina! Abrió la puerta de la cabina y durante un microsegundo me miró de frente, como se mira a alguien para saludarlo, “me vio, me vio espiándola”, el temblor de las manos se me subió hasta la coronilla. Mariela pagó como si nada y salió del locutorio, yo soltaba el aire despacito, entrecortado; así todo tenía ganas de seguirla “¿Qué estoy haciendo? ¡Estoy loco!” Me reía solo, la seguí un poco más, disfrutando y sufriendo al mismo tiempo. Pasaron cuatro o diez cuadras, no las conté, estaba en otra. Las pantorrillas de la flaca me despistaban en mi persecución, iban y venían como si se despidieran para después volver unos pasos más adelante. No le veía más piel que la de encima de las pantorrillas y por eso estaba concentrado en ellas. Si es que hasta esa parte del cuerpo —que nadie mira— era linda, forradas en el cuero de las botas tenían la forma ideal, ni muy redondas ni muy finas; el trozo de piel entre la falda y las botas mostraba un cuerpo que no quería ni imaginarme; me tenían hipnotizado, izquierda, derecha, otra vez izquierda y así. Cada dos por tres se paraba en una vidriera para mirar, pero parecía que ni miraba, hacía como que estaba haciendo tiempo o pensando mientras giraba la cabeza: justo ahí podía ver de lado su labios, distinguir su piercing, sus ojitos finos de china, soplarle con la mente el flequillo, hacerle rulitos en el pelo lacio…

Un día no aguanté más y le pregunté al Chiche si era su prima. Me dijo que no, que era amiga de la familia y venía a quedarse porque estaba estudiando en la universidad de acá. No esperaba el detalle, pero el Chiche me hizo la gamba. Yo le presenté a mi prima la Gabi y salimos los cuatro, no me lo podía creer, Mariela era más linda de lo que me imaginaba. Era linda toda, los ojitos, las pestañas largas, la naricita respingona, el piercing ese de brillantitos, los labios —¡Qué ricos!—, la pera medio para afuera, ¿qué sé yo?, toda estaba buenísima. Lo que sí, tenía razón el Osvaldo en lo que me dijo, a veces, era un poco rara. Se ponía como seria ¿cómo cuando te levantás de la siesta y no querés ver a nadie?, así. Le daba como “la loca” y no me llamaba en todo el día. Otras veces se ponía chota y se iba de adonde estábamos. Pero no me importaba mucho, yo estaba reenganchado. “Si al final todos somos un poco raros”, me decía a mi mismo cuando le daba alguna pelotudez.

Así seguimos la onda, estaba remetido, tanto que quise presentarle a mis viejos; la chabona se sacó mal. Algo que no creí nunca que nadie podía tener dentro salió apisonando todo en lo que yo creía hasta entonces. Lo peor de todo no es que estaba reenganchado con la flaca, es que ella me conocía demasiado —más de lo que yo me imaginaba— para entonces. Hoy pensando para atrás, creo que fue el efecto “familia” el que la puso así. Me empezó a tirar con todo. Era como si un dragón malvado hubiera estado encerrado en aquel cuerpo de ángel y yo estaba con la llave para sacarlo de ahí. Terminó mal la cosa: yo intenté calmarla y la agarré de los brazos, la apreté para que dejara de tirarme cosas no se cómo, pero soltó un brazo y me clavó un punzón en el costado. ¡La villera tenía un punzón! ¡Cuántas veces habíamos atracado, le había tocado todo y no me había dado cuenta que llevaba eso!

Reseguro que era una villera disfrazada: me afanó la guita, las llaves de casa y las del auto —apareció por ahí hecho mierda dos días después. Me desperté en un lote baldío, estaba débil, debía ser porque seguía sangrando. Me despertó un vecino y llamó a la policía. En el hospital me cosieron, por suerte me había pinchado sólo el bazo, así todo tuve que quedarme unos días internado. El cuerpo iba mejor cuando salí, pero seguí hecho mierda de la cabeza mucho tiempo. Nunca entenderé lo que pasó; lo que sí, creo que no me enamoro más, y menos de una chirusa como esa; aunque tengo que admitir que todavía me acuerdo de sus pantorrillas, de su ir y venir y de su piel tan suave. Si me la vuelvo a cruzar por la calle no se lo que puede pasar, sólo sé que no la dejaría irse así como así.

5 comentarios:

  1. Pernando, amigo, parece la crónica de un suceso real. Y me encanta toda esa jerga argentina que utilizas a lo largo del relato. Gracias por este gran texto, un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Pernando, una vez más te felicito. Alguien me preguntaba ayer si había leído tu relato, hoy le contestaré que: por que vos insistís, de una me lo leí... Estos diálogos son un regalo a la vista y al oído.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. Precioso relato, cadencioso. Enhorabuena. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Pernando: hoy, muy de mañana, he leído esto que has publicado, y te diré que no me asombra esa calidad del texto, no, cuando veo que algún texto es de tu autoría, no dudo que pasaré un rato feliz. Enhorabuena. (No sé cómo va esto; lo subiste el año pasado, pero, al final lo que importa es tu buen oficio literario).
    Jorge Martínez. México

    ResponderEliminar