martes, 10 de abril de 2012

La Piedra de Luz





        Cansada de la ciudad, aquella mañana de marzo, decidí salir muy temprano hacia la comarca francesa de Languedoc. Desde muy pequeña, había oído hablar del país de los cátaros y me sentía atraída por su forma de vida, por su legado y, por supuesto, su misterioso tesoro.

         Me alojé en un pequeño hostal de Carcasonne. Cuando llegué, al anochecer, la vista iluminada de la ciudad amurallada hizo que mis  pensamientos evocaran la clase de historia de mi profesora Leonor. Ella, nos había contado la leyenda de Gastón, hombre cátaro que consiguió escapar de la matanza de Montsegur y que se decía “guardaba el tesoro de los cátaros junto al que habían traído los templarios de Tierra Santa”.

         Después de ocho horas de sueño reparador, me dirigí en mi coche al castillo de Montsegur.  A lo lejos ya se divisaban sus murallas. El parking estaba desierto a esas horas y las nubes habían apartado al sol de este paisaje, dándole al bosque un aire siniestro.

         Caminé sola siguiendo la senda serpenteante que ascendía hasta el castillo. Imaginaba a los soldados enviados por Roma, acechando entre los árboles, a los habitantes de aquella fortaleza para que  se rindieran. Recordé historias de brujas y hechiceras, de hogueras y de muerte. Me percaté del silencio que reinaba en aquel mundo. Ni un pájaro piaba y sentí frío. Me acercaba a los muros de Montsegur.

         En su interior sólo ruinas y silencio. Sentí lástima por aquellas almas que dieron su vida en aquel bastión maldito. Las notaba revolotear en el interior de mi corazón, pidiendo venganza.

         De repente tropecé con una roca y caí al suelo. Me golpeé la nariz y las gafas volaron, se despeñaron hacia el fondo del bosque. Me incorporé pensando en el dineral que me costarían unas nuevas cuando descubrí la causante de mi tropiezo.

         No era una roca, era una piedra azul, brillante, como una gema. La cogí y la miré deslumbrada. Sus rayos azules, al girarla, comenzaron a surgir de ella, iluminando el castillo y señalando una oquedad al fondo de la muralla, sepultada por una maraña de zarzas. Sin pensar en las consecuencias seguí la línea de luz que surgía de la piedra hasta la cueva, pues era eso, la entrada a una cueva. La propia piedra me guiaba, sentía su fuerza en mi mano, y su luminosidad me permitía ver el interior oscuro. Una bandada de murciélagos espantados voló sobre mi cabeza emitiendo chillidos. Grité a sabiendas de que nadie iba a oírme. Caminé por el sinuoso y estrecho sendero hasta que comenzó a abrirse para desembocar en una especie de habitáculo mayor. Las paredes estaban decoradas por extraños signos e inscripciones. Me acerqué a una de ellas…¡Parecía escrita en lengua de OC! Comencé a leer en voz alta mientras oía algo que se arrastraba a mis espaldas. Giré la cabeza lentamente y vi a una mujer con una antorcha.

-Has tardado demasiado, Blanca.

¡Sabía mi nombre!…Era una mujer bellísima. La piel clara y largos cabellos pelirrojos cayendo sobre los hombros. ¡Se parecía a Leonor, mi profesora! Los ojos azules me miraron esperanzados:

-Tenemos demasiadas visitas. Tienes que tomar mi relevo o el tesoro correrá peligro.

-¿Eres Leonor? ¿De qué tesoro me hablas, por qué he de tomar el relevo y para qué?

-Encontraste la piedra, eres “la elegida”. Te hago entrega del tesoro, devuélveme la piedra.

Me tendió una caja de madera labrada. La tomé entre mis manos, apenas pesaba. Ella cogió la piedra, los rayos azules continuaban iluminando aquella escena de película de aventuras. Yo obedecía como una autómata a todo lo que Leonor me decía. Al final, mientras me acompañaba a la salida, me dijo que disiparía todas mis dudas si buscaba un sitio seguro para la caja y acudía en cuarenta y ocho horas a la capilla de la iglesia de Montserrat.

Caminé por el bosque y pisé algo que chasqueó bajo mis pies. Eran mis gafas. Menos mal que en el coche siempre llevaba otro par. Sin ellas no podría conducir. Ahora, con mis gafas aplastadas, volví a sentir un crujido a mis espaldas. Me giré y descubrí a un caballero que me sonreía.

-No te asustes, Blanca. Soy Gastón, el último guardián de Montsegur. Eres la elegida, si, tú. Leonor nos habló de tu vida. Siempre leyendo nuestra historia, admirándonos. Eres parte nuestra. Tienes el corazón puro, sin heridas, sin odios, sin rencores acumulados. Nuestro tesoro estará seguro en tus manos. Nunca harás uso de su poder, por eso eres la guardiana del tesoro cátaro.

Y, sin dejarme tiempo para contestarle, desapareció entre la espesura del bosque.

Regresé al refugio del pequeño hostal y me tumbé en la cama. Necesitaba pensar. Todo parecía un sueño, una película sacada de un arcón donde el travieso guionista moldeaba la trama con mis recuerdos. Contemplé la caja y decidí llevarla a casa. Allí estaría segura. En mi apartamento dónde nunca entraba nadie. En la soledad de las frías paredes de mi hogar, ningún espía imaginaría que se escondía el tesoro cátaro, el último poder aún vivo en la tierra.

        

domingo, 8 de abril de 2012

LA LUNA

LA LUNA

Las dos menos veinte. Rañín está tranquilo, hacía unas horas que los vecinos habían marchado, ya solo quedaban unos pocos que preferían estar en calma un par de días más. El silencio interrumpía nuestras conversaciones a la altura de las nubes, colándose entre las palabras que nuestros labios entonces pronunciaban. Los pájaros piaban, el soplo del viento, que movía ligeramente las hojas de los olivos, susurraba paz y el sol estaba escondido tras la niebla, que a su vez se ocultaba entre las montañas. Este paraje fue interrumpido por una voz de tonalidad grave, que preguntaba: “¿macarrones o espaguetis?” Por fin alguien se dignaba a hacer la comida. Dos menos diez, Rosa y Mercedes continuaban estudiando, mientras en la pequeña cocina parecían cocinarse varias cosas a la vez. La calma se había esfumado junto al humo que desprendía el cigarro de una estudiante nerviosa. Apenas podía apreciarse el chapoteo de las gotas de lluvia rozando el suelo, formando pequeños reflejos en el mismo.

En la terraza hacía frío, mucho frío, pero todo compensaba al escuchar cómo el horizonte respiraba. Es un día nublado, triste para algunos, pero espectacular para mí. Ver las nubes negras avanzando lentamente, observar las montañas entre las diminutas gotas de agua que caen inclinadas y que chocan rápidamente contra el suelo.

La calma regresaba, mientras Adele sonaba de fondo. Una canción que transmitía sentimientos de todo tipo. Carcajadas indicaban que se había dejado de lado el estudio por un rato, y había sido cambiado por una cerveza y una buena tertulia. El olor a comida recién hecha movía de un lado a otro de la cocina al hambriento. Ahora, la música camufla las conversaciones, así yo puedo concentrarme a la vez que me relajo. Miento, no puedo relajarme con el cansado de mi hermano dándome la tabarra aquí arriba, mejor bajo abajo. Bajo cuidadosamente, el ordenador portátil es muy frágil, y las escaleras muy resbaladizas. Aquí abajo está Ana sentada en el sofá, mirando absorta su repertorio de canciones que ha traído para nosotros. De repente, una nube negra se posa encima de nuestra casa, y comienza a llover fuertemente mientras el viento arrastra las gotas contra los cristales de las ventanas. Todos escuchamos atentamente los truenos que retumban entre las montañas y el valle. Entablo una conversación de unos 20 minutos con ella, sobre su página de blog, y cosas que a ella y a mi nos interesan. En ese momento me doy cuenta de que ella y yo compartimos más cosas de las que pensaba. Un momento, la lluvia ha cesado, pero sigue siendo difícil ver las montañas entre la espesa niebla blanca. El frío permanece almacenado en la terraza, y desde la ventana puedo ver el pueblo encharcado, la torre de la iglesia rozando las nubes, y los columpios moviéndose turnadamente hacia delante y hacia detrás. Un escalofrío recorre mi cuerpo lentamente. Me siento en el sillón, con la tripa llena, estoy estancada. Todavía siento como los macarrones descienden por mi esófago. Es una sensación desagradable. Otro escalofrío me mueve, me acerco a mirar el termostato, 19ºC. Después de una tarde de juegos de cartas, trucos de mágica y largas conversaciones con el procedimiento administrativo de fondo, llega la hora de la cena. Antes de ir a la mesa, me siento en la butaca frente al fuego. De repente, estoy ensimismada entre las llamas y el humo, entre la fuerte luz roja que desprende y que te absorbe, entre el ansiado calor que contrasta con el frío que penetra por las ventanas.

Por tercera vez, siento el mismo escalofrío que anteriormente me había recorrido, y, casi sin notarlo, salgo del trance con un estruendo que procedía de arriba. — ¿Qué ha sido eso?— pregunto. —¿Ese ruido?. Todos me miran extrañados, como si hablara en chino. No pude sostener sus miradas, entonces marché escaleras arriba. Una vez allí, cuando el disgusto aún me sabía amargo, recordé el ruido que nadie más había escuchado, pues volvió a producirse. Sentí miedo, mucho miedo. El ruido sonó una y otra vez, acelerando el ritmo, sonaban como pasos, y cada vez más rápidos hasta que casi parecía una persona corriendo. Mi corazón latía acelerando casi tan rápido como el ruido, pedí ayuda pero todos habían ido a buscar madera para la hoguera, comencé a agobiarme y a faltarme el aire en los pulmones, podía notar el pulso en mi frente, cuando las lágrimas recorrían lentamente humedeciendo mis mejillas me di cuenta. Un momento, ya no escucho nada. Pude calmarme y pensar, el ruido venía de detrás de la cortinilla que había colgada para tapar la parte estrecha del altillo. Busqué fuerzas de donde no las había para armarme de valor y correr la cortina. Me sequé las lágrimas y alargué la mano temblorosa hasta agarrar la esquina de esta, tragué saliva y… ¡nada! Ni una persona, ni un animal que podía haberse colado ni ¡nada! No comprendía. Otra vez el ruido. Sonaba de la esquina más alejada de la cortina, una esquina completamente oscura y polvorienta. Allí había algo más, parecían cenizas, o quizá polvo, o tal vez me estaba volviendo loca. Agachada y como pude, me acerqué hasta escuchar los pasos a escasos centímetros de mí. ¡Alto! Algo se está acercando. Yo me tapé la boca para no hacer ruido. Notaba una respiración en mi rostro, que se movía hasta notar el cálido aliento en la nuca. Y de repente noté como la presencia se alejó a través de la cortina escaleras abajo. Corrí tras ella pero bajando di un traspiés y rodé las últimas cuatro escaleras. Cuando levanté y me acerqué a la puerta, ésta estaba abierta, y sentí un frío intenso en las manos y en los pies. Tenía la cara helada y la nariz roja. Me acerqué de nuevo al termostato, y este marcaba 8ºC. Entonces recordé que hacía un tiempo leí que una presencia espiritual hace bajar la temperatura. En ese momento, con la tez pálida como la nieve, giré la cara y leí escrito en el vaho del cristal: “ayuda”. Me sobresalté a mi misma con un grito involuntario y mis piernas empezaron a moverse rápidamente hasta la calle. Todo estaba oscuro, casi no podía distinguir los coches que había aparcados. Voces, oigo voces y risas. Me coloqué en una esquina de la fachada justo detrás de un coche con los ojos cerrados, la diferencia era inapreciable. De repente una mano se posó en mi hombro y ambos gritamos a la par. Era mi hermano y los demás. –“Lo mataré, algún día lo mataré” –maldije por lo bajini. Subimos en grupo las escaleras hasta la puerta de casa. –“María, recoge el palo que se me ha resbalado de las manos” –escuché. Agaché la mirada y divisé el palito de las narices. Sí, se había quedado fuera del portal. Refunfuñé hasta escuchar la frase “no colaboras”. Bajé indignada. Abrí la puerta del portal, asomé la cabeza y me aseguré que la calle continuaba desierta. Temblaba, no estoy segura si por frío, o por puro miedo. Cuando alargué la mano para recoger el madero algo me agarró y me arrastró hasta ascender la ladera de dos metros que había justo enfrente de nuestra casa. Quise gritar, quise chillar, pero no pude, mi voz se había congelado al mismo tiempo que mis dedos. Una vez allí, levanté la cabeza hasta darme cuenta que no había absolutamente nadie. Guardé la calma. – “¿Hola?” –dije. Nadie contestó. Una dulce brisa acarició mi cara y enredó mi pelo. Parecía un susurro. Es extraño, ya no tengo miedo. Algo me inspiró confianza. De repente una luz blanca se colocó en frente de mí. Quería decirme algo, pensé, hasta que comenzó ha hablarme en pequeños susurros acompañados de frías brisas.

—“No puedo, no puedo, no puedo”; —repetía. –“¿Que no puedes?” –respondí.

-“Marcharme”. No lo entendía. –“Escucha” –me dijo.

-“Soy un espíritu que busca paz. Tengo que irme de aquí, pero no puedo. Mi mujer falleció hace un par de años, y su última voluntad fue ser incinerada y que sus cenizas fueran lanzadas a la merced del viento en esta misma ladera. Caí enfermo, fallecí. Nunca pude lanzar sus cenizas. No puedo abandonar esta casa dejando aquí a mi mujer”.

-“¿Quién es tu mujer?”.

-“Mi mujer es cada puntito que ves en el cielo, para mí, es todo eso y más, es la luna que cada noche brilla y nos ilumina”.

-“Dios mío”-pensé. – “¿Dónde están las cenizas?” –dije. Él me respondió que estaban en la esquina del altillo. ¡Claro! No me estaba volviendo loca, ¿no?. No, tuve tiempo de averiguarlo. Subí corriendo a mi casa y antes de que a nadie le diese tiempo de preguntar que estaba haciendo bajé con un puñado de polvo y cenizas. –“Lánzalas” –me ordenó. Tomé aire a la vez que cerraba por un instante los ojos. Doblé las rodillas para coger impulso, doblé los brazos, y de un salto las dejé volar. Subieron un par de metros sobre mí, y cuando se disponían a caer al suelo de nuevo, una fuerte ventisca me azotó y elevo las cenizas hasta lo alto de los cielos, hasta rozar las estrellas de la noche. Yo sonreí, y, ¿sabéis qué? Por primera vez, mis ojos pudieron contemplar como la Luna me devolvía la sonrisa.

sábado, 7 de abril de 2012

EL PRESENTADOR



             Lucrecia me dijo que se llamaba Paco y que era el presentador. Nos dimos un beso, me pareció simpático y jovial. Me aburren esas presentaciones en las que, un señor, vestido con traje de chaqueta y aire taciturno, dándoselas de intelectual, se dedica a dormir a los asistentes contando la vida del escritor, en este caso escritores. Paco, por el contrario, consiguió hacernos olvidar la desafortunada intervención del presidente de la sala. Desde su posición, cercana a todos, comenzó a hablarnos del día que conoció a Lucrecia. No sé si era Leocadia, quien nos hacía gestos de negación con las manos. Pero todos sabíamos que no era lo que contaba lo más importante, sino cómo lo contaba. Con nuestro libro en la mano, nos habló de los personajes y de los lugares que habitaban, de si hacía frío o pasaba un tren, de la nieve y de la lluvia y así…me sumergí en el mejor sueño de mi vida…mi relato había sido publicado.

CHARLA DE COMPAÑEROS




- ¿Qué te parece la última?

- ¿A qué te refieres?

- Sé de buena fuente que si recalificamos los terrenos de La Serranía, nos pagarán doscientos mil  a cada uno.

- ¡Ja, ja! Me hace gracia lo de “nos pagarán”.

- Bueno ya sabes…

- Somos mayores…Con esto y alguna “cosita” más que caiga…me retiro cuando acabe la legislatura.

- Yo también. Hemos estado a punto de caer con lo de Mallorca. ¡Menos mal que nos avisaron a tiempo!

- ¡Uuufff!…Me veía entre rejas…A nuestra edad… ¡Qué vergüenza!

- ¿Tienes  solucionado lo de tus hijos?

- Si, he instruido al más pequeño. Parece  el único capaz de seguir mis pasos.

- ¡Magnífico! Mis hijos no quieren saber nada de política. La chica…a lo mejor, pero es muy joven.

-¡Mejor, si es joven!…Además, con la moda esa de la paridad en los mandos ejecutivos…con su apellido lo tiene más que claro.

- Sí, tienes razón… ¡La orientaré para que haga derecho, por lo menos!

- ¿Sabes? En el fondo siento pena por Jaime…pero, era el más indicado.