martes, 3 de septiembre de 2013

MEMORIAS: El tío Julio

  
Anoche me acordé de mi tío Julio. Bueno, en realidad recordé una anécdota que solía contar su esposa, la señora Paca. Que Dios los tenga en su gloria a los dos.
Mi tío era una persona normal. A pesar de que no guardaba ningún parecido físico con mi padre, el uno moreno de ojos marrones y el otro rubio de increíbles ojos verdes, eran hermanos de sangre. Apuesto en su juventud, con aquella apariencia nórdica, bien vestido y mejor peinado, y el sempiterno cigarrillo entre los dedos. Un galán.
Tan diferente al hombre, ya entrado en años, que aquella noche llegaba a casa con un par de vasos de vino de más, o una docena de más, a partir del cuarto vaso ya había perdido la cuenta. Aquel Julio, descuidado, gordo, barrigón en exceso y medio calvo, entró de puntillas, en la casa, para no despertar a su señora. Como hacía siempre que llegaba a deshora, se fue directo al baño. Al cabo de un rato de permanecer en el minúsculo cuartito de aseo, el sueño de la Paca le importó un comino.
- ¡Paca! ¡Paca, ven!
Aquella mujer pegó un bote en la cama que a punto estuvo de desmontarla, pues no abultaba menos que su marido.
-¡Paca! Dios mío, que no la encuentro. Que la debí perder en el bar.
- Que pasa, hombre, con tanto escándalo.
-Coño, que no está. Que se me tuvo que caer en el bar.
- ¿El qué? No habrás perdido la cartera. ¡Te mato!
- … Que no, ¿no ves? Que no tengo con que mear…
Anoche, a las cuatro o cuatro y cuarto de la madrugada, me levanté al baño.
Anoche me acorde del tío Julio.


Foixos

domingo, 1 de septiembre de 2013

Guarden el secreto (Engracia's dreams)




En el hotel nadie lo sabe, por lo menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda, gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas semanas.

En primer lugar, me presentaré: tengo cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán, por razones obvias no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El muy mameluco –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa, la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.

Entre tanto debía buscar una pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después la iba a dejar como los chorros del oro. Fue entonces cuando empezó todo. Yo, que nunca he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que me hace, esa noche soñé que conducía un BMW por una autopista de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían nombres terminados en –burg, –berg, -tadt, -brück o cosas por el estilo. En el sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas que era un poquito maricón y quería quedarse conmigo, porque en su despacho solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero también es muy honrada y decente.

Por la mañana le sonsaqué a Matías, el recepcionista (que sí, que no se llama Matías), la identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa: era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.

Discurrí luego que al fin y al cabo todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que  a menudo soñaba cosas que luego iban y le ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja, buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurrían a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido presentada.

La noche siguiente dormí en la habitación 504. Volví a soñar. Esta vez  tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en ese mundillo creo que equivale a decir que eres un cero a la izquierda, había sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de mi reloj Kasio y me desperté.

Ni que decir tiene que intenté y pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos encantados.

Sin embargo, todo lo ocurrido lejos de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en habitación.

Esto que me ocurre y ahora ya conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con todo este maltraer, como lo llama la tonta. Yo creo que en realidad tiene celos, pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada, pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.

viernes, 12 de julio de 2013

El viejo músico




El viejo músico se queda mirando, pasmado, la portada de ese antiguo disco de vinilo en la que aparecen sonriendo un hombre blanco y otro de color. El primero de ellos sujeta una trompeta, el segundo un saxo. El fan, que adora esa grabación y se moría por un autógrafo, desconocía que su ídolo, con el brazo derecho paralizado y la mente en otro universo, baila el último vals sobre la silla de ruedas que conducen las enfermeras de un geriátrico en un apartado pueblo del medio oeste. El artista sigue observando en silencio la cubierta de esa joya imperecedera y comienza a acariciar con su mano izquierda el que hace décadas fue su propio rostro. En la otra, en la mano muerta, los dedos resucitan un instante: sus yemas tamborilean sobre el pantalón del pijama, como si quisieran pulsar unos pistones invisibles. De repente gira la cabeza y, dirigiéndose a su admirador, le pregunta: “¿Dónde está mi trompeta, Harry?”. El visitante, que ni se llama Harry ni tiene la más remota idea del paradero del instrumento aunque daría todo lo que posee por averiguarlo, no consigue reprimir una lágrima. Con la voz entrecortada le responde: “Mañana te la traigo, Buck”. Entonces el anciano sonríe, tal y como hacía el joven de la foto cincuenta y cinco años atrás. El buen samaritano le abraza y se aleja apesadumbrado. Sabe cabalmente que dentro de diez minutos Buck ya no recordará nada.


miércoles, 10 de julio de 2013

UN MARAVILLOSO BESO



Un pequeño carraspeo me distrae de mi lectura y al girarme lo veo apoyado en la esquina de la estantería. Miro esa cara, a la que quiero tanto, hipnotizada por la intensidad y el miedo que refleja su mirada; es como si el dolor y la esperanza inundaran todo su cuerpo. Se acerca con prudencia, sin saber como voy a reaccionar. Sus manos temblorosas se posan en mi espalda sin dejar de mirarnos, se inclina, cierra los ojos y me besa, suavemente. Yo, me dejo llevar... Olvido que horas antes nuestros corazones se rompían a cachos tras una larga discusión. Su cercanía despierta mi libido... Verle así, anulado por mí... Oh. Dios mío... de repente la naturaleza del beso cambia; ya no es dulce y prudente por miedo al rechazo. Ahora se vuelve carnal, profundo, devorador... Su lengua me invade la boca, en un beso desesperado y necesitado. Mientras, el deseo se va extendiendo por mi sangre, despertando todas las terminaciones nerviosas, haciendo que se tensen tanto los músculos como los tendones a su paso, acerco más las caderas a las suyas y noto su necesidad. Ahora me siento bien, amada y deseada, y no quiero pensar en nada más, tan solo, disfrutar de este momento.