En un abrir y cerrar de ojos aquella llanura congelada se convirtió en un vergel. Desaparecieron las heladas escarchas, el dolor en las manos, la quemazón en la nariz, el aliento mortal. Fue como si el sol barriera con toda la mufa de una mañana desolada, fue como si la penumbra del invierno se borrara de un plumazo con sólo una mirada suya. Porque ella estaba allí.
Todo aquel tiempo había sido una cárcel fría, gélida, despiadada; todo aquel tiempo sin sus ojos había sido una tremenda pesadilla que no tenía más remedio que una sencilla mirada. Una profunda y perdurable mirada que consoló su alma, que calmó sus espasmos, que devolvió la vida a sus manos, a sus raquíticos dedos. Pupilas inmensas que llenaban de ternura los más recónditos rincones de un cuerpo inerte y vivo a la vez. Estalactitas de amor nacían dentro de su alma gracias al hondo ser que salía por debajo de unas sutiles cejas marrones.
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