viernes, 22 de julio de 2016

¿Quién vigila a quién?

               



                                         


Había terminado el máster de espionaje internacional con las mejores calificaciones. El servicio de inteligencia gubernamental lo contrató de inmediato.
Primero debía  infiltrarse entre los servicios secretos americanos. Estos le indicaron que investigara a fondo al servicio de inteligencia ruso, quien, a su vez, le ordenó que espiara las actividades de la CIA. En poco tiempo se había convertido en agente triple y pronto comenzó a experimentar la incertidumbre  característica  del espía profesional. 
Aquella noche llegó a la suite del hotel angustiado, con la sensación de tener a alguien pegado a la nuca. Se despojó de su smoking  y se metió en la ducha. Cerró los párpados. Recibió con placer el agua fría resbalando por la piel de su rostro fatigado. Notaba cómo su verdadera identidad se diluía hasta desaparecer por el desagüe. No  podía recordar su auténtico nombre. Tampoco el origen de su lengua materna...
Seguramente le ocurría lo mismo al tipo que le observaba detrás del espejo y al que se disponía a liquidar en ese preciso instante.
Lástima que alguien cambiara su arma por una pistola de agua…


Amparo Hoyos

jueves, 7 de julio de 2016

El trasplante



Ilustración de Daz (Malasia)



El anciano se había ofrecido como donante, por escrito y firmado ante notario. Así que, tan pronto recibió el aviso, se presentó en la clínica a toda prisa, radiante de felicidad —a pesar de la silla de ruedas, el marcapasos y la botella de oxígeno—; por fin iba a realizar su sueño. En cambio, el receptor, un portero de fútbol de primera división que se había abierto el cráneo contra un poste, con sus últimas fuerzas repetía:

—No por favor, no quiero ese trasplante, me niego…

A lo que el cirujano jefe le replicaba:

—La alternativa es la muerte, cierta y rápida.

—¡Pues moriré! ¡Deniego mi permiso para recibir ese trasplante!

—Según la legislación vigente, en este caso decide el donante. Al que en estos momentos están ya preparando para la operación.

Apenas trajeron al anciano donante acostado en una camilla, al entrar en el quirófano ya venía pidiendo excitado:

—¡Anestesia, por favor!

En tanto el receptor sollozaba:

—No, por favor, tened piedad, no…

Y el donante insistía:

—¡Corte cirujano, corte!

Al tiempo que, con un arrugado y tembloroso dedo, señalaba su cuello:

—¡Córteme el cuello y pégueme ese pedazo de cuerpo!

—¿¡Y que va a pasar con mi cabeza, vejestorio!?

—¿Esa coliflor? Chico, no sé cómo puedes seguir hablando, el cerebro lo tienes en una bandeja de plástico. Si notas un cosquilleo, son las moscas que andan chupando sesos.

—¡Mentira!…

—Tranquilo, chaval, todo cuadra: le pondrán tu cabeza a mi cuerpo y meterán el conjunto en un ataúd. ¡Chapeau!, tío.

—Pero…

—Tú no te preocupes, en cuanto cicatrice la unión, yo, decidiré si a mí me apetece acercarme paseando por el cementerio para traer flores a nuestra tumba. Bueno… si las jovencitas me dejan algún respiro.

—¡Ya está bien de cháchara! —cortó el cirujano— ¿a mí quién me va a pagar?

—Pues… el chaval este debe estar forrado, quince veces en la selección nacional…

—Sí, vejestorio, tengo más de veinte millones en Gibraltar.

—Perfecto.

—No corran tanto, sin la contraseña no hay dinero; y la única copia está en mi cerebro, el que se comen las moscas.

—Pensándolo bien, este cerebro no está tan mal, he hecho operaciones más difíciles… Claro que cráneo, lo que es cráneo, no queda nada… ¡El del viejo, le pondré el cráneo del viejo! Con su cerebro dentro, claro. Eso sí, le advierto de que se quedará calvo.

Tico Lorente (Carlet)

martes, 28 de junio de 2016

Carta subliminal




Tan conocido, que pensé que la puerta se transformó en automática solo para recibirnos. Esa bienvenida se confirmó como amigable en la mutación de nuestros rostros, que palidecían en el ambiente despojándose del rosado, en particular el de la sonrisa.

Una vez colocadas, empecé a reiterarme en mi manía: La mirada al reloj de pulsera que me correspondía, con descargas de hastío para desembocar en un deseo de escape. Aparecieron cuatro hombres reunidos que se sonríen, invitándome a participar en su juego, y me reparten una de las cinco cartas.

Alterada por  la voz megafónica que me reclamó, pues mi familiar no podía, acudí al mostrador de urgencias dejando mi carta boca abajo sobre la camilla de ese anciano que no había parado de quejarse durante todo el tiempo. Cuando ya me informaron que las pruebas eran correctas me alegré, también porque podría volver a encontrarme con ellos. Recuperé mi carta y al rozarle ligeramente con mi mano, el grito del anciano me resultó el más humillante de todos.

Miré perplejo aquella calavera y quedé pensando, pero intuí que era un comodín, y eso me reconfortó. Otra sonrisa de los presentes al mostrar mi carta, la siguiente al mostrarme las suyas, que son los ases de los diferentes palos.

Los reclamos del anciano no tardaron en abandonarnos—cuestión de 5 minutos, calculé—. De pronto, los sanitarios se agolparon en torno a él al percibir la ausencia de silencio y llegaron apresurados, confiando en poder devolvérselos. El médico confirmó la sospecha.

Obligados, mis pies se arrastraron hacia atrás para que las ruedas de la camilla no me los pisasen y aquella se alejó en trayectoria recta por el pasillo hacia el indicador de salida marcado en letras negras. A su paso también encontró a mis amigos, que se unieron en aquella  huida del habitáculo, donde le acompañaron con la cabeza inclinada hacia abajo hasta desaparecer del alcance de nuestra visión.

Quedé pensando que aquel aviso megafònico nos salvó de un buen contratiempo.

Laura Castaño Lluna

viernes, 24 de junio de 2016

La truculenta historia de un binladen




Si yo hablara…

Me estrenó Don Mario Duque cuando me quedé pegado a sus dedos en el banco, una radiante mañana de primavera.

—Vaya gorrominos —dijo—, esto de quinientos euros es hacer las cosas a medias, lo correcto sería un billete de mil; la columna la tengo ya tocada de acarrear tanto peso de aquí a casa.
»¡Toma! Mira este: su numeración termina en 543210; es un presagio.

Así que, con él me fui; no sin una nutrida compañía. Al poco, cuando los diez mil compañeros anunciaban que emigrábamos a Suiza, un buen puñado de nosotros nos encontramos de golpe en la cartera de Jaime Gil el constructor, por no sé qué mansión en Marbella. De ahí a las manos del tesorero Cárdenas, junto con siete palabras:

—¿Tardará mucho la recalificación de los terrenos?
—Las cosas de palacio…
—Tengo accionistas a los que debo dar cuentas.
—¿No querrá pedirme un recibo?
—No, hombre, que no vamos de pardillos.

Apenas se marchó, nuestro nuevo dueño nos dividió en dos montones iguales: la mitad desapareció en un gigantesco bolsillo que no parecía tener fondo, en tanto el resto, en un ascensor y con prisas, pasó a manos de un melenudo en chanclas que lo llevó directo al despacho oficial del señor alcalde, ataviado de rigurosa gala: camiseta desteñida a juego con un Meiba de Miky Mouse. De allí al urinario unisex donde se habían montado una buena. Y, de alguna manera, nuestro sobre acabó en manos del Maestro, que salía en el AVE para Sevilla, donde sus cursillos se esperaban como el maná.

Al pasar por Alcornoque de la Sierra Pelada, la mitad fuimos arrojados por la ventanilla (una pequeñita) junto con una nota: “para que te compres unas bragas para que yo te las pueda romper”. Así fue como una cincuentena de nosotros —en el manoseado sobre alojado en las bragas—, nos paseamos por el soleado pueblo de camino a la Templo del Palmeral. La buena mujer se reservó la mitad de nosotros para asegurar esta vida, en tanto el resto lo invertía en la del más allá. Su santidad olisqueó el sobre, nos contó, bendijo al alma caritativa y nos guardó junto a los calzoncillos milagrosos, los que lavaban los ángeles. Transfirió la mitad a las Islas Caimán y con el resto pagó al gafitas autor de su página web, en la que vendía perolas milagrosas a sus fieles (cualquier alimento cocinado en ellas perdía toda su valor nutritivo, por lo que se podía comer como cerdos y adelgazar).

El informático miope se jugó al póker on line la mitad —que por supuesto perdió— y el resto nos destinó a su madre, no sin previamente introducirnos en el microondas para desinfectarnos (que falta nos hacía). Para celebrarlo, la buena señora se fue de vacaciones a Mallorca acompañada de una foto de su difunto marido donde, al dorso, había anotado el teléfono de la agencia de caballeros-acompañantes que le había pasado una amiga en la iglesia. En el salón del hotel —invadido por los alemanes— se quedó sin respiración al ver aparecer al que sería el primer amor comprado de su vida: trajeado, más tieso que un palo, cabellos engominados y andares de triunfador. De madrugada, cuando me entregó —a mí, al número 543210—, el caballero, al reconocerme, rió, lloró y volvió a reír entretanto sus labios murmuraban:

—Has vuelto a mí, amor mío, has vuelto, aunque vengas solo.

Pobre diablo, no sé cuándo aprenderá que nosotros no tenemos amigos; somos al portador.

Entretanto, en la tele sonaba la nueva letra del himno nacional:

“Esto si es felicidad
De trabajo ni hablar
Olé, olé
Con todo el día de juerga…
¡No hay vida mejor!”


Tico Lorente (Carlet)