viernes, 11 de octubre de 2013

Desconocidos


La llave se quedó atascada en la cerradura. El anciano dejó la maleta sobre el tranco y oteó las casas encaladas del pueblo. Sus ojos se cruzaron con los de una anciana, vestida de luto, que regaba los geranios de su portal.

Se acercó.

—Buenos días, señora, ¿tendría aceite para engrasar?

—No sé si le servirá. Esa puerta no se abre desde hace mucho.

Le invitó a entrar.

La mujer rebuscó en un armario; mientras tanto, el hombre observaba una foto de boda.

—En aquella casa vivió un joven con el que novié antes de casarme. Un día se marchó. Me prometió volver cuando pudiera darme una vida de princesa.

El anciano la escuchaba, embebido en la imagen de la joven del retrato; en su pelo azabache, en su sonrisa cautivadora.

—Todavía espero su regreso —Suspiró—. Ver de nuevo su gallardía, su pelo rubio, sus fuertes brazos...

Cuando se volvió para entregarle la aceitera, el hombre ya se había ido.

Salió a la calle y lo vio alejarse cargado con su maleta. Algo le vino a la boca pero murió en sus labios.

¿España va mejor?













Subió una parada de metro después que yo. Era morena, joven y guapa. Me preguntó cómo podía llegar a la Alameda. Le dije que tenía que hacer trasbordo en Ángel Guimerá. Al momento ya se estaba cogiendo de mi brazo. Me dijo que la perdonara, que no sabía lo que le pasaba, que se ahogaba allí dentro. Debe ser por lo del trabajo, añadió. Me pidió que la perdonara de nuevo, que hablar era la única manera de controlar el terror que sentía. Empecé a preguntarle por su trabajo para que se calmara. Me informó de que su empresa iba a cerrar y de que ella se iba a quedar en el paro con 42 años.  Traté de animarla diciéndole que ya encontraría otro trabajo. Ella insistía en que no sabía lo que le pasaba pero que no podía soportar estar allí dentro. Para distraerla le conté mi viaje a Lisboa en una avioneta para 8 pasajeros que parecía una lata vieja y cómo tuvimos que estar consolando todo el viaje a una pasajera angustiada. No debí de estar muy acertada con mis intentos de confortarla porque a la parada siguiente se despidió de mí y se bajó. Cuando llegué a casa y encendí el televisor, la Uno informaba de los  avances que estaba experimentando la economía española  y auguraba mejoras para el 2014.

jueves, 10 de octubre de 2013

SIN PERDÓN



 Imagen bajo licencia "CC. By Nc Sa" cortesía de malglam




Una pequeña y fugaz batalla interior dio como resultado un desahogo emocional que lo sumió directamente en una tranquilidad ligeramente culpable.
Él viajaba en un autobus distinto, con una ruta distinta, con gente distinta. Todo era distinto ese jueves.
Su espalda se quejaba acorde con sus omóplatos debido al forcejeo y sentía sus manos temblar de menos a más mientras miraba hacia abajo contemplando como la sangre le resbalaba a través de cada uno de sus dedos y dibujaban un círculo en el suelo en el que fijaba su mirada, perdiéndose por enésima vez en sus entumecidos recuerdos.


Ese jueves todo fue a peor.
Había entrado en parada tres veces casi consecutivas y logró mantenerse en el mundo de los vivos en estado crítico. Él se sentía derrotado, tenía el corazón hundido en la tristeza intentando sacar fuerzas para respirar y afrontar otro día más sin la certeza de verla al día siguiente. Cada descenso de la maquina que la mantenía con vida se convertían en astillas que se introducían en los rincones mas protegidos de su castigado corazón, desangrándolo lentamente mientras la desesperación tocaba a las puertas de su mente.

Ese jueves todo fue a peor.
Sentado en un parque lloraba desconsolado. Intentaba no hundirse en la oscuridad y se agarraba a cualquier recuerdo para seguir a flote. La imagen de la sabana blanca cubriendo a su hija se incrustó en su alma hasta dejarla seca y no podía asimilar que se hubiera ido. Su memoria lo traicionaba repetidas veces recordándola tan pequeña en sus brazos, tan mediana corriendo por la calle y tan grande e impetuosa en su boda. Ella era la perfección abrazada por un traje blanco.

Ese jueves todo fue a peor.
Mientras subía las escaleras, la tarde se echaba encima del día y traía consigo a la noche conspiradora que solo hacía acrecentar las intenciones de su pobre alma. Su respiración se quejaba mientras subía hacia su destino, reconociendo en el fondo que su mente seguía perdida en imágenes del pasado y su corazón seguía sentado en aquella habitación de hospital. Tocó a la puerta, esperó unos breves segundos, un individuo de unos 36 años apareció al otro lado, cruzaron miradas pero no palabras, hasta que el cuchillo atravesó repetidas veces el joven pecho dejándolo inerte junto a la puerta con su mano aún colocada en el pomo mientras las lágrimas perdidas entre sus sollozos humedecían la aún débil sangre que emanaba sin prisa. Henry lloraba con ansiedad, el dolor lo perforaba en un suspiro punzante que no acababa nunca, paseándose por su recuerdo mientras hundía aún más el arma blanca en la carne. La brisa que entraba por la ventana le traía un olor que solo podía calificar con la palabra venganza.

Ese jueves todo fue a peor.
El autobus se paró en seco y durante unos segundos nadie habló. Henry seguía perdido en sus recuerdos, entre los que figuraban varias denuncias por maltrato impuestas por su hija sobre su marido, unas cuantas ordenes de alejamiento no cumplidas y las muchas veces que la había encontrado medio muerta en su piso cuando después de un gran esfuerzo, conseguía llamarlo para que la llevara al hospital. 

La mano en su hombro de un agente de policía lo sacó de su destierro mental. Tras pedirle varias veces educadamente que se apeara del autobús y le acompañara, lo cogió del brazo y lo levantó de su asiento. Henry caminaba tranquilo, sosegado, con la conciencia tranquila a pesar de lo que acababa de hacer hacía escasas horas. "¿Acaso no es lo justo?" Él dedicó su vida entera a criar a su hija, quería que fuera feliz todos y cada uno de los minutos que componían su existencia, la vio crecer sana, fuerte, era parte de él, cada vez que la miraba se enamoraba, se parecía tanto a su madre que lo hacía sentir el doble de orgulloso, cuando le decía papá, el mundo daba igual, cuando el mundo le daba igual, necesitaba que le dijera papá. Ella te hablaba 2 minutos y te insuflaba alegría para toda una semana y no tenía unos ojos bonitos, tenía unos ojos para mirarlos toda la vida. Ella era de él y de nadie más y cada año de maltrato hacia ella por parte de aquel individuo que ahora yacía en su puerta, le restaron 10 de vida a su pobre existencia. De repente y sin darse cuenta, se arrodilló en mitad de la calle y comenzó a llorar mirando hacia arriba bajo la atenta mirada de los dos policías que lo agarraban.

–Al fin se ha hecho justicia amor mío, cuídala en la muerte lo que no pudiste en vida, yo pronto me reuniré con vosotras.

Un mes después, Henry murió en su celda, y aún cuentan que lo hizo con una gran sonrisa.

lunes, 7 de octubre de 2013

La sombra




Vivo en un pequeño pueblo en el que todos nos conocemos. Cuando de chiquillo me cruzaba con los viejos, con los abuelos y abuelas de mis amigos, los evitaba a toda costa. Si se acercaban hacia mí, tomaba la primera calle a derecha o izquierda o bien daba media vuelta, aunque tuviese que desviarme mucho de mi ruta. Si los veía venir de lejos, me ocultaba detrás de un árbol o de una esquina hasta que pasaban de largo. Cualquier cosa antes que sentir sus voces, que tener que saludarles. Cada uno de esos ancianos arrastraba, cosida a su cuerpo, una oscura y funesta sombra que me horrorizaba. Después crecí y, afortunadamente, dejé de percibir esas manchas siniestras.

Esta mañana me he topado con Asun, una de las nietas de mi primo Tomás. La niña, a la que tuve en brazos el día de su bautizo, me ha ignorado con poco disimulo cruzando al otro lado de la calle. Su expresión de espanto era inequívoca: ha vislumbrado mi sombra, esa extraña imagen que solo algunos niños pueden advertir y que representa el preludio del fin.