domingo, 10 de mayo de 2015

EL AROMA DEL MONTE

Este relato ha sido seleccionado como  finalista en el certamen literario Dulce Chacón







Adelina puso las manos sobre el vientre hinchado de Dolores y, pensativa, suspiró mirando al cielo. Detuvo la vista en los altos y escarpados montes ,cuando el ladrido alegre de Curro hizo que regresara a la realidad. 
Corrían malos tiempos para cuidar la masía. Ella y Mateo, su marido, tenían que pasar muchas horas en el campo para sacar algo que llevarse a la boca. Se levantaban y se acostaban con el sol todos los días, sin hacer distinción entre domingos o fiestas de guardar. Sentían que Dios los había abandonado, por eso ya no rezaban ni le suplicaban para que lloviera o para que el ganado no enfermara.

La guerra se había llevado a sus dos hijos. Primero fue Bernabé, el mayor. Era muy pulcro y aplicado y quería marcharse a Madrid para estudiar abogacía pero murió durante el bombardeo de Alcañiz. La gente de la aldea contaba que había  sido uno de los más sangrientos, que Mussolini había enviado a la Aviación Legionaria y que había sido Franco quien dio la orden de arrasar la ciudad. El ejército golpista no tuvo miramiento con nadie. Los cuerpos aparecieron carbonizados, irreconocibles. Se hallaron niños ametrallados, sorprendidos mientras jugaban en la plaza. También asesinaron a las mujeres que estaban lavando a las orillas del río Guadalope. Hasta se llegó a decir que el agua corría teñida de rojo.
A Bernabé le siguió Juanico, que era clavado a su padre de fuerte y de guapo. Nunca le gustaron los estudios, prefería salir de buena mañana al campo y volver al mediodía cargado con perdices y liebres. Con él, la despensa nunca estaba vacía.
Una vez acabada la guerra, tuvo que echarse al monte antes que dejarse atrapar por la guardia civil y acabar muerto a palos en el cuartelillo. Por la aldea  corrió la voz de que había sido encontrado en una cuneta con la cara desfigurada, tras una encarnizada refriega. Sus padres lo aceptaron así y, desde ese día, vistieron de negro y fueron a postrarse y a llorar frente a una cruz y una piedra con su nombre fuera de la tapia del Cementerio Municipal, porque al ser bandolero y anarquista, no merecía un trato mejor.

Fue al poco tiempo cuando llegó Dolores a la masía. Dijo que la habían echado de su casa porque estaba preñada del Juanico. Aunque no la conocían en persona, sabían que su hijo andaba ennoviado y sin pensarlo dos veces, le rogaron que se quedara con ellos, así cuidarían de ella y del crío cuando naciera, porque estaban seguros que iba a dar a luz un niño, un mozalbete igual que su padre de fuerte y de guapo.


Adelina se dio cuenta muy pronto de que su nuera era cariñosa en gestos pero poco habladora. Quería que se sintiera, no como en su casa, sino mucho mejor y le cedió la mecedora donde ella había amamantado a sus dos hijos. Se fundieron en un largo abrazo y, juntas, lloraron a Juan.
Desde su nuevo y placentero asiento, Dolores comenzó a observar cosas que le parecían extrañas. Por ejemplo, que la ventana más alta, la del desván, permaneciera abierta de par en par aunque el frío les hiciera tiritar. También se sorprendió al ver, tendida en las cuerdas, una camisa granate cuando todos llevaban luto. Un día, durante el cual cayó un fuerte aguacero, su suegro no se presentó a la hora de cenar. Tampoco llegó a dormir y su suegra le explicó que se habría quedado en el monte, con el ganado, al abrigo de alguna de las cuevas. Adelina permaneció en vela toda la noche susurrando pestes cada vez que caía un rayo o se escuchaba el bramido de los truenos.
Mateo volvió a la mañana siguiente empapado y sucio. Despedía un olor muy fuerte y desagradable, como si hubiera estado durmiendo con las alimañas del bosque, era un olor salvaje que hizo que Dolores diera un respingo. Adelina le dijo que tenía el olfato más sensible por culpa del embarazo y salió apresurada a calentar agua para que su marido se quitara aquellas mugrientas ropas y frotara su piel hasta hacer desaparecer el apestoso aroma.


La vida en la aldea transcurría entre el doloroso silencio de sus habitantes y la fatiga que suponía labrar los campos secos y yermos que había dejado la guerra tras su funesto paso. 
A veces se escuchaban disparos en la lejanía que hacían que Adelina volviera la vista hacia las montañas. Mateo siempre decía que eran cazadores, pero a Dolores el sonido le parecía diferente. No se le ocurrió decir nada, no fuera que a causa de su embarazo, también tuviera el sentido del oído más agudo que los demás. 
Una mañana llegó un hombre que conducía un carro desvencijado, tirado por un viejo caballo mugriento y descarnado. Decía que traía productos de estraperlo para intercambiar por patatas o huevos. Mateo lo recibió con alegría pues era conocido suyo y hacía tiempo que no sabía nada de él. Se llamaba Antonio y todos juntos compartieron unas sabrosísimas migas con chorizo que, según él, había tomado prestado de una masía abandonada. Los propietarios —denunciados seguramente por algún familiar—se habían visto obligados a huir, dejando la matanza recién hecha y colgada para que se secara. A falta de fruta, les ofreció café que extrajo de aquel viejo carro. Adelina pensó que,  a pesar de su aspecto, parecía un selecto ultramarinos de los de antes de la guerra, de tan bien surtido que estaba. Todos querían probarlo y se sentaron con su taza a la lumbre para escuchar las historias de Antonio sobre tanta gente, que de un bando y otro, había conocido por los caminos.
Contó que en el frente, durante la guerra, se organizaban partidos de fútbol entre las dos facciones. Cuando terminaban, se sentaban juntos a fumar un cigarro: el papel lo ponían los republicanos y el tabaco los nacionales. Luego todos regresaban a sus puestos y, si había orden de disparar, lo hacían dejando a un lado los buenos ratos. Así era la guerra.
También refirió que, una vez terminada la contienda, los ganadores no mostraron piedad alguna con los vencidos y ofrecían recompensas a quien proporcionara información de cualquiera que estuviese bajo sospecha de ser republicano, comunista o anarquista, incluidos sus familiares.
Llegado el momento de partir, Antonio les dejó cecina y jamón, azúcar y vino tinto. A cambio terminó de llenar sus alforjas con aceite del Maestrazgo, verde y fuerte, varias hogazas de pan recién hechas, patatas y huevos frescos. Mateo le pidió también tabaco. A Dolores le extrañó, ya que no lo había visto fumar, pero no quiso hacer preguntas no fueran a pensar que era una entrometida.

Esa misma noche, el aire comenzó a soplar más frío. Las dos mantas no impedían que Dolores tiritara en la cama; no podía conciliar el sueño. En silencio se levantó y subió las escaleras hasta el desván, vio la ventana abierta y la cerró cuidadosamente. Volvió a su habitación y abrazando su vientre, se arrebujó intentando dormir. Escuchó el ulular de una rapaz nocturna, una y otra vez, una y otra vez, hasta que los párpados se le fueron cerrando y entró en un sueño profundo durante el cual creyó sentir cómo alguien la observaba dormir y le acariciaba el pelo. Inspiró el aire y notó el frío en sus pulmones. Tenía el mismo olor  que el que despedía su suegro aquel día cuando bajó del monte. Pero se dejó mecer por las caricias y por el suave murmullo de una voz que le susurraba al oído: “Preñada y todo,  qué guapa eres”.
A la mañana siguiente se despertó con la cabeza embotada. La ropa de la cama estaba revuelta y despedía un tufo singular, agreste y penetrante. Prefirió, de nuevo, mantenerse callada. Puso agua a calentar y se preparó un baño. Después lavó las sábanas y las tendió bajo la silenciosa mirada de Adelina. 
Cuando llegó la hora de comer, Mateo sacó el jamón que acababa de empezar. Cortó varias tajadas y le dio a Dolores la más grande. Le dijo que dentro de nada iba a parir y que necesitaba comer más y mejor para poder alimentar al chiquillo. Ella no le hizo ascos y se la comió entre el pan empapado de aceite. Mateo la miraba complacido, mientras los chorretones le caían por las comisuras hasta la blusa y se veía ya con un crío regordete en sus brazos que era clavado al Juanico. 


Una tarde, mientras sus suegros trabajaban en el campo, Dolores recogió unas cuantas flores silvestres, formó un ramo y se marchó al cementerio. Echaba de menos a Juan. Ella hacía tiempo que también había perdido la fe, por esa razón no rogó a Dios por su alma. Cerró los párpados, aspiró el aroma del ramillete y se imaginó que ya había nacido su niño y que estaban paseando los tres. Que eran felices. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y una molestia en su barriga le hizo reaccionar. Ya había cumplido, el chiquillo se estaba encajando y  quedaba muy poco para que pidiera salir. 
Con el dorso de la manos se secó las lágrimas, contempló cómo el sol, teñido de naranja, se aproximaba al ocaso. Debía volver a casa. Mientras recorría el camino, vio escondida entre unos matorrales la silueta oscura de un hombre que salió apresuradamente a su encuentro. La tomó por los hombros y la sacudió increpándola: 
—¡Dime dónde está Juan o te abro la barriga aquí mismo! Dolores reconoció la voz de El Sebas. Siempre la había pretendido, pero ella lo rechazó desde el primer día. Durante la guerra se pasó al bando de los nacionales y se decía que había denunciado a muchos paisanos. Juan le tenía muchas ganas. Dolores le escupió en la cara y comenzó un forcejeo entre gritos y manotazos. 
—¡Él ya no va a volver, porque si lo hace, le voy a pegar un tiro!
Dolores intentaba apartar las manos que recorrían su cuerpo.    
—¡Está muerto, claro que no va a volver! ¿o es que no te has enterado? 
—¡Eso es lo que tú te crees! Está vivo y escondido porque es un cobarde.   
—¡Calla y no me toques más, me das asco! Lárgate por donde has venido. 
Antonio la agarró por el cuello. 
 —¡Si no me dices dónde se esconde, te llevo al cuartel!Allí no se van a andar con chiquitas. No sabes cómo se las gastan los guardias con las mujeres de los rojos…
Se oyó un disparo cercano. Sebas se tocó la oreja. El proyectil había pasado rozándole. 
—¡Juan, sal. Los voy a matar a los dos. Ven aquí, gallina! 
—¡Claro que salgo, traidor, pero no soy Juan! ¡A Juan me lo matasteis, cabrones! Suéltala, lárgate y no vuelvas más por aquí.
Se escuchó otro disparo, esta vez pasó muy cerca de su pie y Sebas se largó sin dejar de maldecir en voz alta y de jurar que iba a buscar a Juan para acabar con él.
Mateo salió de su escondite, le ofreció el brazo a Dolores para que se apoyara y, en silencio, regresaron despacio. 
De madrugada Dolores se puso de parto.


Lo llamaron Juanito porque nadie podía negar de quién era hijo. Adelina la atendió en el parto. Lo había hecho siempre con las mujeres de la aldea y el niño llegó al mundo con un sonoro y fuerte llanto. A Mateo se le saltaron las lágrimas. Lo cogió en brazos y le plantó un beso en la frente. Después subió  al desván y bajó la cuna de madera en la que él mismo había mecido a sus dos hijos tantas y tantas noches. La desempolvó y la dejó como nueva.  
Mientras Dolores le daba el pecho a Juanito, su suegra tendía las sábanas al sol. Esta vez, colgada en las cuerdas, vio una prenda de color azul, pero tampoco quiso preguntar de quién era porque  Adelina estaba muy ocupada preparando unos buenos gazpachos para celebrar el acontecimiento.
Aún echando los tres de menos al padre de la criatura, disfrutaron de un día feliz. Hacía mucho tiempo que no se sentían así.
Esa noche, Dolores ya no iba a estar sola en su habitación. Acunó a su hijo y recordó las nanas que cantaba su abuela. También se entristeció al pensar que el crío crecería sin su padre y que ella ya no tendría más hijos porque no se imaginaba con otro hombre que no fuera Juan. Canturreando y mirando cómo dormía su niño, el sueño la fue atrapando. 
Un gimoteo  hizo que despertara sobresaltada. Pensó que, durante un largo tiempo, ya no iba a dormir de un tirón como lo hacía antes. Se desabrochó el camisón para dar de mamar al recién nacido y olió su aroma, un aroma nuevo  que quedó grabado en su mente y en su corazón. Tan fuerte aspiró, que arrastró también el resto de efluvios que flotaban en la habitación y, de pronto, entre todos distinguió el mismo olor salvaje que le resultaba tan familiar. Extrañada recorrió el cuarto con la mirada sin apreciar nada raro. Fuera se escuchaban voces:
—¡Juan! ¡Sal del escondite! Sé que estás por aquí. Has bajado del monte para conocer al niño. A mí no me puedes engañar. 
Juanito seguía mamando ajeno a todo lo que pasaba y Dolores, nerviosa, no sabía qué hacer.
—¡Sebas! Déjanos en paz. ¿No habéis tenido bastante tú y los tuyos con matar a mi hijo?
Esa era la voz de su suegro que había salido para intentar  que el Sebas dejara de incordiarles. Dolores dejó a la criatura en la cuna y descendió rauda por las escaleras. En la entrada de la casa, a oscuras, se encontró a su suegra agazapada, con una escopeta cubriendo a su marido que estaba desarmado. Al ver a Dolores, le hizo señales con la mano para que se agachara y no hiciera ruido. El Sebas continuaba su cansina monserga mirando hacia los montes como si realmente de estos fuera a surgir la respuesta a sus increpaciones.
 —¡Esta vez vas a venir aquí porque, si no lo haces, voy a ir a por tu hijo! A la Dolores no le voy a hacer daño porque la quiero para mí. 
Dolores vio cómo su suegra apoyaba la escopeta en el marco de la ventana y apuntaba al Sebas como si ese fuera un acto normal de su vida diaria. Se llevó la mano a los labios para ahogar un grito y escuchó un disparo. Después, el silencio.
Por la ventana vio el cuerpo del Sebas tendido en el suelo sobre un charco de sangre.
Mateo acudió y le tomó el pulso. Levantó la mirada y vio a su mujer, inmóvil, con la escopeta en la mano.
 —Está muerto. 
Dolores, confusa, se aproximó. Vio el boquete ocasionado por el disparo justo en el centro de la frente del Sebas. Los tres se abrazaron llorando. Mateo le dijo que volviera con su hijo, que ellos se iban a ocupar del cuerpo para que, quienes lo encontraran, pensaran que había caído luchando contra alguna partida de guerrilleros. Seguro que,  a pesar de ser un renegado, acabaría enterrado con honores. 
Dolores anduvo hacia la casa. Sujetaba el arma que su suegra había olvidado en el suelo. El tacto era frío. Entró cabizbaja y pensativa, algo en su mente no encajaba. Fue entonces cuando recordó que El Sebas se encontraba de espaldas a la casa cuando se escuchó el disparo.


Dolores se despertó más tarde de lo habitual. Estaba hambrienta. Su suegra le había preparado un abundante desayuno con pan tostado en las brasas, aceite de oliva y queso de oveja. Cuando terminó, cogió la escopeta que ella misma había dejado apoyada en un rincón y se la dio a su suegro:
 —Tómela y guárdela con cuidado. Está cargada. 
Mateo le respondió cuestionándola con la mirada
 —Si, conozco las armas por mi padre. Aquí todos los hombres son cazadores. 
Su suegro permaneció en silencio mientras retiraba los cartuchos del arma y la guardaba en la desgastada funda. 
—Hija, ¿qué te parece si a la tarde vamos los tres al cementerio?
Dolores le dirigió una mirada cómplice y asintió con un movimiento de cabeza a la vez que subía la escalera para atender la llamada de Juanito que, con sollozos, reclamaba su alimento.  


Y fueron al cementerio. Esa y muchas tardes más. Y Dolores ya podía ayudar a su suegra en las labores de la casa. También sabía por qué unos días debían colgar una prenda de color granate, otros verde y otros azul. 

Conforme iba creciendo Juanito, más se parecía a su padre de fuerte y de guapo. Acompañaba a su madre y a sus abuelos cuando subían montaña arriba y veía cambiar los colores de las flores y las plantas. Sabía distinguirlas solo por su aroma, fuerte y salvaje. 

La tía Pepica




La tía Pepica vive 60 años, desde que se casó, en su casa de la calle del Rosario. Es la casa de los azulejos verdes, la planta baja con un solo piso y un balcón de hierro forjado que forma espigas. Hasta que fallecieron los suegros, ella y su Vicente vivían arriba. Pero la escalera era estrecha y empinada y los años iban pasando factura. Estaban mejor abajo. Al principio, su casa era una más en el barrio. Ahora, entre las que se han abandonado  y las que han derribado, es una de las pocas que quedan intactas. Se llena de orgullo cuando ve a tanta gente haciendo fotos de su fachada verde y blanca. Procura tenerla siempre limpia y aseada.
Recuerda tanto a su Vicente! Pobre Vicente. Y maldito fútbol. No pudo soportar aquella tarde del ascenso del Levante UD. Le falló el corazón al ver a su equipo, a los granotas,  ganar al Betis y subir a  Primera División. Mientras todo el barrio bullía en celebraciones, ella y sus vecinos velaban  a su marido.
Desde entonces, la vida de la tía Pepica ha sido de una rutina llevada con paciencia y resignación.  Siempre se había levantado temprano y todavía mantiene esta costumbre. Únicamente los últimos años se permite levantarse algunos días de frío y humedad un poco más tarde de las 9. La higiene personal la lleva a rajatabla, no importa que tenga 83 años. Le tiene dicho a Carmen, la del estanco, que si nota que huele, se lo diga sin miramientos. No podría soportar que la señalaran por falta de limpieza personal.
No tuvieron hijos, y con su familia, una hermana que vive en el Centro, no tiene apenas contacto. Mejor así. Al cretino de su cuñado no lo puede ni ver. Y no digamos los maleducados de sus sobrinos.
Todos los días acude a primera hora a la panadería. Le gusta el olor a pan recién horneado, y aprovecha para intercambiar con Rafaela los últimos chismes del barrio. Lo cierto es que este invierno pasado ha sido malo de verdad. Sus amigas de “timba”, con las que jugaba tantas tardes a la brisca apostando granos de maíz, poco a poco han ido muriendo. Ahora no llegan a cuatro y han decidido dejar de jugar. Lo que no pueden es dejar de verse. En  verano, salen a la calle, a la puerta de casa de la tía Amparo, que vive en la placeta junto a la Iglesia  y se sientan en sus viejas sillas, aprovechando la sombra de las palmeras para echar unas risas, recordando viejos tiempos. Son tres viudas, además de Pepica y Amparo está la tía Encarna, cada una contando sus historias. Ya se las saben de memoria.
Desde hace días, se dan cuenta de que una mujer de esas bajitas que todavía llevan un sombrerito en la cabeza, de un color moreno y rasgos achinados,  les ronda por la plaza. Sin atreverse a acercarse a ellas, les mira sonriendo.  La tía Pepica la llama:
-Xica, vine “pa ca sí”, no tingues vergonya.
Y se acerca con timidez. Le preguntan cómo se llama y qué hace por allí a esas horas. Les contesta en un castellano precioso que está en casa de una mujer, la señora Engracia, a la que sirve de chica para todo. Por la tarde tiene unas horas libres. Es del Perú. Está sola. Esperando la ocasión para que su marido pueda venir a reunirse con ella.
La invitan a unirse al grupo. La tía Amparo se mete en su casa y sale con las cartas y la bolsita de maíz. Han vuelto a ser cuatro. Le explican a Inocencia, que así se llama la nueva pareja de la tía Pepica,  las reglas del juego. Desde entonces, todas las tardes juegan la partida. Inocencia les cuenta cosas de su pueblo, de su país. Y las tres viudas, que no se han movido de Valencia en toda su vida, se sienten transportadas a un mundo lejano y exótico. Un mundo que imaginan  desde las viejas calles de su barrio del Cabanyal.

jueves, 7 de mayo de 2015

EL AZAR

                                        

Amalia se despertó a las cinco de la mañana y vio que estaba sola en la cama. Su marido, Fernando, aún no había llegado. Se levantó y fue a la cocina a prepararse un vaso de leche caliente. Con él en la mano, fue a sentarse en el sofá y encendió un cigarrillo. Tuvo un mal presentimiento. Luego volvió a acostarse pero ya no pudo conciliar el sueño. Él no apareció.
Desde su oficina, horas más tarde, telefoneó al despacho de Fernando. Habló con su secretaria. Una mujer joven y guapa que le habló con frialdad.
—No puede ponerse. Hoy estará todo el día reunido.
—Gracias —contestó ella con amargura.
Sabía que estaba muy ocupado con el congreso que empezaba a la semana siguiente, pero era la primera vez que no iba a su casa a dormir, aunque en los últimos tiempos cada vez llegaba más tarde. Empezó a temerse lo peor. Ya lo veía venir pero no había querido aceptarlo. No quería darse cuenta de que lo estaba perdiendo. Tenía que ser esa mujer, ¡esa secretaria pija de mierda! Los imaginó fornicando insaciables. ¡Maldita seas! —exclamó— ¡Malditos seáis los dos!
Cuando estaba cenando con los niños sonó el teléfono. Era él que por fin se dignaba a llamar.
—Amalia, siento no haberte avisado. Esta noche tampoco voy a ir a casa. Necesito estar solo.
—Sí, podrías haber llamado. Me has asustado.
—Estoy muy nervioso con los preparativos. Sabes que este congreso es muy importante para mí. De que salga todo bien depende mi futuro profesional. ¿Lo comprendes, verdad?
—Sí, qué remedio…
—Voy a quedarme unos días en el Hotel Inglés. Mañana pasaré un momento a recoger algo de ropa.
—¿Te la preparo?
—No, no hace falta. Será poca cosa. Dales un beso a los niños de mi parte. Hasta luego.
Al día siguiente, en el trabajo, aprovechó la hora del café para bajar con su amiga y compañera Ana al bar de la esquina.
—Se ha liado con su secretaria —le dijo nada más tomaron asiento.
—¿De verdad? No me lo puedo creer.
—Esa tía me dio mala espina desde la primera vez que la vi. Tiene pinta de putón verbenero.
—¿Te lo ha dicho él?
—No, es solo que lo presiento. Está muy distante últimamente. Desde que ella apareció en escena.
Sus sospechas se confirmaron. Poco después Fernando la dejó para irse a vivir con ella.  Amalia siguió maldiciéndolos. Quiso morirse. Estuvo varios meses sin salir de la cama.
Su hija Verónica, de quince años, tuvo que crecer de golpe y hacerse cargo de sus hermanos pequeños. Los alimentaba, los vestía y los llevaba al colegio, al mismo tiempo que cuidaba de su madre.

***
Con el tiempo, Amalia volvió a enamorarse, aprendió de nuevo a confiar en un hombre y perdonó. Cambió de vida, de lugar de residencia, de empleo, y guardó nuevos recuerdos en su corazón, al lado de los otros.
Unos años después, Ana recibió un mensaje de Amalia en su móvil: Ha muerto. Un cáncer de pulmón se la llevó.
Al año siguiente murió él.

No fue por la maldición. El azar siempre sorprende con jugadas maestras. Ella lloró porque se acordó de su propio fin en alguna fecha imprecisa del calendario.

martes, 5 de mayo de 2015

El Cabanyal y los sentidos



Recorrer el Cabanyal, compuesto por una red de calles de un trazado más que moderno si consideramos su remoto origen, supone aceptar el reto de someterse a una experiencia sensorial extraordinaria.

Porque en este poblado huele, sobre todo, a ausencias. A ausencias cruciales, por cierto. Si agudizas tu olfato, más que el salitre proveniente del mar que le dio la vida acabarás respirando olvido, abandono, deserción…

También en este distrito puedes escuchar el penoso rumor de la derrota. De existir barrios triunfantes y barrios perdedores, el Cabanyal sería uno de estos últimos. Ya son veinticinco años de agotadora resistencia, de lucha desigual contra un poder aliado del capital y la burocracia que, como una metástasis, ha intentado destruir poco a poco sus órganos vitales, pasando las facturas más amargas.

Aquí puedes contemplar fantasmas sin demasiada dificultad. Porque es un camposanto de solares y casas muertas; otras agonizan, próximas al último estertor. Muchas calles, que se postulan para desiertos, solo registran un ánimo relativo a la salida de los colegios y los días de fiesta o mercado. Afinando la vista cualquier tarde de invierno, los espíritus de la gente que se rindió y acabó desahuciándose a sí misma son tan perceptibles como el aire de levante.

En el Cabanyal tampoco necesitas ser un consumado gourmet para paladear los efectos de la artera revancha urdida por los hijos putativos de Goliat. Al lado de éstos, aguardando en el banquillo su oportunidad, se frotan las manos las demoliciones programadas, los ladrillos y el cemento, el negocio fácil, las comisiones por cobrar. En suma, una codicia cruel e insaciable que no envejece, que tiene el tiempo de su parte.

Pero en este entrañable barrio no todo es triste, no todo es ruindad o ruina. Un sentimiento de humanidad rotura los corazones. Produce hondas caricias que estigmatizan tus recuerdos. Porque en el fondo de su tambaleante alma, en el Cabanyal aún resta la energía de viejos vecinos, comerciantes, cofrades, hosteleros y okupas unidos por un espacio, por un afecto. Ellos son los cimientos sobre los que se levantará un futuro incierto; amable o devastador, quién sabe. Los visitantes, tanto los que se acercan en verano a la arena para tostarse, como los domingueros adictos a la gastronomía autóctona y jóvenes perseguidores de diversiones nocturnas, constituyen una mera anécdota. Efímeros transeúntes, cuya fidelidad nunca estará garantizada.

        Si fuera posible, me gustaría viajar en una máquina del tiempo. Al menos una vez. Solo para tener la ocasión de preguntar a Blasco Ibáñez y a Sorolla qué es lo que sentían ellos cuando paseaban por el Cabanyal. Para conocer qué sensaciones les transmitían el poblado y sus habitantes. Y también para contarles, de paso, la historia de una infamia.