jueves, 6 de junio de 2013

Cita con el futuro




Mi muy incierto futuro:

Sentado bajo la sombra del ayer, te escribo desde el umbral del mañana. El mañana, esa jornada desconocida que las personas intuimos cómo se desarrollará, pero que suele asombrarnos con algún incidente imprevisible, feliz a veces aunque adverso con frecuencia.

Querido porvenir, soy consciente de que no puedo pedirte nada porque nada eres excepto un sueño que se va tornando tangible a medida que pasan los segundos, los minutos, los días, para desaparecer otra vez convertido en pasado detrás de cada uno de esos espacios de tiempo. Eres el corredor inalcanzable, el remoto e intocable horizonte. Y perdona si tal vez equivocadamente sostengo que, excluyendo la muerte, no existen destinos garantizados, posterioridades inalterables, aunque demasiado a menudo la cotidiana realidad intente convencerme de lo contrario. Pero como, repito, hoy no existes, me permitirás que conjeturando con la completa inseguridad de que me leas y la indudable certeza de que nos esperas, eleve una plegaria de paz y justicia no por mí, sino por los míos.

Ojalá te pudiéramos revivir, futuro, como hacemos torpemente con el ayer, pero suena imposible volver a experimentar lo ignorado, percibir de nuevo lo nunca sentido. Ojalá te pudiésemos reparar, futuro, como desmañadamente intentamos con el pasado, mas nadie puede recomponer lo que aún no se ha descompuesto. Inquilinos del presente, jamás seremos dueños de tus sorpresas, sino víctimas de las mismas, lo cual nos obliga a confiar en ti a ciegas al tiempo que tu próxima llegada nos sobrecoge hasta los tuétanos.

Me despido después de estas necias reflexiones, mi amado y preocupante futuro, advirtiéndote que ya he comenzado tu persecución. Es innecesario que te asegure que al final coincidiremos; y el día del encuentro, que absurdamente será también el de la despedida, ambos nos fundiremos en un abrazo eterno, porque el maldito reloj se habrá detenido para siempre.


Hogar, dulce hogar



El día en que la caravana decidió no arrancar más, se quedaron en aquel lugar para siempre. Habían llevado una vida nómada cruzando estados y pueblos de costa a costa, sin parar jamás. Vivían de la guitarra de él y de la voz de ella, conciertos para animar los locales a cambio de comida y unos pocos dólares. Pareja en la vida artística y en la realidad. Espíritus libres que habían recorrido más kilómetros de los que sus huesos podían recordar. Los ideales de la  generación beat habían  sido los suyos. Ahora, en la recta final, definitivamente merecían un descanso y con el sedentarismo -pensaban- se iniciaba el tránsito hacia una nueva vida.

miércoles, 5 de junio de 2013

El último tren.



Lanzó una última mirada fugaz y giró la esquina. El “Adiós” se quedó en un susurro quebrado que se llevó el viento, aquel viento invernal que no terminaba de marcharse pese a que ya florecían las primeras margaritas. Sabía que la buscarían, y quizás entonces tendría que brotar de sus labios aquel “Adiós” tan temido y doloroso. Mientras tanto, ella pensaría en la vida que siempre deseó tener, aquella vida que le arrebataron el día que la vistieron de blanco.

Miró el reloj y corrió calle abajo, hacia la estación de tren. Allí estaba ella. Le pareció la mujer más bella del mundo. Sonrieron al verse y subieron al tren, el último de aquel día. ¿Destino? No le importaba si estaba junto a ella. Se acurrucaron contra el asiento mientras comenzaba el leve movimiento de arranque.
- Adiós – Susurró.

martes, 4 de junio de 2013

El Barman



Nadie como yo como para comprender los motivos que inducen a los solitarios a venir, acodarse en la barra o en la mesa del rincón como si estuvieran rezando en un reclinatorio y comenzar a beber sin recato ni medida. Los bares son lo más parecido a santuarios, no en vano a los clientes se les denomina parroquianos. Y el Alcohol es su dios, su religión. En esta particular iglesia hay devotos del vino, del coñac, del whisky, del tequila, otros adoran el orujo y la cazalla y muchos invocan el ron, la ginebra o el vodka, que suelen atenuar con el añadido de algún refresco dulzón. Si prestas atención a lo que cuentan, más bien a lo que confiesan, tienes ganada su confianza. En su bendita ingenuidad ejerces el papel de sacerdote sencillamente porque eres de los pocos que acceden a conocer sus problemas, el único que se atreve a prestarles consejo. Consejo que luego, cuando vuelven con expresión más afligida, y como consecuencia más sedientos, te arrepientes de haberles dado. Entonces juras no escucharles nunca más, no entrometerte en sus desgracias, ignorar su naufragio. Pero eres consciente de que en realidad estás perjurando, porque tu auténtica vocación no es preparar cócteles o poner copas, sino alimentar esperanzas, reflotar vidas y salvar personas.