Subía las
escaleras ruidosamente, pisando firme y pensando cómo poner fin al tormento que le
suponía escuchar día tras día esa dichosa música. Estaba harto de ese “maldito instrumento”,
que era cómo solía llamarlo. Cansado de soportar las penas y lamentos que
llenaban de amargura su ya de por sí triste vida. “Nunca una canción alegre”, se repetía
escaleras arriba “siempre tristeza, siempre penas… ya no puedo soportarlo más”.
Se detuvo en
el rellano del tercer piso, disimulando su enfado y dibujando una sonrisa
forzada en su rostro. Hundió el dedo índice en aquel botón amarillento y en el mismo
instante en que el timbre sonó, cesó la música detrás de la puerta.
“Buenas
tardes, espero no molestarle. Me preguntaba si podría darme usted un poco de
sal” le dijo amablemente.
Un leve
giro de su vecino bastó para que alzara el brazo con rapidez y asestara el
primer golpe certero en su cabeza. Después, con el cuerpo inmóvil del culpable
de su furia tirado en el suelo, llegó el segundo golpe, y un tercero… y otro más.
Golpeaba
con rabia mientras tarareaba la melodía de aquella triste canción de violoncelo tantas veces
escuchada. Con los dientes apretados, lleno de arrugas su rostro, golpeaba sin prisa, sin pausa. Lo que en el argot musical
podría denominarse con un ritmo “andante non troppo”.
Sudoroso y
excitado, casi sin aliento, con las manos ensangrentadas y sin dejar de
canturrear, miró a su alrededor buscando algo grande donde esconder el cadáver
para sacarlo de allí.
Una sonora carcajada salió de su garganta cuando sus ojos toparon con el
estuche del “maldito instrumento”.