sábado, 2 de febrero de 2013

EL TÍO “CEBA”


Enjuto, alto y calvo, con un amable rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus administrativas fauces.

El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en el pueblo. De pequeño era “Cebateta”, hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y entierros de sus antepasados.

La historia familiar cuenta que, como él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también de su propiedad.

Ramonet Casanova contrajo nupcias a principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es  la única compañía de Ramón Casanova, último eslabón de la dinastía “Ceba” de Benimaclet.

Ramonet, además de con las paellas, el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también  ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias avenidas a su paraíso particular. Antes del desplome inmobiliario declinó reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes constructores, amantes de los Cohíbas y los Jaguars, más que bien relacionados con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos convencidos de que el viejo “Ceba” está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, con su corazón de cemento y su cerebro de caja registradora, desconocedores del significado del término “principios”, por más empeño que le pongan jamás en sus vidas comprenderán que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor y ningún precio.

Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir un nuevo Centro Comercial, otro más. Se le advertía también que la acequia que suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada a las primeras máquinas excavadoras.

Son las siete y empieza a clarear. Portando un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño hoyo. En él deposita el bulto, o lo que es lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello. Después, al tiempo que deja caer la base le da una patada, alejándola unos metros. El cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de los pájaros.

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P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno de Ramonet es que el pueblo se movilizaría en masa tras su muerte para detener aquellas obras. Los tribunales reconocerían que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta el Parque del Tío “Ceba”, con una estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.

6 comentarios:

  1. Perdona mi desconocimiento pero ¿es una historia real? Una pena el final del tío Ceba. Muy buena narración. Felicidades.

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  2. Ficción pura y dura. Me alegro que te haya gustado. Acabo de cambiar el primer párrafo y alguna cosilla, por si quieres releerlo. Y si encuentras algo que no suena bien o es mejorable, dímelo porfa.

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  3. Creo que está muy bien, Rafa, espera que entre Malén que si encuentra algún fallo te lo dirá.

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  4. Una buena lección de amor a la tierra y desprecio por la especulación, de estos hombres hay pocos. Estupendo y tierno.

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  5. Un relato muy duro, aunque tierno a la vez. He pensado que se trataba de una historia real y me he sentido culpable por vivir tan cerca de las alquerías de las que hablas...

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  6. Muy emotiva y triste Rafa. Un hombre de principios hasta su muerte. Me gusta el ritmo que le das a la historia.

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