viernes, 25 de octubre de 2013
Vidas robadas
¿Cuándo supiste que suplías un deseo? ¿Cuándo percibiste la ausencia de amor verdadero, el amor que rebosa sin tapaderas? Si fuiste un niño al que no le faltó de nada…, faltándole todo percibías una barrera infranqueable. ¿Cuándo notaste los besos fríos, la caricia huraña, la mirada baja, el silencio abierto a un océano oscuro? Ahora comprendes porqué eres extranjero en tu propia tierra, tu peculiar acento te forjó forastero, naciste aquí e inmediatamente te transportaron, arrastrando tus raíces, simulando el feliz alumbramiento en cualquier país lejano, vano intento de transformar el pasado, para siempre instalado, como un muro derrumbado, en el anhelo de una pareja de avaros que te criaron como ancianos.
Strangers in the night
Hacía una noche perruna. Llovían
chuzos de punta y Santa Bárbara, San Pedro o quien coño fuese soltaba unos
pedos monumentales allá arriba. Crucé corriendo el parking, subí al coche y
puse la radio. Comenzaba Strangers in the
night cuando sentí en el cogote el duro y frío cañón de un
revólver.
-Estate quitecito y evitarás que te
fría los sesos, dijo una voz cavernosa a través de un pasamontañas.
-¿Quién eres y qué cojones quieres?
-Calla y obedece, mamón. Hay un
fiambre y una pala en tu maletero. Conduce hasta el bosque de Tinkerville. Allí
abrirás una fosa y lo enterrarás.
-¡Ah! Pensaba que con esta música te apetecía un bailecito...
-¡Cierra el pico, idiota! Y mueve el culo, ¡rápido!
-¡Ah! Pensaba que con esta música te apetecía un bailecito...
-¡Cierra el pico, idiota! Y mueve el culo, ¡rápido!
Puse el auto en marcha y tomé la
federal. A medio camino rompí el silencio.
-Acabo de decidir que va a excavar tu condenada madre.
-Pero ¿qué dices, capullo?
-No hay ningún cadáver. Piensas liquidarme,
pero pretendes que antes cave mi propia tumba. Un encarguito de Floyd, supongo.
-¡Bingo! No eres tan gilipollas
como pensaba, Buchanan.
-Pues infórmate primero de quién te
pagará este recado, listillo, porque hace una hora que obsequié a tu patrón con
unos tickets de plomo y está de viaje en el otro mundo.
El
fulano enmudeció y me pidió que le dejase en el primer área de servicio.
jueves, 24 de octubre de 2013
LOS BICHOS
Ya se lo decía a mi padre cuando, de niño, ahogaba hormigas en un barreño: “Están por todas partes, ¿es que no las ves?”.
“No pasa nada, mi vida”, me consolaba mi madre, de madrugada, al oír mis llantos. “¡Quítamelos!”, le rogaba.
Día tras día, cucarachas, moscas y otros insectos fueron cubriendo por entero las paredes de mi casa; luego, la calle. A cada paso le seguía el irritante crujido al pisarlos, pero nadie hacía nada.
No comprendí por qué hasta el día en el que vi chinches recorriendo la cara de mis padres; en hileras que nacían en los agujeros de su nariz y llegaban hasta sus oídos. Tiempo después, no hubo rostro en el vecindario libre de insectos.
Hoy he visto abejorros en la cara de las personas que salen en televisión. Al final, esos bichos, han conseguido controlarlos a todos.
Menos a mí.
Ignoro cómo, pero los sacaré de cada ser humano.
Aunque sé que no bastará con un barreño de agua.
miércoles, 23 de octubre de 2013
Chirusa de otro barrio
Todo pasó en una partucha del barrio.
Habían cerrado el local para nosotros, teníamos una barra hecha con un tablón encima
de barriles de birra, cuatro luces, dos bafles y el humo lo poníamos nosotros.
Estaba con los muchachos y se me fueron los ojos. “¡Ay guacha, cómo me volvés
loco!” pensé. Sólo pude echarle una mirada antes de que se armara bardo, así
que me piré silbando bajito. No quería quilombos, sólo deleitarme con su carita
de ángel, con su melenita morocha. Parecía que no se daba cuenta de nada con
tanto quilombo y esos barderos tan cerca —que igual venían con ella— le daban
un aire de importancia raro, estaba como en el medio de todo, como iluminada.
Me había cambiado la jeta la pendeja
así que con “avanti morocha” en el mp3 llegué a la casa de mi vieja. La flaca
tenía que ser Mariela, la prima del Chiche, seguro, porque si fuera del barrio
la conocería, pero a esa no la tenía registrada, se piró cuando era chiquita. Yo
me había quedado enganchado con esa carita de ángel: la piel delicada, el labio
de arriba más fino que el de abajo y los ojos como de china. Un piercing abajo
de la nariz, a la derecha y el pelo planchado, relinda la pendeja. Vestida así
de negro, con maquillaje medio oscuro y esos colores raros de sombra de ojos se
hacía la siniestra, pero yo sabía que, de las minitas con esa onda, la mayoría
son unas blandenguis que se hacen las
malas. A la tarde ayudé a la vieja con las cosas de la casa, el viejo vino del
laburo hecho pelota, traté chamullar de todo un poco, pero la Marielita esa no
se me iba del marote. “¿Que mierda tiene esa minita?” me preguntaba a cada
rato, estaba un poco hasta las pelotas de mí mismo y llamé al Osvaldo para
tomarnos unas birras. Quedamos en el Mr Dog.
—Che, no puedo sacármela
de la sabiola, ¿sabés? La minita esta nueva del barrio, creo que es la prima del
Chiche.
—¿La Mariela? Estás enfermo, esa mina
es rarísima ¡Olvidate, vos estás cada vez peor! Escuchame, ¿sabés lo que tenés
que hacer? Irte de viaje a … que se yo, a Brasil…—el muy boludo se estaba
recagando de la risa de mí.
—Dejame tranquilo, yo lo qué quiero
ahora es saber que onda esa minita, no se porqué, pero quiero saber qué onda.
—Y buéh, si insistís. Mirá, vos no lo
concés un poco al Chiche, pegate el lance y preguntarle por su prima…
—¿Así? ¿De una? Estás mal, me va a
sacar recagando con la escopeta. ¿No te das cuenta que es la prima?
—O no es nada, andá a saber. —Eso me
dejó en orsay— Si no la conocés. Y sino —me señaló con la mano— dejate de
joder.
—Igual tenés razón, ¿qué me importa
lo que diga el Chiche o su prima? —Yo tenía miedo preguntar, pero no se lo iba
a decir, ¿para qué? —es verdad me chupa un huevo.
—Ja, que pelotudo sos. No te chupa un
huevo, pero no te queda otra. Che, ¿otra birra?
—No, me piro, estoy raro.
Y si que lo estaba, no cené ¿qué sé
yo si dormí?, algo tenía la Mariela, ¿la conocía de algún otro lado? Igual
cuando estuve viviendo afuera con mis tíos hippies… No podía ser, tanta
coincidencia no podía ser. Imaginaba que lindo debía ser su cuello, su nuca. Es
tan linda la nuca de las chicas, tan delicada, ella la debía tener resuave. Acostado
en la cama no sabía si estaba hablando solo o medio soñando. Empecé a acordarme
de que la había visto hacía dos días cuando llegó al barrio, pero no me había
fijado tanto como hoy. Estaba vestida con un color, no era de negro, ¿cuál
era?, peinada para atrás y sin el piercing, igual estaba con la madre y por eso… ¡Con razón no me
acordaba, si es que parecía otra, era como más chica, más pendeja! ¿Cuántos
años tendría? Debían ser como unos veinte o veinticinco, no debía tener más.
Casi tan alta como yo, o igual eran las plataformas de los zapatos siniestros
esos, pero sí, era casi igual de alta. Estaba con faldita, o un vestido
mediano, ah sí, era color morado, un morado oscuro. Era como si hubiera dejado
que le dijeran qué ponerse, pero sin dejar de ser ella, eso me gustó mazo,
“aunque la manden y la obliguen saca algo la flaca, no deja que la machaquen,
está bien eso”. Eran como las cuatro de la matina y el apolillo me lo llevó a
imaginárla más a fondo.
Pasó como un tiro, como corriendo
pero caminaba; no la perseguía nadie e igual quería llegar rápido a algún lado.
No paré de escanearla ni un segundo hasta que entró en un locutorio. ¿A quién
iba a llamar? ¿Quería mandar un mail? Otra vez de negro, con botas altas, desde
lejos no pude verle el piercing, pero seguro que lo llevaba, la forma de andar
era audaz y libre, estaba como quería estar, así que iba con el piercing seguro.
Cruzó la calle y se acercó al locutorio. Estaba en una de las cabinas llamando
por teléfono, pero no pude ver mucho; cuando llegué tan cerca como para ver que
tenía el piercing en la cara, Mariela se levantó y fue a pagar. ¡Se me puso la
piel de gallina! Abrió la puerta de la cabina y durante un microsegundo me miró
de frente, como se mira a alguien para saludarlo, “me vio, me vio espiándola”,
el temblor de las manos se me subió hasta la coronilla. Mariela pagó como si
nada y salió del locutorio, yo soltaba el aire despacito, entrecortado; así
todo tenía ganas de seguirla “¿Qué estoy haciendo? ¡Estoy loco!” Me reía solo,
la seguí un poco más, disfrutando y sufriendo al mismo tiempo. Pasaron cuatro o
diez cuadras, no las conté, estaba en otra. Las pantorrillas de la flaca me
despistaban en mi persecución, iban y venían como si se despidieran para después
volver unos pasos más adelante. No le veía más piel que la de encima de las
pantorrillas y por eso estaba concentrado en ellas. Si es que hasta esa parte
del cuerpo —que nadie mira— era linda, forradas en el cuero de las botas tenían
la forma ideal, ni muy redondas ni muy finas; el trozo de piel entre la falda y
las botas mostraba un cuerpo que no quería ni imaginarme; me tenían
hipnotizado, izquierda, derecha, otra vez izquierda y así. Cada dos por tres se
paraba en una vidriera para mirar, pero parecía que ni miraba, hacía como que
estaba haciendo tiempo o pensando mientras giraba la cabeza: justo ahí podía
ver de lado su labios, distinguir su piercing, sus ojitos finos de china,
soplarle con la mente el flequillo, hacerle rulitos en el pelo lacio…
Un día no aguanté más y le pregunté
al Chiche si era su prima. Me dijo que no, que era amiga de la familia y venía
a quedarse porque estaba estudiando en la universidad de acá. No esperaba el
detalle, pero el Chiche me hizo la gamba. Yo le presenté a mi prima la Gabi y salimos los cuatro, no
me lo podía creer, Mariela era más linda de lo que me imaginaba. Era linda
toda, los ojitos, las pestañas largas, la naricita respingona, el piercing ese
de brillantitos, los labios —¡Qué ricos!—, la pera medio para afuera, ¿qué sé
yo?, toda estaba buenísima. Lo que sí, tenía razón el Osvaldo en lo que me
dijo, a veces, era un poco rara. Se ponía como seria ¿cómo cuando te levantás
de la siesta y no querés ver a nadie?, así. Le daba como “la loca” y no me
llamaba en todo el día. Otras veces se ponía chota y se iba de adonde
estábamos. Pero no me importaba mucho, yo estaba reenganchado. “Si al final
todos somos un poco raros”, me decía a mi mismo cuando le daba alguna pelotudez.
Así seguimos la onda, estaba
remetido, tanto que quise presentarle a mis viejos; la chabona se sacó mal.
Algo que no creí nunca que nadie podía tener dentro salió apisonando todo en lo
que yo creía hasta entonces. Lo peor de todo no es que estaba reenganchado con
la flaca, es que ella me conocía demasiado —más de lo que yo me imaginaba— para
entonces. Hoy pensando para atrás, creo que fue el efecto “familia” el que la
puso así. Me empezó a tirar con todo. Era como si un dragón malvado hubiera
estado encerrado en aquel cuerpo de ángel y yo estaba con la llave para sacarlo
de ahí. Terminó mal la cosa: yo intenté calmarla y la agarré de los brazos, la
apreté para que dejara de tirarme cosas no se cómo, pero soltó un brazo y me
clavó un punzón en el costado. ¡La villera tenía un punzón! ¡Cuántas veces
habíamos atracado, le había tocado todo y no me había dado cuenta que llevaba eso!
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