viernes, 29 de marzo de 2013

El tiburón y la bicicleta


Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante dejó muchísimo que desear. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, a principios de este siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. Sendra hizo mucho dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no avalaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un BMW descapotable.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al de la bicicleta automotora: el paisaje, que conoce perfectamente, está cambiando a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto verla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un mocoso, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un puñado de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla,que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar el patrimonio familiar. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años. (En cuanto pueda, decide, llamará a los alemanes para deshacer el trato.)



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

martes, 26 de marzo de 2013

Berta y James



Sus manos se encontraron rodeadas de terciopelo y supieron distinguirse entre suavidades. Él adoraba su piel y ella, a pesar de su sobriedad, se volvía loca por sus manos. Siempre se encontraban en lugares anticuados, de brillantes espejos y decoración recargada, sintiéndose durante unas horas los protagonistas de su propio espacio. Era uno de sus juegos favoritos, del que habían de despertar para despojarse de sus disfraces y continuar trabajando en la casa de sus señores.

El boxeador

           Para todos los que, día a día, luchan contra los malos momentos personales.

            Nunca puede dormir la noche antes de un combate. El nudo en el estómago solo desaparece cuando suena la campana y su mano izquierda busca el rostro de su adversario. Pero esa noche es especial y distinta a todas las demás. Mañana será su último combate. Por última vez se subirá a un cuadrilátero, por última vez le untarán vaselina en el rostro, por última vez intentará evitar que se le cierre el maldito ojo derecho, por última vez buscará en su rival un espejo en el que mirarse. Por eso camina por la ciudad a las tres de la madrugada, acompañado tan solo por el camión de la basura y algunos gatos que buscan comida o amor por los rincones. Llega a un parque y toma asiento en un banco lleno de pintadas contra el gobierno de turno. Enciende un cigarrillo y mira sus manos. Y entonces se acuerda de ella. Parece que todavía puede sentir sus pequeñas manos acariciando sus nudillos después de cada pelea. Un crochet golpea su garganta. Traga saliva y llora, porque ni los boxeadores están a salvo de las lágrimas.

domingo, 24 de marzo de 2013

Las tres viuditas extratextuales (cont.)


 

                      

Se cambiaron los nombres de Juana, Justa y Jimena por los de Carla, Mónica y Gemma, que sonaban muchísimo mejor. Entraron en la primera tienda y se compraron tres modelitos más acordes con la época. Sustituyeron los incómodos y pesados vestidos por pantalones pitillo y camisas ligeras de algodón a cuadritos vichy. Se calzaron con bailarinas planas. En el probador dejaron los corsés para regocijo de la propietaria, que se los comenzó a probar imaginando toda suerte de fantasías. En el volkswagen, les esperaba Beltrán, conductor de la carroza:

-Carla… ¿Cómo se te ocurrió la idea?

- Nada, hijas mías… se lo pregunté a la bruja Gadea. Ella sabía un conjuro y, junto al bebedizo que os hice tomar,…¡Plás! Aquí estamos…

-¿Y qué hacemos con el conductor de la carroza? No hace más que tocar la bocina y saludar con la mano. Se cree que aún estamos en la corte de Palacio…

- Yújuuuu!!!!… ¡Cuántos chicos guapos...!

- ¡Beltrán, por Dios! Ya sabía yo que Beltrán iba a dar la nota… Pero,… ¡no te bajes del coche, que nosotras no sabemos conducir este trasto…!

Beltrán se inclinó para hablar con las tres viuditas que no entendían su comportamiento.

-Mirad, chicas. Puesto que deseabais llegar hasta aquí para gozar de la libertad, justo es que yo haga y desee lo mismo. Si vuestra vida en la Corte era triste y aburrida, imaginaos la mía… un conductor de carrozas que, además, es gay… Me marcho… mirad: aquellos muchachos que nos están mirando desde la acera de enfrente son Alonso, Diego y Froilán. Trabajaban conmigo y conocían también las artes de la bruja Gadea, todos tomaron el bebedizo.

- Pero… Beltrán… ¡no nos dejes…!

- No os preocupéis. Hay unos colegios especiales, se llaman “autoescuelas”, allí os enseñarán a manejar este vehículo…

Las tres se quedaron en el coche mirándose y sin saber qué hacer. Un guardia urbano se acercó  gesticulando con la mano para que circularan, pero ante la pasividad de las chicas, se introdujo en el asiento del conductor y movió el coche mientras escuchaba la historia de las tres amigas. Una vez concluida, les dijo que tenían que buscar una ocupación que se llamaba trabajo y bla, bla, bla…