miércoles, 27 de febrero de 2013

Querida Eva


Como cada día a esas horas, la linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda mirando medio pasmado.
-      -   Lee, mi amor, propone Eva con dulzura.
Rubén se coloca temblorosamente las gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación alguna, el texto allí caligrafiado:

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi firmamento.

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis sueños.

Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no recuerdo.

Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes versos
Que me gustaría leer a tu lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me muero.

Y perdona finalmente querida Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.

Rubén se quita las gafas, esboza una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con entregada ternura:
-       -  Hoy lo has hecho muy bien, mi amor. Te quiero.

lunes, 25 de febrero de 2013

Puntadas al tiempo



Le seguían gustando las costuras de su antigua máquina de coser, esa que no cambiaba por nada. Se sentía cansada como ella, demasiados años trabajando y escasos cuidados. Compañeras de faena ambas. En cada puntada, un suspiro. Ya le faltaba poco para terminar. En realidad, esa anciana de aspecto bonachón escondía un secreto: cosía sus recuerdos para que no se le olvidaran. Primero los enganchaba con alfileres, después los hilvanaba y, cuando ya estaban todos bien sujetos,  las costuras. Los remates a mano, para que no se deshicieran nunca las puntadas. Había ido guardando los tejidos que componían su vida y las de sus seres queridos que ya no estaban. Y ahí se encontraban todos juntos como los países de un mapa: recortes de bodas, bautizos y funerales. El vestido de medio luto, el de desahogo y los de colores de entretiempo y verano. Telas y fragmentos de imágenes y memorias que se iban aflojando como las canillas de la máquina. Pero finalmente lo iba a conseguir, tendría tiempo de darle una última puntada al tiempo.

viernes, 22 de febrero de 2013

TE PARECES A BOBBY FISCHER


            A Amparo.

            Mi padre ya me lo decía: te pareces a Bobby Fischer. Evidentemente no se refería a mi talento para jugar al ajedrez, más bien escaso (a pesar de mis esfuerzos). Mi padre me decía eso cuando, después de un día entero en la universidad, llegaba a casa, saludaba con un escueto “hola”, me duchaba, me cambiaba de ropa y me largaba con un escueto “adiós” para ir a ver a Ana. Eran tiempos en los que los libros y esa chica a la que también le gustaban los libros devoraban mis días.

            Mis compañeros (amigos) de Valencia Escribe saben de mi situación en este último año. Justo cuando por fin iba a conocer a algunos de ellos, mi padre sufrió un derrame cerebral que, demasiados meses después, terminaría costándole la vida. Casi al mismo tiempo, en otro hospital, nacía Esperanza, mi hija. ¿Por qué cuentas todo eso otra vez, Marco? Calla, no seas pesado que ahora yo soy el narrador. Pues bien, soy consciente de que vuelvo a parecerme a Bobby Fischer. Aparezco, dejo un par de textos, me marcho, vuelvo a aparecer, vuelvo a marcharme. Odio las intermitencias, pero de momento no soy capaz de hacer otra cosa.

Todavía me cuesta andar en línea recta.

Todavía lloro sin que me pase nada.

Todavía escribo demasiado sobre demasiadas cosas.

Todavía duele.

Intento, sin conseguirlo, levantar un proyecto asequible a mi escaso tiempo y talento. Estoy en ello. Me ofusco, caigo y me vuelvo a levantar. No me ensañaron otra cosa. Por eso me gusta el boxeo (y el ajedrez, que es la versión violenta del boxeo). Por eso me gusta escribir. Hemingway lo supo antes que yo, y lo escribió mejor.

-         Bueno, pero casi sin darte cuenta ya has escrito algo.
-         Pues estamos listos...
-         En serio, esto es un texto y deberías publicarlo en Valencia Escribe.
-         Pero si no hay foto, ni se corresponde con los deberes.
-         No pasa nada. Pon una foto de Bobby y otra del viejo Hem.
-         Claro, para ti nunca pasa nada.
-         Venga, no seas tonto. Así verán que de verdad te pareces a Bobby Fischer.
-         Uf, que pesado eres.
-         Ah, y dedícaselo a Amparo.
-         ¿Y eso?
            -    Shhh, luego te cuento.

martes, 19 de febrero de 2013

Llamémosle Pérez




Es un mendigo más, un vagabundo más, otro sin techo, como dicen los yanquis. Es una persona bastante mayor, cuyo patrimonio arrastra por las calles de la ciudad empacado en una desvencijada maleta de ruedas. He visto muchas veces a ese transeúnte habitual por los barrios del centro y siempre he estado tentado de hablarle. Hoy ése prójimo ha aceptado charlar conmigo cuando le he ofrecido un bocadillo y un cartón de vino barato.

El señor Pérez, llamémosle así, me ha contado que nació en la aldea de un remoto y frío lugar de la meseta, un lugar sin pasado, sin presente y por supuesto, sin futuro. Sus padres explotaban (espero que los  explotadores profesionales no se enojen si utilizo esa expresión) una pequeña granja de animales; no vivían, simplemente sobrevivían y a muy durísimas penas. Pérez solo pudo asistir unos pocos años a la escuela, en la que además de los números y las letras, le inculcaron una rudimentaria educación religiosa. Pero el señor Pérez me asegura que si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, no podría haber pronunciado esa frase que le atribuyen, más propia del presidente de la patronal, esa que dice “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Porque, argumenta, hay mucha gente que acapara demasiado pan, más del que nunca podrá consumir, sin haber transpirado una puñetera gota en su regalada vida, gente que se sabe aprovechar y cómo de las transpiraciones ajenas. Y al propio tiempo existen incontables multitudes de millones y millones de personas que, por más que suden y se esfuercen, incluso por mucho que recen, jamás alcanzarán a obtener una insignificante y dura migaja. Según Pérez, si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, premiaría a los buenos y castigaría a los malos precisamente en esta vida, no en la hipotética que ha (o no ha) de venir. Y dice que eso es lo que todos los poderosos desean que los pueblos crean: que cuanto más suframos ahora, cuanto más dolor nos dejemos infligir, más ración de gloria nos tocará después de muertos.

Pérez abandonó el colegio a la temprana muerte de su padre. Su madre, muy enferma, necesitaba ayuda y él era el único hijo del matrimonio, el gran heredero de la ingente miseria familiar. Se afanó lo indecible en sustituir el trabajo de su progenitor mientras duró su madre, que fue apenas unos años. Después, decidió vender los pocos animales que le quedaban y emigró a la gran ciudad.

Si bien ese hombre al que denominamos Pérez reconoce que es un ignorante en cuestiones políticas, lo cual interpreta como una bendición, también afirma que nunca le ha gustado el sistema y que al sistema nunca le ha gustado él. Sigue comentando que cuando llegó a la capital se empleó en el comercio de un tío suyo como recadero y asistente, pero tras una década de solemne fidelidad a cambio de exigua comida e incómodo catre en un recóndito rincón de la trastienda, a la muerte del viejo sus primos le dieron boleta.

El sinsabor del abuso y la injusticia hizo mella en el joven Pérez, que juró por su vida no volver a trabajar para nadie más. Si sus propios familiares le habían tratado peor que a un perro, odiaba imaginar qué tipo de consideraciones tendría contra él cualquier desconocido.

Con los pocos ahorros que guardaba inició una serie de pequeños trapicheos, comprando y revendiendo artículos usados y baratijas con ganancias raquíticas, ínfimas, despreciables. Hasta que hace unos años las autoridades empezaron a perseguir el mercadeo ambulante ilegal (o sea, el que no pasa por la santa Caja Municipal y por ello carece del sagrado Permiso Administrativo urbi et orbi con sus doce timbres y siete autorizaciones), Pérez fue un popular buhonero, asiduo de los rastros itinerantes y del cambalache encubierto. Igual te vendía una radio estropeada que un vetusto disco de Eydie Gorme y Los Panchos o un grifo de segunda mano para el lavabo o el bidet. Aunque malvivía, se sentía libre y sobre todo dichoso por no permitir que nadie se lucrara a su costa. Pero cuando la policía empezó a empapelar a los vendedores furtivos como él, que tantos y tan graves perjuicios ocasionan a la balanza de pagos nacional, hubo de abandonar la actividad y su vida se vino abajo.

Desde entonces, el ser humano al que llamamos Pérez carga a todas partes con su artrosis y su maleta llena de recuerdos y trastos, viviendo de la caridad. Sostiene que los que más comparten son los que disponen de menos medios, que hay personas maravillosas en el flanco oscuro de la sociedad, en ese lado menos cool, que solo aparece en la sección de sucesos de los noticieros y jamás en los glamourosos reality-shows. El inframundo de los desamparados, los solitarios y los olvidados. El gran ejército de los condenados, que ojalá en la otra vida (si existe y porque en ésta es ya imposible) alcancen el pedazo de gloria que alguien, algún día y por interesados motivos, les prometió.