
Los veo, les estoy viendo, parece que fue ayer. No sé si son reales o son fantasmas del pasado. Es lo que tenemos los ancianos.
En mis recuerdos soy un niño que les saluda junto a mi padre entre la multitud, bosque de piernas. Todos gritan, vitorean, lloran…cuántas emociones difuminadas en el recuerdo.
Despedimos a la brigada Lincoln, o lo que queda de ella.
Se marchan de España.
Los que desfilan tienen el rostro cansado, llenos de cicatrices. Lucen unas extrañas boinas negras, uniforme desaliñado, bosta desgastadas. Marcan el paso agotados, aunque traten de mantener la compostura.
Recuerdo la mirada de aquellos norteamericanos que componían la Lincoln: perdida aun cuando quisieran suavizarla con alguna que otra sonrisa dedicada al público. Quizás su pensamiento quedaba en los camaradas que reposarían para siempre en esta tierra.
Además de sus fusiles algunos llevaban terciada en la espalda unas curiosas guitarras, muy pequeñas, que ellos llamaban banjos y con las que habrían amenizados las terribles horas previas a los combates.
Los había blancos y negros; estos eran altísimos y, al sonreír, dejaban entrever una gruesa hilera de dientes capaces de triturar ladrillos.
Llegaron sobre el treinta y seis. Al principio eran unos cuatrocientos cincuenta hombres; después aumentaron a más de dos mil…más tarde volvieron a menguar drásticamente.
Desde que se instalasen en Villanueva de la Jara, su sangre comenzó a regar cada palmo de esta tierra y su nombre quedó ligado a lugares como: Jarama, Brunete, Belchite, Teruel…y muchos más.
Como dije había blancos y negros, sin segregación, viviendo, luchando y muriendo juntos y, por primera vez, soldados blancos obedecieron las ordenes de oficiales negros, como el caso de su comandante, Oliver Law quien murió en el Cerro del Mosquito. Unos dicen que fue una bala fascista, otros –las malas lenguas- que algún racista infiltrado que no soportaba recibir ordenes de un negro.
Hoy se van desfilando con sus uniformes manchados, sus rostros demacrados y sin afeitar. Se marchan con el recuerdo de muchos compañeros, pero sin ellos, y con la alegría o tristeza del deber cumplido.
No sé si son fantasmas, no sé si son los caídos quienes desfilan ante mí como Santa Compaña. Sólo entiendo que tratan de sonreír y que yo, el niño que fui, disfruta saludándolos.