jueves, 31 de enero de 2013

I'm your man


Callada, descuidadamente ataviada y con el cadencioso ritmo de una vieja balada de Leonard Cohen, la mujer madura deambula por el barrio de bar en bar. Dicen que bebe para olvidar a su marido, el cual la abandonó por oscuras razones. Cuando la observo, sus afligidos ojos me revelan que el cabrón era un insolvente sentimental, que la dejó porque no toleraba que ella le amase tanto. Hay individuos que aborrecen las deudas intangibles, que son por cierto las deudas más cardinales y ese sujeto, al que no conozco pero me gustaría partir la cara, debía sufrir un déficit irreparable.

Cada vez que me cruzo con esa mujer, y sostengo lo de cada vez, me entran unos instintivos deseos de abrazarla entrañablemente e intentar transmitirle que hay cariño más allá de las rupturas, que existe vida después del desamor y que algún día, porque lo necesita y porque se lo merece, encontrará un compañero que le dirá, como hace cantando Leonard Cohen, “I’m your man”.

¡Destrípame!





Hola, a todos. Con este texto, me gustaría invitaros a que conozcáis Borradores, una página que ha nacido con ilusión y cuya única pretensión es que la "corrección" sea un vehículo para el aprendizaje. Este es el enlace:  http://www.borradores.es
Todos sereís bienvenidos. Un abrazo cálido para todos vosotros. 
Geli



 

-¡Destrípame! -dijo sin miramiento.

A simple vista, todo estaba en orden; las tildes hacia la derecha, las mayúsculas detrás de los puntos y los signos de interrogación escoltando a las preguntas. Sin embargo, si aquel relato se leía con atención, parecía que se hubiera vuelto loco; el género del adjetivo no concordaba con el del sustantivo, el número del sujeto no coincidía con la persona del verbo y los artículos se habían aliado con ambos. El caos era completo.

-¡Destrípame! -volvió a gritar muy enfadado.

El autor había abandonado unos minutos la mesa de trabajo. Necesitaba un respiro. A su regreso de la cocina, con la taza aún humeante entre los dedos, revisó el texto antes de editarlo. Atribulado, no entendía lo que estaba ocurriendo. La noche hacía horas que cubría con un manto de silencio la ciudad. «Quizás el cansancio…», pero este pensamiento quedó interrumpido.

-¡Destrípame! ¿A qué esperas? -exigió la narración por tercera vez.

Dejó la infusión a un lado, se restregó los ojos con ambas manos y siguió leyendo. Aquello era un despropósito, no había manera de entenderlo. Empezó a sudar. Notaba la ropa pegada a la piel. Su inquietud crecía. «¿Qué diré mañana en la agencia? -se preguntó alarmado-. ¡No puedo presentar el trabajo de esta manera!». Y esta nueva reflexión lo alteró todavía más. Las excusas se le agolpaban en la cabeza. Contar la verdad tampoco serviría. ¿Quién creería que su texto tenía vida propia y pedía a gritos que lo destriparan?

Como si una tribu de indígenas invocara con sus tambores la llegada de la lluvia, así notaba sus latidos en las sienes.

-¡Destrípame! -chilló una vez más aquel escrito.



-¡Ya basta! -se oyó a sí mismo vociferar al tiempo que despertaba de aquella pesadilla, cubierto de sudor, nervioso y con el pulso acelerado.

miércoles, 30 de enero de 2013

ADIOS, BRIGADA LINCOLN.


Los veo, les estoy viendo, parece que fue ayer. No sé si son reales o son fantasmas del pasado. Es lo que tenemos los ancianos.
En mis recuerdos soy un niño que les saluda junto a mi padre entre la multitud, bosque de piernas. Todos gritan, vitorean, lloran…cuántas emociones difuminadas en el recuerdo.
Despedimos a la brigada Lincoln, o lo que queda de ella.
Se marchan de España.
 Los que desfilan tienen el rostro cansado, llenos de cicatrices. Lucen unas extrañas boinas negras, uniforme desaliñado, bosta desgastadas. Marcan el paso agotados, aunque traten de mantener la compostura.
Recuerdo la mirada de  aquellos norteamericanos que componían la Lincoln: perdida aun cuando quisieran suavizarla con alguna que otra sonrisa dedicada al público. Quizás su pensamiento quedaba en los camaradas que reposarían para siempre en esta tierra.
Además de sus fusiles algunos llevaban terciada en la espalda unas curiosas guitarras, muy pequeñas, que ellos llamaban banjos y con las que habrían amenizados las terribles horas previas a los combates.
 Los había blancos y negros; estos eran altísimos y, al sonreír, dejaban entrever una gruesa hilera de dientes capaces de triturar ladrillos.
Llegaron sobre el treinta y seis. Al principio eran unos cuatrocientos cincuenta hombres; después aumentaron a más de dos mil…más tarde volvieron a menguar drásticamente.
Desde que se instalasen en Villanueva de la Jara, su sangre comenzó a regar cada palmo de esta tierra y su nombre quedó ligado a lugares como: Jarama, Brunete, Belchite, Teruel…y muchos más.
Como dije había blancos y negros, sin segregación, viviendo, luchando y muriendo juntos y, por primera vez, soldados blancos obedecieron las ordenes de oficiales negros, como el caso de su comandante, Oliver Law quien murió en el Cerro del Mosquito. Unos dicen que fue una bala fascista, otros –las malas lenguas- que algún racista infiltrado que no soportaba recibir ordenes de un negro.
Hoy se van desfilando con sus uniformes manchados, sus rostros demacrados y sin afeitar. Se marchan con el recuerdo de muchos compañeros, pero sin ellos, y con la alegría o tristeza del deber cumplido.
No sé si son fantasmas, no sé si son los caídos quienes  desfilan ante mí como Santa Compaña. Sólo entiendo que tratan de sonreír y que yo, el niño que fui, disfruta saludándolos.

NORMAN DAVES

              Conocí a Norman Daves en una fiesta que nuestro amigo común, Jay Gatsby, organizó para dar la bienvenida al invierno. Lo primero que me sorprendió de Norman fue su capacidad para fumar y hablar la mismo tiempo, mientras las chicas más guapas hacían cola para conseguir uno de sus prestigiosos besos o uno de sus míticos piropos. Recuerdo que ese año los vejestorios de la escuela del resentimiento no tuvieron más remedio que reconocer el talento de Norman y otorgarle el premio Pulitzer, logrado con indiscutible autoridad por un artículo sobre la generación perdida en París. Yo era por aquel entonces un joven aspirante a escritor que intentaba abrirse camino como corrector de estilo en una editorial de Brooklyn, y Norman Daves era uno de mis puntos de referencia. Leí con asombro su crónica del desembarco de Normandía (sobre la que corría una curiosa leyenda: que el papel en el que fue escrita aún conservaba manchas de sangre y barro), su libro sobre la ley seca El último trago y su novela Mis últimos días con Afrodita. Aquella noche, en casa de Jay, Norman hizo algo verdaderamente extraño. Miró su reloj, apartó de su lado a dos chicas rubias y cruzó el salón justo hasta donde yo me encontraba.

-         Necesito su ayuda- me dijo- y le pagaré bien. Dentro de media hora Rocky Marciano pelea en el Madison. Debo cubrir el combate y usted va a coger mi coche y me va a llevar allí.

            El combate era un mero trámite para Rocky Marciano. La federación le obligaba a poner el título en juego cada tres meses y Rocky, ya sin rivales de entidad, utilizaba verdaderos paquetes para mantener su reinado en los pesos pesados. El pobre chico de Alabama al que tumbó en el tercero apenas vio venir la derecha del campeón, y despertó en el hospital dos días después preguntando por su mamá.
Norman salió por una de las puertas traseras del Madison y se metió en el coche. Deslizó la mano debajo de su asiento y sacó una vieja Underwood.

-         ¿Sabe donde están las oficinas del New York Times?

 Mientras conducía a toda velocidad atravesando la ciudad, los dedos de Norman golpeaban con furia las teclas de la Underwood. Fue, sin duda, uno de los días más felices de mi vida. Cruzar la quinta avenida con Norman Daves a mi lado, el sonido de la máquina de escribir, el cigarro en los labios, las volutas de humo ascendiendo inexorables hacia un cielo de carteles de neón, Rocky Marciano y su derecha de hierro. Todo parecía sacado de una novela de Norman Daves.

                    (Del libro No dejes de escribir, de Paul Banks, McGraw-Hill, 1967)