lunes, 25 de junio de 2012

El alma del cuchillo

Fotografía de Alain Fleischer

La hoja brillante del cuchillo le devolvió un fragmento de su cara cansada. Tenía que ser ahora, o nunca encontraría la fuerza necesaria.  Se dirigió decidida a la habitación donde te hallabas y cortó todos aquellos tubos que te mantenían presa a la máquina y no a la vida. Se sentó junto a tu lecho, te tomó de la mano y se dispuso a esperar contigo que tu alma flotara hacia  la soleada mañana:

"Volverás a mi huerto y a mi higuera,
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores..."





GUION EN BLANCO Y NEGRO



 En el pueblo, la normalidad era muy estricta. Cualquier novedad o el mínimo acontecimiento era motivo de comentario, que en cierta medida se agradecía porque rompía la monótona vida de los habitantes del lugar.
Ese día, del que sólo quedó la tarde después de la llegada del tren, la empleamos en presentarte a los amigos, cumplir con algunos familiares cercanos y visitar los rincones más populares del pueblo, para que hicieras realidad los sitios que tantas veces te había detallado por carta.
Evitamos curiosos y nos hicimos algunas fotos, con la intención de que, cuando te fueras, certificaran que lo que estábamos viviendo no había sido un sueño.
Un sueño que había empezado hacía un año.

Decidimos ir a la capital, ciudad histórica donde las haya. Nos fuimos en tren, mudo testigo de nuestros encuentros.
Cuando recuerdo aquellos días, sólo veo vagones, estaciones, besos y lágrimas. Aún hoy, no veo la estación de otra manera. Se puede decir que allí nos conocimos.
Fue como el primer día de una vida diferente. Nuestro enemigo era el tiempo que pasaba más de prisa de lo que deseábamos, tanto que ni nos acordábamos de comer, como si eso fuera una pérdida de tiempo.
Deseaba que aquel día se repitiera, pero la duda que tenía no me abandonaba y por momentos pensé incluso que tenía más lógica, que llegaría la hora de despertarse de ese sueño y habría que ser realista.
Me sentí aliviada cuando me dijiste “mañana nos vemos”, al despedirte aquella noche antes de irte a dormir.

                                                                           ***

 Camino de la estación íbamos muy callados, ese silencio me asustaba. Hubiera dado parte de mi vida por una respuesta a la única pregunta que me hacía: ¿volverá?
Escuchamos los chasquidos eléctricos de los raíles que anunciaban la proximidad del tren, parecía tener prisa por arrancarte de mi lado, y tú, en un momento que te noté también triste, me miraste a los ojos, me acariciaste. Nos despedimos con la mirada. Cogiste la cinta de mi pelo que llevaba a modo de diadema y escribiste algo.
Detrás del Cerro de San Cristóbal asomó la oscura silueta del tren. Me pareció todo demasiado rápido para asimilarlo de manera normal, tenía la esperanza de que cuando el tren se alejara pudiera encontrar una respuesta que me tranquilizara.
Ya desde el tren, cogiste mi mano y depositaste en la mía la cinta del pelo, yo estaba confusa y ya no me acordaba.
Con un resoplar de aire comprimido, se cerraron las puertas. Asomado a la ventanilla, me gritaste el último te quiero para que no lo devorara el ruido de partida.
Yo necesitaba oír más y los perseguí hasta que se me terminó el andén.
Dejé de oír el tren en la lejanía pero me quedé allí mientras pude verlo.
Todo mi consuelo giró en torno a mi mano cerrada, allí estaba el lazo del pelo con algo escrito. La curiosidad dejó paso al temor y extendí la cinta.
“Tal vez no consigas ser una escritora de éxito, pero hoy has empezado a escribir el libro de nuestra vida. Cuando me llames volveré”
Estaba escrito en el guión desde el primer momento. Como no podía ser de otra manera, nuestra fotografía mostraba unas manos diciéndome adiós y yo… como siempre quedándome en el andén.

Cuando te llamé, aún se veía en la lejanía el tren como un punto negro.
Siempre he pensado que me escuchaste, porque volviste y te quedaste junto a mí para siempre.

sábado, 23 de junio de 2012

"Bolas de verde"



Podría empezar contando, que me lo encontré en la fila de los que esperábamos para coger el vuelo de regreso a Bilbao desde Londres. Podría decir, que al llegar a Bilbao, supe que también él, cogería el bus para Pamplona. Os diría, que hablamos de fútbol, de teléfonos móviles, de costumbres diferentes, de cosas de chicos, pero, nunca sabré contar cómo la conversación, por sus propios medios, llegó hasta la historia que escuché de su boca y ahora os escribo.
Esther, bien podría ser la chica sentada sobre la cama que mira su diario de forma ausente, recién llegada de alguna parte, entonces, Diego, sería la causa de su ausencia.
Él, la adoró desde siempre y en nueve años, no quiso abandonar el refugio de su sombra. Pero la luz es caprichosa y a veces, proyecta sombras que no encajan en el cuadro. La sombra que creció y aportó el color gris al cuadro de Diego, fue la madre de Esther. Nunca lo aceptó como novio de su hija, no sabremos si por su origen ecuatoriano, sus errores de juventud o los planes que tenía trazados para su niña desde la cuna. Ella, le amaba como se ama cuando se es joven, sin tamiz, pero, una madre con voluntad, puede hacer mella en un corazón adolescente. No ayudó su embarazo involuntario, tampoco ayudó la interrupción del mismo, sin contar con la opinión de él, contando tan sólo con la voz al oído de su madre. Y se rompieron los sueños de la familia de Diego, sueños por ser abuela, tía, padrino y compañero de guardería. Se abrió el grifo de la discordia. Él, puso un mar de por medio y viajó a Inglaterra para mejorar sus opciones, para correr una cortina de lluvia y niebla sobre su vida. 
Pasaron dieciocho meses, contados así, como la edad del bebé que nunca tuvieron y su amor, aun dormido, soñaba cada día con juntarles de nuevo. Se libraba una batalla cada noche, en la que el corazón salía vencedor sobre la obediencia.
Mucho antes de coger el avión para volver a casa en el día del cumpleaños de su madre, Diego, maduraba una idea en su cabeza: trataría de convencer a Esther para que se fuera a vivir con él a Inglaterra, para que rompiera los planes que no había trazado ella sola.
Y llegamos a Pamplona cuando me contaba que sólo su hermana sabía que él estaba allí, que su madre se llevaría una gran sorpresa, que ojalá le preparase “bolas de verde” para cenar esa noche. Lo que no sabía Diego, es que su hermana había hablado con Esther y era ella quien esperaba en la dársena, quien lo rodeó con sus brazos nada más bajar del autobús, quien le miró a los ojos y besó en los labios como si nada hubiese pasado. 

No os diré que Diego me llevó a casa como había prometido. Salí de sus vidas de la misma forma que había entrado, sin querer, sin pedirlo, viendo como Diego y Esther, se perdonaban.  

viernes, 22 de junio de 2012

ALGO PARA QUEMAR






 El contenido de mi maleta salpicaba de vida aquella habitación lúgubre y oscura: bikinis, chanclas, alegres camisetas veraniegas…, anticuados muebles y siniestros cuadros colgando de las paredes justificaban el precio del alquiler. Abrí la ventana y la fresca brisa marina engulló con deleite el rancio aire que impregnaba la estancia, los encorsetados personajes de los retratos mudaron su hosca expresión por una de sincero agradecimiento. Me vestí para acudir a la hoguera de San Juan, metí en mi bolso mí ajada piel urbana, mis preocupaciones y mi estrés; serían sin duda suculento bocado para las avarientas llamas.