(A mi padre)
Quiero hablar de mi padre. Su nombre es Miguel Ángel y ya acaricia los setenta años. A mediados de los años sesenta hizo el viaje que muchos soñaban: de Torrevieja a Madrid para estudiar una ingeniería. Allí entró en contacto con los estudiantes afiliados al Partido Comunista, entonces envuelto en una clandestinidad de hierro. Al mismo tiempo conoció al Padre Llanos, aquel cura rojo que trabajaba en el Pozo del Tío Raimundo, y se afilió a las Juventudes Obreras Católicas. Regresó tres años después, con una carrera y dos fichas de peligrosa filiación. Mi madre, entonces su novia, esperaba su retorno cual Penélope.
Todas la mañanas, a las nueve, voy a ver a mi padre. Hablo con él durante treinta minutos. Siempre terminamos charlando de lo mismo, mientras mi madre me mira con los ojos llenitos de ayer. Cuando una discusión de política se nos enquista, mi padre suele decir la misma frase: “Vosotros podéis hablar. Aunque no os hagan caso al menos no os muelen a palos, como a nosotros. Eran otros tiempos...”
Hoy he vuelto a cumplir con la ineludible ceremonia de hablar con él. La política era otra vez el tema central. La televisión de la cocina escupía las imágenes de un grupo de policías apaleando a unos estudiantes en Valencia. No hemos discutido. Su mirada parecía más cansada que nunca. De sus labios no ha salido la frase “eran otros tiempos...”