domingo, 16 de octubre de 2011

EL RAPTO.


Hace años visitamos uno de los palacios de Sisí, en una preciosa colina del sur de Grecia. Era una construcción magnífica, acorde con el rango y la fastuosidad de lo que fueron aquellos tiempos para la princesa. Por nuestras bodas de oro, nuestros hijos, nos regalaron ese mismo viaje, suponemos que por tanto escuchar nuestras historias y nuestra admiración de lo que habíamos disfrutado. Esperábamos impacientes la fecha del viaje. Ilusionados como novios recién casados, nos dispusimos a subir a la colina. En el trayecto íbamos recordando cada sala, cada mueble, cada jardín, y sobre todo, cada una de las 12 estatuas de las diosa que a modo de centinelas guardaban el edificio. Unos metros antes de llegar, ya se notaba la falta de cuidados de los jardines. La desilusión completa llegó al acercarnos al palacio. ¿Dónde estaban las estatuas? Sólo estaban las columnas en mal estado, tampoco quedaba nada de la magestuosidad del interior de lo que fuera el lugar preferido de veraneo de la bella Dama. El guía comenzó por explicarnos los expolios de todos los lugares donde había objetos de valor. Los tiempos de crisis eran difíciles y las autoridades debían hacer la vista gorda.

POR SI LAS MUSAS

Dicen que las musas son responsables de la grandeza de las historias. No lo sé. No conozco a tan importantes seres, será porque están guiando otros dedos y susurrando en otros pabellones (auditivos), aunque... no he perdido la ilusión de su visita y por si llegan, las espero escribiendo.   
Será otro día -como veis- hoy tampoco han querido visitarme.

Esclavas de piedra


Nadie conocía su secreto. Al anochecer, cuando cerraban el palacio, abandonaban su posición, a menudo un poco hierática y hacían pequeños estiramientos, despacio primero y siguiendo un orden cósmico: cabeza, brazos, manos, piernas y espalda. Se desataban los lazos que sujetaban sus largas melenas y se desprendían de los pliegues de sus ropajes, para lanzarse todas juntas a unas correrías sin freno por los jardines circundantes. Danzaban, reían y se abrazaban al son de una música maravillosa que procedía del mar. Soñaban que eran humanas. Entre risas comentaban los sucesos del día, qué visitante se había atrevido a tocarlas y cuántas fotos les habían tomado. No, no eran ninfas, tal vez no recordaran su origen, pero Selene no se atrevía a reflejarlas.

Un visitante inesperado


Me enamoré perdidamente de todas en cuanto las vi. No me lo pensé dos veces, quería pasar el resto de mis días en la isla, junto a ellas y respirar el mismo aire. Me desvestí, me coloqué una túnica que encontré tirada junto al jardín,  cogí mi iPad 2 en mi mano derecha,  en lugar bien visible, cercano al corazón y me situé el último en la fila, anhelando convertirme en  inmortal.