martes, 14 de octubre de 2014

El saxofón


El 13 de octubre  de 1841, la cafetería anexa al Teatro Rialto de Bruselas hervía de un publico impaciente ante la anunciada actuación de  Adolphe Sax, fabricante de instrumentos musicales e insigne intérprete de clarinete. Sin embargo, en el centro de la pista descansaba, sobre una silla de color rosa, un extraño artilugio jamás visto. Se apagaron las luces y Adolphe apareció por fin, dio unos pasos hacia el micrófono y desgranó las primeras notas de aquel “clarinete de latón”. El silencio fue atravesado por un fuerte sonido metálico  lleno de matices y tonalidades que cambiaban del rojo al violeta pasando por el verde y  el azul cielo. Adolphe había trabajado hasta el éxtasis, largos días y noches sin sueño, buscando la perfección de su ingenio. El resultado llenó a sus oyentes de una intensa emoción y asombro. Los aplausos retumbaron largo rato por todo el edificio y se sucedieron los abrazos y apretones de manos  estremecidos de los más allegados.  El ilustre músico acababa de regalar un pedazo de gloria a saxofonistas venideros como Charlie Parker o John Coltrane entre muchos otros.

Secreto



Él trabajaba en un bar llamado “El Conde”; desde que lo vi quedé fascinada. Miraba sus dedos rozar las llaves de aquel saxo gastado, su boca apoyada en la boquilla y esa suave música entregada al aire lograba cerrar mis ojos y verme automáticamente desnuda junto a él, entregada, acariciada y devorada mientras flotaba entre notas musicales…
Los viernes a las dos de la madrugada era la primera en acercar mi silla al frente del pequeño escenario donde cinco minutos antes actuaba un ventrílocuo que presentaba un show donde dialogando con su muñeco se dedicaba a contar chistes pasados de tono y a esputar palabras ofensivas a los parroquianos que por entonces estaban tan embriagados que solo atinaban a reír con la boca muy abierta sin saber a ciencia cierta el porqué de sus carcajadas…
Mis movimientos ya eran una ceremonia conocida por todos. Acercar la silla, acomodar mi pelo, cruzar las piernas y disfrutar de mi trago, ansiosa por la salida de aquel viejo músico de jazz de la que estaba secretamente enamorada.
El ritual siempre era el mismo. Sin presentación alguna el desvencijado telón negro se abría, y entre el humo del cigarrillo una luz se encendía en el centro del escenario para iluminar al viejo que con toda parsimonia abría su maleta, extraía el viejo saxo, se sentaba y sin decir una palabra lograba callar el bullicio de los borrachos y las putas, transformando ese tugurio en un lugar único y mágico…
Mientras los silencios y las notas se mezclaban en el aire haciendo el amor conmigo sin que nadie lo supiera, acercaba el vaso a mis labios, lo miraba para inmediatamente llevarme su imagen a mis sueños, donde llegaba al orgasmo casi inmediato. Él lo sabía…
En mi momento cumbre me embestía con una nota aguda que lograba que mi alma rozara los dedos de Dios, para dejar mi cuerpo húmedo como prueba de haber llegado al Olimpo, a la cumbre de las cumbres…
Cuarenta minutos después de haberme hecho el amor como nadie en esta tierra, él se ponía de pie, regresaba el saxo a su estuche, lo cerraba y dándome la espalda se retiraba llevándose el instrumento consigo y parte de mi alma para yo jurarle eterna fidelidad de viernes después de las dos de la madrugada…

lunes, 13 de octubre de 2014

Su mejor actuación




Cuando el saxofonista dio por terminada la que consideró su mejor actuación en años de apostasía, el público le pidió entre aplausos y vítores que improvisara una última pieza, una pieza que expresara sus sentimientos más íntimos y personales... El músico apuró su copa de bourbon, después rogó silencio absoluto, e indicó al tramoyista con un gesto que dirigiera el foco central hacia el micrófono. Tomó aire, retrocedió un paso y, tras dejar el instrumento sobre la silla, se marchó.