jueves, 2 de octubre de 2014
Revista Valencia Escribe - Número 6, Octubre 2014
Ya ha salido el número de octubre de la Revista VALENCIA ESCRIBE.
Para leer:
https://www.yumpu.com/es/document/view/27265105/valencia-escribe
Para descargar:
http://www.mediafire.com/view/jojhid2nzoabbnn/VE-OCTUBRE.pdf
domingo, 28 de septiembre de 2014
El hombre que vivía en una nariz
El
hombre que vivía en una nariz
Había una vez un hombre que
vivía dentro de una nariz, concretamente en el orificio izquierdo. Desconocía
cómo había llegado allí y no recordaba nada de su anterior vida (si es que
acaso la tuvo); no tenía ningún recuerdo al respecto. Solo sabía que un día
apareció en esa nariz con una sola maleta. Esta contenía lo básico para viajar,
a saber: un pantalón oscuro perfectamente planchado; una camisa blanca, muy
blanca; unos bóxeres, unos calcetines negros, con sus bolitas de lana, prueba
evidente de que habían sido utilizados muchas veces; y por último, algunos productos
para el aseo personal y poco más... Bueno, también contenía una libreta y unos
pocos lápices.
Este hombre tampoco recordaba
su nombre, por lo que se refería a sí mismo simplemente como Yo.
Yo
era muy pequeñito, y se podía confundir perfectamente con un pelo de la nariz.
“Los diminutos ―pensaba él ―, esos son seres gigantes, caramba. Para pequeño ya estoy yo”.
Nunca bajo ningún concepto
salía de su cueva, aunque tampoco
había tenido hasta ahora necesidad de hacerlo. Algo le decía que no lo hiciera,
que era muy peligroso. Se limitaba a vivir sin más, sumido en su rutina diaria.
Cuando el dueño de la nariz se duchaba, aprovechaba las pequeñas gotas que
entraban para asearse. El asunto nutricional también lo tenía solucionado: cada
vez que el propietario de la nariz comía, seguro que algo caía dentro, pequeñas
migajas, pequeños restos de alimentos, imperceptibles para un humano de tamaño
normal, pero suficientes para proporcionarle a él el sustento.
Cierto día reunió el valor
suficiente como para asomarse mucho hacia afuera y ver claramente el mundo
exterior. En ese momento pudo ver el orificio del lado derecho, la otra cueva. No
parecía nada interesante y de ninguna de las maneras iba a ir hasta allí,
estaba muy lejos. A saber lo que le podría ocurrir si lo intentara: podría resbalar
y precipitarse al vacío, ser atacado por algún insecto gigante, o también ser
fulminado por una situación climatológica extrema. No, no correría ese riesgo, no
merecía la pena. Seguiría viviendo cómodamente en su cálido hogar.
Y así pasaban sus días en
aquella nariz. Todas las mañanas se cambiaba de ropa, lavaba la del día
anterior, la alisaba delicadamente con sus manos y la metía de nuevo en su maleta.
Comía tres veces al día (y con suerte alguna vez más), y dormía plácidamente
todas las noches. Aquella parecía una magnífica forma de vivir… Hasta que un
día, estando él descansando con los brazos detrás de la nuca y mientras se
apoyaba en una de las paredes interiores, le pareció oír algo. Sonaba bajito
pero estaba casi seguro de que era alguien gritando. Aquel sonido venía del
otro orificio, no cabía duda. Pegó la oreja para escuchar mejor.
―¡Socorro! ―pudo escuchar―.
¡Socorro!¡Ayuda!
Se levantó sobresaltado. ¿Era
posible que alguien más viviera en su nariz? Empezó a andar en círculos
mientras intentaba decidir qué hacer. Si aquella voz era de una persona, estaba
claro que andaba metida en problemas. Tenía que hacer algo, no podía dejar que
otro sufriera, pero le daba mucho miedo el viaje. Volvió a pegar la oreja. Suspiró.
Le pareció escuchar un extraño alboroto. Contuvo un segundo la respiración y
entornó los ojos.
―¡Fuera! ¡Déjame! ―distinguió.
Rígido como estaba, cerró ambos
puños mientras se dirigía tembloroso hacia la salida.
Fuera era de noche y hacía
mucho viento, lo cual empeoraba muchos las cosas. Se agarró con mucho miedo al
lateral de la nariz mientras pensaba en no mirar hacia abajo. Naturalmente,
miró. Empezó a recorrer el camino hacia la otra cueva muy, muy despacio.
Parecía que estuviera en uno de los últimos pisos de un rascacielos, andando
por la cornisa para alcanzar otra ventana próxima a la suya. Una gran ráfaga de
viento le hizo detenerse. Se agarró abrazando la pared con una fuerza
sobrehumana. No sabía si temblaba de frio o de puro miedo. Por un momento no
pudo moverse, hasta que la oyó de nuevo:
―¡Socorro!
¿Era la voz de una mujer?
―¡Pobrecilla, a saber lo que le
estará pasando! ―se dijo para sí mientras reanudaba la marcha.
Por fin pudo alcanzar el borde
del otro orificio, el de la pared interior. Ya casi estaba. Se agarró muy
fuerte mientras basculaba hacia dentro. Finalmente consiguió entrar. La
estancia estaba iluminada por algo parecido a una vela, y pudo verlos peleando
en el suelo: una especie de insecto, como una araña con las patas cortas,
estaba encima de una mujer. La mujer, provista de un palo, intentaba deshacerse de aquel monstruo como
podía.
Fue hacia ellos y se quedó
parado muy cerca sin saber muy bien qué hacer.
―¡Ayúdame!
Yo intentó
coger al monstruo pero este no se dejaba, no paraba quieto. De puro asco
tampoco podía hacer gran cosa. Cerró los ojos y le aplicó con las manos una
tenaza a aquel ser. Tiró de su espalda y consiguió separarlo de la mujer. Se
encontró con aquel bicho entre sus brazos. Y con los brazos estirados lo alzó
por encima de su cabeza. Pesaba mucho menos de lo que parecía. Yo se quedó perplejo viendo cómo aquella
especie de araña intentaba zafarse de él con movimientos rápidos y nerviosos.
―¡Deshazte de él! ―ella
le sacó del trance.
Mientras iba hacia la salida,
el monstruo no paraba un segundo de moverse. Yo lo tiró afuera sin más contemplaciones.
―¿Estás bien? ―le
preguntó a ella.
―Sí, muchas gracias. Me has
salvado.
―No es nada ―dijo
sonriendo y ligeramente ruborizado.
―¿Qué era esa cosa?
―No estoy seguro, pero creo que
él estaba más asustado que nosotros.
―Pues espero que no vuelva. ¿Podrías
quedarte un rato?
―Claro. No te preocupes, no creo
que vuelva.
Y Yo se quedó un rato... y el rato se convirtió en toda la noche, la
noche en varios días... Y sin darse cuenta acabó viviendo con ella. Se hicieron
inseparables. Ya no había rutina. Todos los días eran un descubrimiento.
Por fortuna, su humano solía
frecuentar el campo. Y cuando esto sucedía, les gustaba salir y disfrutar de
aquellas sensaciones que solo se sienten en verano, en los días de mucho calor.
Desde su privilegiada posición ambos veían sonriendo un interminable campo de
flores. Entonces, cerraban los ojos y percibían los olores de muchas de ellas
mientras dejaban que el sol les acariciara la cara agarrados de la mano.
Pero un día, un estornudo les
pilló por sorpresa y ella no pudo agarrarse a tiempo, y Yo vio impotente cómo se precipitaba al campo de flores. Pero ella,
lejos de estar asustada, sonreía mientras caía. Y con los ojos brillantes, se
rodeó la boca con las manos y dijo en voz alta: “te esperaré”.
Mientras sentía la brisa en el
borde de aquel orificio, Yo se colocó
el sombrero, se ajustó la corbata y cerró los ojos.
―Allá vamos ―dijo.
*Desde aquí mando un fuerte abrazos a todos los compañeros y amigos de Valencia Escribe, y mi agradecimiento por invitarme a participar a todos los administradores.
Nicolás Aguilar
http://tengaustedbuendia.wordpress.com/
jueves, 18 de septiembre de 2014
Cuarenta y cinco
Después de la crisis de
los cuarenta vino la de los cincuenta junto con las deudas, hijos post-adolescentes
irrespetuosos y un país capaz de provocar cada día la muerte a miles de
inocentes con sólo mirar el periódico. Fue entonces cuando José Tomás López decidió
que lo mejor de la vida ya había pasado.
Lo de comprarse la
moto y viajar por lugares inimaginables era cosa del pasado. Se había tirado en
parapente, en paracaídas y hasta había hecho puenting (con conato de muerte
incluido). Las borracheras y la marihuana resultaban apuestas insulsas después
de mil y una noches. Incluso su paso por comisaría en estado deplorable podría
haberle animado a contar la hazaña en otra época, pero esta vez sólo hizo que
sus hijos dejaran de hablarle definitivamente.
Las canas, las
arrugas y esa barriga cervecera eran testigos y marcas de una vida malgastada. Su
mujer la llamaba “una vida de sinsabores”, por suavizar la forma de verla. Los
amigos de la infancia se habían quedado en la adolescencia, los de la
adolescencia eran unos cuarentones rebeldes y los de los cuarenta eran unos
viejos chotos. José Tomás López comenzó los trámites de divorcio porque estaba
harto de aguantarse a sí mismo discutiendo con su mujer y la exmujer de José
Tomás hizo una fiesta cuando salió la sentencia.
Desde fuera todo
iba sobre ruedas y aunque José estaba hecho una mierda por dentro. Nada más
cumplir los once lustros se prometió una cosa (en secreto): “si no encuentro un
sentido a esta vida de mierda antes de los sesenta, me voy a comprar una
pistola”.
A la semana de su cumpleaños
faltó al trabajo. No tenía amigos, ni mujer, ni ambiciones, ni una mierda. Supo
entonces que lo mejor que podía hacer era buscar una armería y dejar de perder el
tiempo.
En su pueblo nadie
tenía armas. Era uno de esos pueblos raros en los que la caza no estaba de
moda. Añoró vivir en Austin, Albuquerque o cualquier pueblucho yanqui en el que
conseguir una cuarenta y cinco era más fácil que comprar una botella de wiskey.
Organizó un viaje a
la capital de provincia y preguntando por aquí y por allí —como era su
costumbre— no le fue difícil llegar a la mejor armería, la más reputada.
—Deme una cuarenta
y cinco, por favor. Y balas.
—¿Disculpe?, ¡buenos
días! ¿Tiene usted certificado médico, foto carnet y ha rellenado los
formularios de solicitud?
Maldita burocracia
del demonio. ¿Hacía falta estar sano para pegarse un tiro? Sonrió por dentro y
disculpándose preguntó a la guapa dependienta los trámites necesarios para
hacerse con la dichosa vía de escape de este mundo de mierda.
Hizo cola en una estúpida
oficina, para hacerse unas sandeces llamadas exámenes de rutina y pasar unas
pruebas para retardados mentales. Salió del local a fumarse un cigarrillo
mientras le preparaban un papelucho de pacotilla —que llamaban certificado
médico de armas— que decía que estaba sano, cosa que él sabía que no era verdad.
Rellenó después unos formularios en los que mintiendo en más de la mitad de las
preguntas. Ni el sicólogo más avispado podría pensar que ese viejo inútil de
gafas tenía serias intenciones separatistas (como él llamaba al suicidio: separarse
del estado viviente).
Ya de regreso en la
armería y transcurrida una semana desde su anterior visita, José se acercó al
mostrador estirando la mano derecha con la palma hacia arriba y encima de la
misma mostraba orgulloso el certificado, el formulario (con un sello que
acreditaba su salud mental) y una foto carnet.
—Aquí tiene. Deme
por favor una cuarenta y cinco—, la dependienta permanecía callada mirándole y
él pensó que algo no iba bien, hizo una pausa y prosiguió —, ah, y balas. Dos
cajas de balas.
—Buenos días, antes
que nada.
—Buenos días.
—Así mejor.
—¿Cómo dice?
—Digo que así mejor.
La cortesía y las buenas maneras nunca están de más.
José estaba
extrañado por la estúpida forma de tratar a los clientes que tenía la
dependienta. Estaba muy buena, un cañón, pero no le daba derecho a una ser
estúpida con los clientes. Calló. Quería era su cuarenta y cinco para de allí e
ir a charlar un rato con la separatista…
—¿Para qué quiere
el arma?
—Lea el formulario.
—Vale. Bueno, le
preguntaba porque es mejor así. Me gusta saber para qué quiere su arma la
gente, así en todo caso puedo aconsejarle y…
—Soy un loco. Soy
un enfermo y quiero matar a medio pueblo.
La chica sonrió
nerviosa y luego al ver que él también lo hacía soltó una risa muy seductora
casi sin quererlo. Giró un poco su cabeza sintiéndose intimidada por el cliente
y le miró de reojo.
—Perdone, es sólo
una formalidad. Todo el mundo viene con sus formularios, sus certificados y su
foto y eso es un rollo. Me paso el día imaginando cosas, ¿sabe?
—¿Qué tipo de
cosas? —dijo José, extrañado de lo que decía su boca.
—No sé. Usted sabe.
Cosas… Lo que la gente hará con las armas que le vendo.
—Pues no tiene más
que leer los formularios. Cazar, protegerse, tiro al blanco…—José hizo un gesto
incómodo, nervioso. ¿Qué estaba haciendo? La chica le caía bien, la charla era
interesante, pero estaba primero la cuarenta y cinco. Ahora iba a tener que
aguantar las preocupaciones de una chavala amargada con su vida de mierda,
¡premio!
—Puede ser. Tiene
razón. Pero leo los periódicos y me preocupo. Se me encoge el corazón al pensar
que alguna de las armas que he vendido… Yo soy una pobre dependienta, no me
malentienda, soy una estúpida chica a la que toca vender armas y pienso… ¿Y si
aquel asesinato? ¿Y si ese hombre que mató a su mujer? ¿Y si ese chiquillo que
se mató jugando en casa…?
La chica estaba a
punto de llorar. ¿Una dependienta de una armería podía tener esos pensamientos?
José pensó en largarse al instante sin decir una palabra más a la hermosa
morena, pero algo lo retuvo. Debía ser el arma, su necesidad imperiosa de
hacerse con el objeto secesionista por naturaleza.
—No quiero ser
pesado, señorita, pero ¿podría darme una cuarenta y cinco, dos cajas de balas y
cobrarme?
—Ah, oh, sí,
perdone, señor… Tomás. ¿No es usted algo de Alba de Tomás?
Era su prima por
parte de madre. Maldito pueblo de mierda, maldita capital donde todos iban a
parar tarde o temprano, malditas conexiones siderales y malditas casualidades.
—No, no la conozco.
—Ah, que raro, se
parecen bastante.
José creó un
silencio incómodo que sólo le incomodaba a él. La chica fue a la vitrina donde
estaban las cuarenta y cinco. Trajo tres armas. Parecían idénticas y aunque
ella intentó explicarle mil diferencias, ventajas e inconvenientes de cada una,
él sólo podía pensar en el valiosísimo tiempo que estaba perdiendo con esa
hermosa chica que podría haber sido su novia hacía veinte años y que ahora no
era más que una cara bonita y pesada, muy pesada.
—Me quedo con la
del medio.
—¿Se la envuelvo
para regalo?
—¡No! —dijo gritando, y después de disculparse añadió —y
no olvide las balas.
—Era broma lo de envolverla para regalo.¡Ah! Qué tonta,
se me olvidaban las balas… Claro, sin balas no hay diversión…
—“Eso, diversión” murmuró el cliente
—¿Cómo dice?
—Nada, ¿cuánto le debo?
Estaba terminando de pagar cuando entró por la puerta
Carlos, su hijo.
—¿Papá?
—Eh, em, ¿Carlos? Qué sorpresa…
—Hola Charly, ¿se conocen?
—Sí, es…, es…, mi padre…
—¡Tomás…!
¡Claro, qué tonta…! Y yo diciéndole que si conocía a Alba, si… —la chica estaba
confusa y trataba de pensar porqué no había pensado en el apellido de su Charly
cuando…
—Ah, no sabía que estabas saliendo…
—Eh mmm, sí papá, te presento a Lucía, mi… bueno, eso,
ya sabes.
—Me alegro, bueno, los dejo, tengo que… Bueno… que lo
pasen… ¿bien? Ya me entienden, cuídense, no quise…, bueno, no vemos, adiós.
—Adiós papá
—Adiós señor Tomás, que disfrute su cuarenta y cinco…
—¿Una cuarenta y cinco?¿Papá?
—Nuevo hobbie, ya te contaré… nos vemos hijo. Adiós
Lucía…
Ahora ya no iba a ser tan fácil.
Abrió la puerta de
su asqueroso departamento de soltero nuevo.
La penumbra y el
olor a sudor y calcetines sucios le recordaron su misión, pero sabía que ahora
no iba a ser nada fácil acometerla.
Retiró mierda del
sofá y encendió la televisión para tener algo de luz. Un programa del corazón —de
esos donde humillan a un ex famoso que muerto de hambre acude a mostrar su vida
de mierda— alumbraba con rojos y azules el tambor de la cuarenta y cinco vacío
y la caja de las balas. Una a una iban llenando el tambor mientras los ojos de
Carlos se reflejaban en el culo de las balas, mientras la cara de Lucía giraba
con el riiiiilll del tambor sobre su eje. El crick del arma al cerrarse llevó a
José a abrazar a una nieta imaginaria con los labios y la sonrisa de Lucía y
los ojos de Carlos, con la mirada de Carlos diciendo “¿Papa?”, con los ojuelos
en la mejilla de la Lucía del “Adiós señor Tomás”, con el frío del cañón en la
boca, con cincuenta y cinco años de vida de mierda, con las frustraciones y con
la puta de su prima Alba que nunca había querido casarse ni tener hijos ni
disfrutar viéndolos crecer ni emocionarse llevándolos al cole, ni destruirse
los riñones mientras les enseñaba a andar en bici y llorar al verlos andar
solos. La puta de su prima Alba harta de dinero y joyas y no sabía lo hermosa
que era la vida porque no tenía hijos, porque no tenía una familia como él,
porque tenía de todo pero no tenía nada, como él, porque no tenía, porque no,
porque… ¿por qué coño tenía una cuarenta y cinco en la boca?
—Buenas tardes
Lucía.
—Buenas tardes
señor Tomás ¿Cómo le fue con la cuarenta y cinco?
—Bien, me alegro de
verte.
—Ah, eh, yo
también. ¿Qué tal le fue con su arma? ¿Pudo probarla?
—No. Vengo a
devolverla.
—¿Algún problema? ¿Falló,
es incómoda? ¿Quiere ver otros modelos?
—Ningún problema. Ya
no la necesito.
—No entiendo. Bueno,
puede devolverla si quiere, pero… ¿Dígame en qué puedo ayudarle, me siento mal
que su compra, ya sabe?
—Si puedes
ayudarme. ¿Vienes a cenar con Carlos a casa? El viernes, si les parece. Quiero
celebrar de nuevo mi cumpleaños y me encantaría que vinierais.
Pernando Gaztelu
martes, 9 de septiembre de 2014
Número 5 de VALENCIA ESCRIBE - Septiembre 2014
El regalo correspondiente a este mes llega plagado, como siempre, de buenos textos. Ningún aficionado a la literatura debería privarse de su lectura.
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