jueves, 18 de septiembre de 2014

Cuarenta y cinco

Después de la crisis de los cuarenta vino la de los cincuenta junto con las deudas, hijos post-adolescentes irrespetuosos y un país capaz de provocar cada día la muerte a miles de inocentes con sólo mirar el periódico. Fue entonces cuando José Tomás López decidió que lo mejor de la vida ya había pasado.

Lo de comprarse la moto y viajar por lugares inimaginables era cosa del pasado. Se había tirado en parapente, en paracaídas y hasta había hecho puenting (con conato de muerte incluido). Las borracheras y la marihuana resultaban apuestas insulsas después de mil y una noches. Incluso su paso por comisaría en estado deplorable podría haberle animado a contar la hazaña en otra época, pero esta vez sólo hizo que sus hijos dejaran de hablarle definitivamente.

Las canas, las arrugas y esa barriga cervecera eran testigos y marcas de una vida malgastada. Su mujer la llamaba “una vida de sinsabores”, por suavizar la forma de verla. Los amigos de la infancia se habían quedado en la adolescencia, los de la adolescencia eran unos cuarentones rebeldes y los de los cuarenta eran unos viejos chotos. José Tomás López comenzó los trámites de divorcio porque estaba harto de aguantarse a sí mismo discutiendo con su mujer y la exmujer de José Tomás hizo una fiesta cuando salió la sentencia.

Desde fuera todo iba sobre ruedas y aunque José estaba hecho una mierda por dentro. Nada más cumplir los once lustros se prometió una cosa (en secreto): “si no encuentro un sentido a esta vida de mierda antes de los sesenta, me voy a comprar una pistola”.

A la semana de su cumpleaños faltó al trabajo. No tenía amigos, ni mujer, ni ambiciones, ni una mierda. Supo entonces que lo mejor que podía hacer era buscar una armería y dejar de perder el tiempo.

En su pueblo nadie tenía armas. Era uno de esos pueblos raros en los que la caza no estaba de moda. Añoró vivir en Austin, Albuquerque o cualquier pueblucho yanqui en el que conseguir una cuarenta y cinco era más fácil que comprar una botella de wiskey.

Organizó un viaje a la capital de provincia y preguntando por aquí y por allí —como era su costumbre— no le fue difícil llegar a la mejor armería, la más reputada.

—Deme una cuarenta y cinco, por favor. Y balas.
—¿Disculpe?, ¡buenos días! ¿Tiene usted certificado médico, foto carnet y ha rellenado los formularios de solicitud?



Maldita burocracia del demonio. ¿Hacía falta estar sano para pegarse un tiro? Sonrió por dentro y disculpándose preguntó a la guapa dependienta los trámites necesarios para hacerse con la dichosa vía de escape de este mundo de mierda.

Hizo cola en una estúpida oficina, para hacerse unas sandeces llamadas exámenes de rutina y pasar unas pruebas para retardados mentales. Salió del local a fumarse un cigarrillo mientras le preparaban un papelucho de pacotilla —que llamaban certificado médico de armas— que decía que estaba sano, cosa que él sabía que no era verdad. Rellenó después unos formularios en los que mintiendo en más de la mitad de las preguntas. Ni el sicólogo más avispado podría pensar que ese viejo inútil de gafas tenía serias intenciones separatistas (como él llamaba al suicidio: separarse del estado viviente).

Ya de regreso en la armería y transcurrida una semana desde su anterior visita, José se acercó al mostrador estirando la mano derecha con la palma hacia arriba y encima de la misma mostraba orgulloso el certificado, el formulario (con un sello que acreditaba su salud mental) y una foto carnet.

—Aquí tiene. Deme por favor una cuarenta y cinco—, la dependienta permanecía callada mirándole y él pensó que algo no iba bien, hizo una pausa y prosiguió —, ah, y balas. Dos cajas de balas.
—Buenos días, antes que nada.
—Buenos días.
—Así mejor.
—¿Cómo dice?
—Digo que así mejor. La cortesía y las buenas maneras nunca están de más.

José estaba extrañado por la estúpida forma de tratar a los clientes que tenía la dependienta. Estaba muy buena, un cañón, pero no le daba derecho a una ser estúpida con los clientes. Calló. Quería era su cuarenta y cinco para de allí e ir a charlar un rato con la separatista…

—¿Para qué quiere el arma?
—Lea el formulario.
—Vale. Bueno, le preguntaba porque es mejor así. Me gusta saber para qué quiere su arma la gente, así en todo caso puedo aconsejarle y…
—Soy un loco. Soy un enfermo y quiero matar a medio pueblo.
La chica sonrió nerviosa y luego al ver que él también lo hacía soltó una risa muy seductora casi sin quererlo. Giró un poco su cabeza sintiéndose intimidada por el cliente y le miró de reojo.
—Perdone, es sólo una formalidad. Todo el mundo viene con sus formularios, sus certificados y su foto y eso es un rollo. Me paso el día imaginando cosas, ¿sabe?
—¿Qué tipo de cosas? —dijo José, extrañado de lo que decía su boca.
—No sé. Usted sabe. Cosas… Lo que la gente hará con las armas que le vendo.
—Pues no tiene más que leer los formularios. Cazar, protegerse, tiro al blanco…—José hizo un gesto incómodo, nervioso. ¿Qué estaba haciendo? La chica le caía bien, la charla era interesante, pero estaba primero la cuarenta y cinco. Ahora iba a tener que aguantar las preocupaciones de una chavala amargada con su vida de mierda, ¡premio!
—Puede ser. Tiene razón. Pero leo los periódicos y me preocupo. Se me encoge el corazón al pensar que alguna de las armas que he vendido… Yo soy una pobre dependienta, no me malentienda, soy una estúpida chica a la que toca vender armas y pienso… ¿Y si aquel asesinato? ¿Y si ese hombre que mató a su mujer? ¿Y si ese chiquillo que se mató jugando en casa…?

La chica estaba a punto de llorar. ¿Una dependienta de una armería podía tener esos pensamientos? José pensó en largarse al instante sin decir una palabra más a la hermosa morena, pero algo lo retuvo. Debía ser el arma, su necesidad imperiosa de hacerse con el objeto secesionista por naturaleza.

—No quiero ser pesado, señorita, pero ¿podría darme una cuarenta y cinco, dos cajas de balas y cobrarme?
—Ah, oh, sí, perdone, señor… Tomás. ¿No es usted algo de Alba de Tomás?

Era su prima por parte de madre. Maldito pueblo de mierda, maldita capital donde todos iban a parar tarde o temprano, malditas conexiones siderales y malditas casualidades.

—No, no la conozco.
—Ah, que raro, se parecen bastante.

José creó un silencio incómodo que sólo le incomodaba a él. La chica fue a la vitrina donde estaban las cuarenta y cinco. Trajo tres armas. Parecían idénticas y aunque ella intentó explicarle mil diferencias, ventajas e inconvenientes de cada una, él sólo podía pensar en el valiosísimo tiempo que estaba perdiendo con esa hermosa chica que podría haber sido su novia hacía veinte años y que ahora no era más que una cara bonita y pesada, muy pesada.

—Me quedo con la del medio.
—¿Se la envuelvo para regalo?
—¡No! —dijo gritando, y después de disculparse añadió —y no olvide las balas.
—Era broma lo de envolverla para regalo.¡Ah! Qué tonta, se me olvidaban las balas… Claro, sin balas no hay diversión…
—“Eso, diversión” murmuró el cliente
—¿Cómo dice?
—Nada, ¿cuánto le debo?

Estaba terminando de pagar cuando entró por la puerta Carlos, su hijo.

—¿Papá?
—Eh, em, ¿Carlos? Qué sorpresa…
—Hola Charly, ¿se conocen?
—Sí, es…, es…, mi padre…
—¡Tomás…! ¡Claro, qué tonta…! Y yo diciéndole que si conocía a Alba, si… —la chica estaba confusa y trataba de pensar porqué no había pensado en el apellido de su Charly cuando…
—Ah, no sabía que estabas saliendo…
—Eh mmm, sí papá, te presento a Lucía, mi… bueno, eso, ya sabes.
—Me alegro, bueno, los dejo, tengo que… Bueno… que lo pasen… ¿bien? Ya me entienden, cuídense, no quise…, bueno, no vemos, adiós.
—Adiós papá
—Adiós señor Tomás, que disfrute su cuarenta y cinco…
—¿Una cuarenta y cinco?¿Papá?
—Nuevo hobbie, ya te contaré… nos vemos hijo. Adiós Lucía…

Ahora ya no iba a ser tan fácil.

Abrió la puerta de su asqueroso departamento de soltero nuevo.
La penumbra y el olor a sudor y calcetines sucios le recordaron su misión, pero sabía que ahora no iba a ser nada fácil acometerla.

Retiró mierda del sofá y encendió la televisión para tener algo de luz. Un programa del corazón —de esos donde humillan a un ex famoso que muerto de hambre acude a mostrar su vida de mierda— alumbraba con rojos y azules el tambor de la cuarenta y cinco vacío y la caja de las balas. Una a una iban llenando el tambor mientras los ojos de Carlos se reflejaban en el culo de las balas, mientras la cara de Lucía giraba con el riiiiilll del tambor sobre su eje. El crick del arma al cerrarse llevó a José a abrazar a una nieta imaginaria con los labios y la sonrisa de Lucía y los ojos de Carlos, con la mirada de Carlos diciendo “¿Papa?”, con los ojuelos en la mejilla de la Lucía del “Adiós señor Tomás”, con el frío del cañón en la boca, con cincuenta y cinco años de vida de mierda, con las frustraciones y con la puta de su prima Alba que nunca había querido casarse ni tener hijos ni disfrutar viéndolos crecer ni emocionarse llevándolos al cole, ni destruirse los riñones mientras les enseñaba a andar en bici y llorar al verlos andar solos. La puta de su prima Alba harta de dinero y joyas y no sabía lo hermosa que era la vida porque no tenía hijos, porque no tenía una familia como él, porque tenía de todo pero no tenía nada, como él, porque no tenía, porque no, porque… ¿por qué coño tenía una cuarenta y cinco en la boca?

—Buenas tardes Lucía.
—Buenas tardes señor Tomás ¿Cómo le fue con la cuarenta y cinco?
—Bien, me alegro de verte.
—Ah, eh, yo también. ¿Qué tal le fue con su arma? ¿Pudo probarla?
—No. Vengo a devolverla.
—¿Algún problema? ¿Falló, es incómoda? ¿Quiere ver otros modelos?
—Ningún problema. Ya no la necesito.
—No entiendo. Bueno, puede devolverla si quiere, pero… ¿Dígame en qué puedo ayudarle, me siento mal que su compra, ya sabe?
—Si puedes ayudarme. ¿Vienes a cenar con Carlos a casa? El viernes, si les parece. Quiero celebrar de nuevo mi cumpleaños y me encantaría que vinierais.


Pernando Gaztelu

martes, 9 de septiembre de 2014

Número 5 de VALENCIA ESCRIBE - Septiembre 2014





El regalo correspondiente a este mes llega plagado, como siempre, de buenos textos. Ningún aficionado a la literatura debería privarse de su lectura.

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miércoles, 6 de agosto de 2014

John



El viento cambió de dirección y la situación se volvió incontrolada. El pinar comenzó a arder propagando el fuego en todas direcciones. Dan Johansson asomó a la ventana de su casa. Era una casa blanca, de madera, como las otras cinco que formaban Västvyn, cerca de Hölm.
–Hay que evacuar
–¿Y ellos? – dijo su mujer
–Ya deben saberlo, son gente que viene de fuera, con medios…
–Justamente Dan, vienen de fuera, no saben cómo es esto.
Los operarios e ingenieros siguieron montando sus equipos hasta que las llamas llegaron a unos metros de la playa que estaba más cerca del lago. Para entonces ya no quedaba escapatoria. El recurso preventivo que estaba solo en la caseta de la plataforma más elevada. Seguramente se habría quedado allí. Todos sabían cómo era John. Muy estricto con las cosas pequeñas, pero poco preparado para las grandes. Todo el mundo odiaba a John. Hasta Dan, el vecino de la obra, que no tenía nada que ver con ellos.
–¿Y qué será de ese inglés raro que venía a recoger el correo?
–¿Ese impresentable? No daba ni las gracias, vaya inútil engreído, espero que esté bien, pero…
–Dan, me da miedo que le pase algo a esa gente.
–Sube al coche antes de que no podamos cruzar el puente.
–Dan…
Aunque estaban a solo unas yardas de las obras Dan no quería correr riesgos. Como seguramente habría hecho John. Debía estar en su caseta, con sus papeles, mientras las llamas se lo comían todo alrededor. 
El jefe de equipo Marc y sus supervisores lograron agrupar a todos en la plataforma. Los árboles en llamas estaban por todos lados y vieron como comenzaban a caer por el vial. No había salida. Estaban en una isla sin árboles, de momento a salvo, pero todo cambiaría conforme comenzaran a caer hacia dentro las coníferas en llamas. El terror comenzó a apoderarse de los montadores, Hussain se puso de rodillas pidiendo a Allah que le permitiera volver a ver s sus hijos, Jousef hizo lo mismo y otros como Nuno se pusieron a llorar desconsolados. Uno de los gigantes de fibra comenzó a arder y el humo negro y asqueroso contaminó toda la playa de montaje. Cuando el fuego llegara a los generadores todo iba a explotar.
Marc no paraba de llamar pidiendo auxilio, finalmente consiguió contactar con la central quienes se pusieron en contacto con los transportistas para avisarles que no se acercaran a la zona, aunque no le dieron una respuesta al supervisor. Estaban solos y los servicios de emergencia tardarían en llegar. Aunque fueran diez minutos, no tenían más minutos antes de que el fuego llegara a los generadores y todo se fuera a tomar vientos.
De pronto, en medio de aquel infierno, apareció como caído del cielo el coche de John por detrás del árbol caído que bloqueaba el vial. Estaba envuelto en llamas y de pronto todas desaparecieron. Traía enganchado del coche un tráiler con uno de los equipos de limpieza repleto de agua que volaba en todas direcciones mientras gritaba llamándolos a evacuar.
–¿De dónde ha salido este tío?, dijo Marc al verlo.
–¡Corre, corre!, decía Hussain mientras se dirigía hacia la fuente de agua.
Aparecieron entonces sobre el vial cinco coches con sus carros llenos de agua y mangueras a presión creando un túnel de agua. Entre ellos estaba Dan. No podían creerlo. John había aparecido en Västvyn con su maldito coche en llamas y bajo mil juramentos les dijo que salieran todos a cargar agua del lago, que había que rescatar a la gente del montaje. Nadie se negó a echar una mano. Salieron en caravana hacia la posición donde estaban.
Cuando llegaron los equipos de emergencias y los bomberos todo el personal estaba evacuado al borde del lago. Dan y Marc se saludaron por primera vez y se abrazaron.
–¿Dónde está John?
–No puedo creer cómo les ha salvado ese maldito inglés…
–Yo tampoco, pero si no es por él.
–Eso está claro, pero míralo ahora. Está allí tratando de quitarse de encima al de la ambulancia que quiere currarle las quemaduras. Seguramente le está diciendo que no sabe hacer su trabajo, que vaya mierda de servicio…
–John es John, es nuestro querido recurso preventivo John…
–Y suerte que lo tenéis…
–Tú lo has dicho Dan, suerte que lo tenemos con nosotros. Algún día se lo diré…
–Cuando te deje hacerlo. Yo creo que debe estar contento, aunque no lo parezca.
–Lo está, seguramente lo está, pero nunca lo sabremos.

Pernando Gaztelu





miércoles, 23 de julio de 2014

Almas culpables




Dos tiros bastaron. El rabino estaba tirado en el suelo con los ojos y la boca bien abiertos. Después vendrían sus ayudantes y los demás aprendices. Sólo el servicio pudo escapar. Aunque había usado el silenciador y las cortinas estaban cerradas, los de seguridad estaban por llegar. Entró en el refugio y tomó todas las armas que pudo. Mientras los ex agentes del Mossad cruzaban la puerta hizo explotar la granada de mano. Tres segundos y los artefactos deflagraron uno detrás de otro abriendo paso al asesino e intimidando a los refuerzos armados que venían a contraatacar. La noche volvió a cerrarse detrás de las llamas y sólo el ruido del Hammer y la estela de su combustión apenas visible marcaban el paso del vengador. «Todavía quedan muchas visitas por hacer», pensó el agente. Altos mandos del ejército, líderes religiosos, políticos… Amín era sólo una sombra más en la noche de Israel, la noche que había comenzado con los ataques indiscriminados a Palestina y que no acabaría hasta que cada uno de los que había ordenado esa masacre fuera asesinado.

El Mossad seguía los pasos de Amín desde su segunda víctima, iba por la cuarta y según él sabía le quedaban por lo menos unas tres más antes de volver al cuartel de operaciones en Europa, donde se le asignarían nuevos objetivos internacionales que habían colaborado en el genocidio. Contaba las balas que le quedaban cuando la luna rota y un zumbido le anunciaron que los perseguidores volvían al acecho. Tres coches y una moto.



El siguiente objetivo era uno de los líderes religiosos más radicales. Amín sabía que con los sabuesos detrás de su espalda era imposible ir a Jerusalén a matar a ese hijo de perra, pero tenía que intentarlo. En la persecución por todo Tel Aviv hizo estallar su Hammer en el Fortuna del Mar y dos de los tres coches explotaron con él. Amín salió por los aires en el puerto Tel Aviv Marina y fue a parar al otro lado del muelle. Se escondió entre los barcos del puerto. La moto y el otro coche siguieron merodeando en busca del superviviente y Amín tuvo que usar su ingenio. Cruzó la escollera del puerto en la oscuridad y pudo sumergirse respirando por un tubo de plástico durante más de media hora hasta que vio cómo se alejaban el coche y la moto de los barcos hacia la Shlomo Promenade.

Una hora después del altercado, el asesino estaba otra vez con ropa seca y en un A6 camino a Jerusalén por la Ayalon Highway. Al llegar al cruce con la 1, estaría a poco más de una hora de ese maldito hijo de puta. Amín desgraciadamente conocía muy bien a Baam Shem Sefar. El más influyente de todos los maestros ultra ortodoxos jasidistas era también el más rico y más poderoso de los casi seis millones de judíos americanos. Fue en New York donde Amín, en aquel entonces un joven pandillero de Queens, había conocido al benefactor y gran maestro Baar Shem Sefar. ¿Quién iba a decirle que veinte años después estaría en Beit Zait, a quince minutos de cortarle el cuello con la misma navaja con la que habían asesinado a su hermano mayor Jairo.

No iba a ser fácil llegar a Jerusalén. Al poco de pasar Beit Zait aparecieron detrás suyo un coche y una moto. No podían ser los mismos del puerto de Tel Aviv, ¡era imposible! Amín pisó el acelerador del A6 y la moto comenzó a acercarse como si estuviera frenando. Decidió salir del boulevard Ben Gurion y tomar la 50. Era una apuesta arriesgada, pero por la 1 sólo podía encontrarse con más y más agentes del Mossad.

Tomó el boulevard Begin y la moto estaba justo a su lado cuando maniobrando bruscamente hacia la izquierda fue a estrellarse contra la entrada del colegio de ingeniería. Esta vez la moto esquivó la explosión y esperó al coche antes de que los agentes entraran en busca del asesino de judíos.

Baam Shem vivía no muy lejos de allí y por eso Amín pensó que sería una buena estrategia intentar llegar a pié desde el colegio de ingenieros de Jerusalén hasta la calle Profesor Racah, del otro lado del parque botánico. Todo lo que pudiera conseguir para improvisar explosivos en los laboratorios de química y el camuflaje perfecto del botánico eran el único plan de Amín.

Pero el plan era una mierda. La maldita escuela de ingenieros no era más que un proyecto y el edificio a medio terminar sólo podía garantizar disparos sin piedad contra él. Y los disparos no se hicieron esperar. Primero con ametralladora desde la moto y luego el lanzagranadas del coche. Destrozaron completamente el edificio principal, la entrada, las aulas. Amín corría desesperado hacia abajo por el fondo de las casas aledañas mientras un helicóptero que acababa de llegar localizaba su posición y seguían cayendo granadas y volaban ráfagas desde el helicóptero. Al pasar por debajo del boulevard Begin, por el túnel Betsal’el Basak y el helicóptero perdió su rastro. Disparó entonces contra uno de los coches que pasaban y salió en un Citroën C4 sin llamar la atención. Tomó la primera salida hacia la derecha. Ya podía ver el parque botánico, la calle Racah, las casas bajas, los chalets. Amín aparcó en el Campus Edmund J. Safra y se dirigió a pie entre las cascadas de lavanda y los jacintos en flor. El gran poder de Baam Shem Sefar lo hacía invisible, según decían sus enemigos. Nunca nadie había podido encontrarlo en Israel y en Estados Unidos era imposible llegar a él. Era así y no a la inversa y esa era ahora la gran ventaja de Amín. No necesitaba llegar a Baam Shem en Nueva York, sabía dónde se ocultaba en Jerusalén.

Los perros cayeron en la trampa del hombre muerto que dispara y los tres guardias de seguridad en la del que dispara más rápido desde lo alto y los deja muertos. El barbudo de patillas ensortijadas se encerró en su habitación del pánico y Amín tuvo que recurrir al gas lacrimógeno y al zumbido implacable del reloj generador de frecuencias audibles. Cuando Baam Shem abrió la puerta del minúsculo recinto por sus propios medios, Amín lo cogió por el brazo. El poderoso líder de masas estaba llorando como una magdalena y suplicaba piedad como si él alguna vez la hubiera tenido o supiera lo que eso podía llegar a ser.

—Baam Shem Sefar, estás condenado a muerte por crímenes contra la humanidad —dijo Amín repitiendo la sentencia del tribunal de justicia terrorista mundial auto proclamado del que él era la mano ejecutora.

Amín repetía la sentencia pero no repetía la misma fórmula que antes de ejecutar a los otros dos, no. Amín estaba juzgando y enjuiciando él mismo a Baam Shem. El asesino terrorista recordaba en ese momento a su hermano Jairo en el féretro, a todos aquellos niños asesinados en Gaza y enjuiciaba a Baam Shem por todo aquello.  Se dio cuenta de que matar a Baam Shem Sefar era un regalo el cielo para ese hijo de perra.

—Baam Sher Sefar, yo te condeno… Baam Sher… —Amín no podía terminar la frase. Aquel juicio ya no era necesario. Ese hombre de barba larga y patillas rizadas estaría recibiendo el mayor de los consuelos al dejar este mundo sin darse cuenta de todo el mal que había hecho. Otro ultra ortodoxos intolerantes que moriría sintiéndose inocente.

—Baam Sher Sefar, yo…
—Mátame ya de una vez maldito mulato…

Amín recordó cómo su madre había huido del hambre en Nicaragua, cómo había crecido entre blancos y más negros que él en las calles de Queens y no podía creer que aquel genocida le estuviera llamando «mulato».

—Mátame de una vez maldito negro… —insistió el judío con un gesto violento.
—¿Por qué quieres morir?
—No quiero morir, pero me agota ver tu cara de idiota. ¿Te crees un vengador, un justiciero? No soy culpable de nada. Yo no he hecho nada de lo que estás pensando Y Yahvé lo sabe. Sí. Yahvé es el autor de todo esto. Mata a Yahvé si puedes ¿eh negrito? Intenta matar a Mi Dios… Eres un mierda. No vales nada a los ojos de Yahvé, no formas parte del pueblo elegido y tú morirás como todos los tuyos. Porque el Señor así lo quiere… Venga, dispara de una vez, ¡dispara!

Amín guardó silencio mientras Baam Sher Sefar continuaba perjurando en todos los idiomas que conocía. Le disparó a una rodilla y luego a la otra. El jasidista gemía de dolor al tiempo que intensificaba sus insultos a Amín y al comprobar por sus gestos que el asesino era latino comenzó a hablarle en castellano, valiéndose de sus orígenes sefarditas.

—Oye mulato, ¿no ves que esto es una pérdida de tiempo? ¿Crees que voy a sentirme culpable por defender al pueblo de Yahvé? Esos impíos no merecían vivir. Ni sus madres ni sus hijos. Son la raza del mal, sacrílegos que no merecen vivir bajo el mismo sol que el pueblo elegido. Mátame si es lo que quieres o déjame con mi pueblo. Ya encontraré unas muletas para lo que me has hecho y le pediré a Yahvé que no tenga piedad contigo…

—Quiero que lo sepas y te lo diré sólo una vez: eres culpable.
—¿De qué crees que soy culpable, negrito?
—Eres justo lo contrario de lo que crees que eres. Eres culpable de sembrar el odio. De alimentarlo cada uno de tus días. Eres culpable de obnubilar a tus seguidores con la luz del demonio haciéndoles creer que es la luz de Dios. Eres culpable de odiar a otros seres humanos con todo tu ser y eres culpable de creerte dueño de Dios. Eres culpable y quiero que me oigas decirlo. Eres culpable y nada que yo haga o deje de hacer lo cambiará. No voy a matarte. Es más, no voy a matar a nadie más. No valéis ni una puta bala ninguno de vosotros. Sólo voy a encargarme de que no podáis volver a hacer mal a nadie, sólo eso.

—¿Y cómo vas a hacer eso sin matarme, negrito?

Amín respiró profundamente. Maniató al reo y luego le acarició la cabeza, los ojos y los oídos con un sentimiento que parecía dulzura pero que ambos sabían que no lo era. Le dejó gritar hasta que por fin se durmió y lo dejó inconsciente de un golpe. Con calma y frialdad le privó del sentido de la vista, del habla, inutilizó sus oídos y redujo al mínimo la movilidad del ultra-ortodoxo. Luego le dejó alimentos para unos días y se encargó de que alguien lo encontrara en medio del desierto donde lo abandonó como castigo final.

Años después Amín supo por uno de sus amigos Palestinos que el judío mutilado había sido acogido en un centro de cuidados musulmán y que había pasado años balbuceando sonidos inconexos hasta que un día de abril una cuidadora creyó oírle pronunciar palabras.

Decía «mulato, mulato».

Al enterarse, el que había sido terrorista tiempo atrás realizó un largo y complicado viaje para encontrarse con Baam Sher Sefar. El judío había envejecido mucho, demasiado comparado con el tiempo transcurrido. Estaba sentado en el suelo y aunque su mirada ciega no significaba nada algo le hizo sentir a Amín que el judío estaba en paz. Estaba tranquilo, expectante.

Amín sintió la necesidad de acariciar su cabeza y al hacerlo oyó que el judío dijo:

—¡Mulato!, ¡mulato!— y llorando gritó con todas sus fuerzas  —¡Soy culpable, soy culpable!—

Amín lloró con él y le abrazó fuerte a Baam Sher. Sintió como temblaba suavemente, cómo su cuerpo se relajaba poco a poco. Él también quiso gritar aunque no tuviera sentido.

Horas después el anciano murió.

 Pernando Gaztelu