viernes, 8 de marzo de 2013

Una tumba vacía

La tenemos justo delante. Es pálida como un fantasma, paciente como una semilla esperando germinar. Silenciosa como una tumba vacía. Amable y expectante, como una mano tendida hacia nosotros. Nos vigila sin ojos y tiembla cuando respiramos. La amamos, pero también la odiamos. Su única posibilidad de sobrevivir es que, después de ser mancillada por nuestros despiadados lápices, nos cautive el fruto engendrado. Solo así evitará acabar marchita y arrumbada, cuando no dividida en mil tristes pedazos.

lunes, 4 de marzo de 2013

Ella merece volar



Ni siquiera podía mirarse el final de la melena en el espejo, pero no le importaba. Como tampoco, que le fuera arrastrando por el suelo. Mejor -pensaba Justina- dos tareas hechas al mismo tiempo. Así que correteaba por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, para sacarle bien el brillo. El pelo le había crecido, pero  los años también y ahora ya no podía echar la trenza por el balcón para que subiera su amado, sin riesgo a quedarse lumbálgica para siempre. Y menudo novio, señoras, la obligó a dejarse el pelo largo hasta su regreso. Él, que se había quedado a hacer las Américas sin mencionarle lo de las mucamas. Y ella, que tenía que mantener viva su promesa. Pero ya no se cuidaba la cabellera, se había cansado de  peinar y esperar. Incluso le gustaban los animalitos que vivían en ella. Un día encontró un nido con sus polluelos; probablemente -pensó- la madre confundió mi melena con la espesura de un bosque. Ya tampoco podía bailar el folklore de su tierra, los boleros, su auténtica pasión. Así que harta,  devolvió las cartas de ultramar, rompió su sagrada promesa y se cortó el pelo. Desde que se quitó ese enorme peso de encima, se elevó allende los mares y tierras. Y flota liviana, feliz y contenta, en el cielo con los suyos.

ADELINA




El marido de Adelina regresó de las selvas amazónicas afectado de una rara enfermedad. Los médicos, desde el principio, auguraron un fatal desenlace ya que no existía ningún remedio para  curarla. Las altísimas fiebres y los espantosos dolores, la obligaban a permanecer pegada a su lecho, sin apenas salir de la habitación. En los momentos de lucidez, él le  decía lo mucho que le gustaba su precioso pelo, negro como la noche y lo hermosa que era. Le pedía que lo mantuviera siempre largo y cuidado, tal y como lo llevaba el día en que se conocieron.

Un día, mientras se miraba al espejo, Adelina juró que si él no mejoraba, jamás se cortaría el cabello. Lo mantendría largo, brillante y perfumado sólo para que, al acercarse, el enfermo percibiera su aroma y pudiera acariciar los sedosos bucles.

Los días pasaban, el pelo de Adelina había  crecido tanto que le llegaba hasta la cintura. Ni siendo una jovencita lo había llevado tan largo. Todas las noches lo cepillaba con sumo cuidado, hasta cien veces antes de ir a dormir, como su madre le había enseñado. Por las mañanas, después de cepillarlo otras cien veces, acercaba sus labios a la frente del enfermo y le besaba con cariño, tomaba su mano y la dejaba descansar en su regazo, cerca de sus rizos, para que él se percatara y pudiera rozarlos.

Las estaciones del año, se sucedían. Adelina no perdía la esperanza, su larga melena ya sobrepasaba la longitud de sus rodillas, dentro de nada le llegaría hasta los tobillos. Tuvo que contratar los servicios de una doncella, sus fuerzas empezaban a flaquear y no por cuidar de su marido, precisamente, sino por lo costoso que resultaba mantener la limpieza  de su pelo. El peso, sobre los hombros y la columna, comenzó a producir mella en su compostura; su cuerpo comenzó a doblarse, debido también a la posición adquirida durante el  tiempo que permanecía reclinada sobre la cama de su esposo. Por ningún motivo se apartaba de su lado.

Un día la doncella le sugirió que recogiera su melena. Las puntas ya rozaban el suelo, era difícil evitar que se mantuviera limpia de polvo, incluso algún pequeño insecto había intentado anidar en ella y era muy costoso que las púas del cepillo pudieran terminar con éxito la tarea de deshacer los nudos que se le formaban . Ella se negó, le dijo que era así como le gustaba a su marido y que por nada del mundo se lo iba a recoger y menos aún cortar.

Una fría mañana de invierno, él dejó de luchar. Su corazón se paró y sus párpados se quedaron cerrados para siempre. Adelina lo zarandeó repetidas veces entre gritos de angustia y sollozos. El sufrimiento hacía que se arañara la cara y diera estirones a su pelo hasta conseguir arrancar mechones enteros. La doncella no podía detenerla, tal era la fuerza de su propia enajenación.  El forcejeo entre ambas desembocó en una pelea, que terminó con el cuerpo de la muchacha rodando escaleras abajo. Quedó inmóvil, tendido en el suelo y con una brecha abierta en la cabeza de la que manaba gran cantidad de sangre.

                                                        ***


-Leopoldo, creo que es en esta casa donde nuestra hija entró a trabajar...

- Parece abandonada... no puede ser. Puede que estés equivocada. Saca la carta, anda.

- Es aquí, el número diez de la calle de San Lázaro ¡Qué raro!

- La puerta está cerrada. Vamos a llamar al timbre.

- ……………………

- No hay nadie, no se escucha ruido alguno ¿Qué es lo que sale por debajo de la puerta?

- No sé, parece… Es pelo, mechones de pelo negro… ¡Voy a derribar la puerta!

Leopoldo y su mujer entraron en la casa. Lo primero que percibieron fue un desagradable olor.  El cadáver de su hija yacía a los pies de la escalera. No se lo podían creer… Aún así, el padre subió la escalinata, quería saber qué había sucedido. En la habitación principal encontró en la cama dos cuerpos: un hombre y una mujer. Ella llevaba en una de las manos unas tijeras, largos mechones de pelo negro como la noche cubrían el suelo. En la otra mano, un papel, en el que aún se podía leer “tuya para siempre…”








sábado, 2 de marzo de 2013

LA MODISTILLA



                Sus padres la llamaban Amparín, aunque a ella no le gustaba ese nombre, prefería que la llamaran Amparo. Su juego preferido era el sambori, siempre era la ganadora ya que, había perfeccionado el arte de pulir las piedras y hacerlas rodar hasta que se detuvieran siempre donde ella quería. Eran otros tiempos, apenas circulaban coches y los chiquillos se pasaban el día en la calle.
Fue una lástima que la guerra truncara su infancia; el tenebroso sonido de los aviones hacía que viviera  aterrorizada y en continua tensión. Las bombas caían, a veces, cerca de su casa, en el popular barrio de Ruzafa. Ella escuchaba el zumbido de los motores antes de que las sirenas emitiesen su aullido. Con su sobrino Vicentín en brazos, que apenas contaba dos años, salía disparada hacia el refugio, allí esperaban los dos en silencio hasta que terminara la macabra lluvia de proyectiles.

La guerra duró tres largos años. Amparo tuvo que olvidar su deseo de seguir estudiando; su familia soportaba la falta de necesidades tan básicas como lo era el sustento diario. Tampoco sus vecinas y amigas pudieron asistir a la escuela. Sus padres, las mandaban a formarse en corte y confección, era la única forma de recibir una ayuda económica; con el tiempo, si algún hombre se fijaba en ellas, terminarían casándose. Era el único modo de conseguir independizarse del hogar. También existía la alternativa de ingresar en un convento o, si la vocación no era suficiente,  se quedaban a vestir santos, se les aplicaba entonces el calificativo de solteronas, quedando al cuidado de sus padres  durante el resto de sus vidas.

Amparín fue una alumna disciplinada. Era ágil con la aguja y precisa con el pespunte. También adquirió gran soltura con la máquina de coser. Sus largos y delgados dedos se deslizaban por los tejidos más finos y blancos que su maestra sólo reservaba para ella: -“El traje de novia de Maruchi Prieto, que lo cosa Amparín. Nadie más lo debe tocar”-.

En el tranvía, de vuelta a su casa, conoció a Paco. Procedía de un pueblo de Albacete y, por si fuera poco, trabajaba en una mercería cercana al mercado Central. Alto, moreno y guapo, era el tercero de siete hermanos. Venía de cumplir el Servicio Militar en Palma de Mallorca y la chispa del amor estalló. Su noviazgo duró tres años, transcurridos los cuales, él no quiso que Amparín continuara en el taller. La quería en casa, formando una familia, como debía de ser. Ella, enamorada, le obedeció y su deleite por la costura lo conservó cosiendo para los dos hijos que tuvieron. A ella le gustaba pasear por los escaparates donde se exhibía ropa infantil que jamás podría comprar con el sueldo de su marido y, al volver a casa, con cualquier retal de tela adquirido después de regatear un buen rato, confeccionaba pantalones para su hijo y preciosos vestidos para su niña. Las vecinas siempre giraban la cabeza al verlos salir de casa, tan limpios y tan guapos, con sus trajes nuevos:

 -“Caray Amparín… ¿cómo lo haces?”-

 -“Con las manos y mucha paciencia, Doña Chari”.

 

                                                      ***

Barrio de Ruzafa, Valencia 2012

Ana, teclea en su portátil. Está terminando el último trabajo que le queda para finalizar su máster. Se levanta para relajar la espalda y los brazos,  prepara  un café y se acerca  a la mesilla de mármol que tiene junto a la ventana abierta. Las patas son de hierro fundido negras, forman volutas. Las une un travesaño del mismo material en el que se puede leer “SINGER”. Acaricia con sus dedos largos y delgados la foto enmarcada de su abuela, se sienta y reposa los pies en el pedal, los balancea arriba y abajo mientras recuerda el sonido que escuchaba de pequeña: “Tac-tac-taca-tac…”*

 

*Al quedar inutilizadas las antiguas máquinas de coser Singer, muchas personas utilizaban las patas, -de gran belleza- para convertirlas en mesas colocando encima un tablero de mármol.