sábado, 9 de febrero de 2013

Salvadores


Primero vinieron a visitarme los salvadores de patrias. Antes de que pudieran abrir la boca les dejé cristalinamente claro que yo tengo tres: el Mundo, el Fútbol Club Barcelona y mi familia. En cuanto al Mundo, les comenté, es evidente que no hay quien lo salve y si existiese ese superhéroe ya se encargarían los poderes fácticos de eliminarlo por la vía rápida. Respecto al Barça no necesita salvación, es precisamente ese equipo el que cada semana nos conmuta la pena del aburrimiento a los aficionados al balompié. Y por lo que atañe a la familia, que es mi única patria verdadera, nos vamos apañando, gracias. Estos vendedores de banderas y donantes de conflictos se miraron entre perplejos y contritos, me obsequiaron un panfletillo (que terminó en el cubo de la basura) y se largaron con viento fresco.

Luego aparecieron los salvadores de almas. Inmediatamente les rogué, en su calidad de especialistas, ayuda urgente para encontrar a la mía, que me había abandonado el miércoles de la semana anterior llevándose una maleta repleta de amores, odios, rencores, frustraciones, anhelos… Precisaba recuperar mi espíritu y todos sus sentimientos, pues ahora solo era un vagabundo sin memoria y con la mente plana. Pero no debían ser unos especialistas demasiado competentes, el único paliativo que me ofrecieron fue la tarjeta de su puñetera cofradía con un número de teléfono en el que aseguraban recibiría la asistencia anímica necesaria (tarjeta que por supuesto también acabó en la basura). Como vendedores de humo que eran, se desvanecieron silenciosamente.

Al cabo llegaron los salvadores de los salvadores. Me cayeron simpáticos desde el principio y les invité a pasar. Después de unos tragos no tuvieron reparos en confesar que ellos tampoco salvan a nadie de nada, pero que disfrutan esparciendo su mensaje de la trascendencia del individualismo, de la imprescindible deserción del rebaño, de la relevancia y significación de la diversidad y del formidable peligro del pensamiento único. ¡Éstos sí eran buenos vendedores! Tan buenos eran que les compré su máquina de elaborar ideas, me arremangué y me puse a escribir este cuento.




lunes, 4 de febrero de 2013

BRANDON 581 serie C



                    


Mi marido me regaló a Brandon 581 serie C para nuestro tercer aniversario. Me dijo que era muy fácil de manejar y que con él me sentiría mucho más segura. Los asaltos a las colonias de la periferia eran cada vez más numerosos y yo pasaba mucho tiempo sola.

El curso de especialista en manejo de androides duró tres semanas que se me hicieron larguísimas, pero valió la pena, sí señor. Brandon no tenía nada que ver con los cyborgs de mis amigas. Para empezar, el contacto con la silicona orgánica que recubría sus miles y miles de conexiones era cálido y placentero. Su voz no contenía los efectos metálicos que tanto molestan al oído del hombre. Pero lo mejor era su mirada. Era más que humana: traspasaba el alma. Se anticipaba a todas mis decisiones, me adivinaba el pensamiento y pasó a convertirse  en mi mejor apoyo.

Ahora Truman, mi marido, se encuentra en uno de los asentamientos marcianos. Pasará allí una larga temporada, pero desde que estoy con Brandon ya nada me importa.  Cuando estoy trabajando en mi despacho, él vigila todo el perímetro de nuestra residencia, ajusta las alarmas, la temperatura y regula los niveles de radiación solar. Cuando termina, me trae una infusión de té verde de cultivo hidropónico, siempre en su punto, para que no me queme los labios, después me escanea de arriba abajo: temperatura corporal, niveles de colesterol, tensión arterial… No se le escapa nada, ya me cuidé yo de programarlo como a mí me gusta. Hoy me ha notado cierta excitación. Yo trataba de disimular, pero está tan bien entrenado… Me ha tomado entre sus fuertes brazos y no ha dejado de acariciarme en todos mis puntos más sensibles ¡Me ha hecho llegar hasta lo más alto! Lo mejor de todo es que después, no se queda dormido como Truman, podemos seguir juntos hablando de esto y aquello, se muestra interesado en mi conversación y hasta me da ideas de cómo mejorar en mi trabajo… ¡Cómo me gusta la serie C!

La máquina y yo.


Por fin he conseguido una incapacidad total. ¡Soy libre, libre…! Tengo todo el tiempo para mí y para mi máquina del afecto. Nunca he sido tan feliz, ni me he sentido tan acompañada. Tengo un novio en cada web y un millón de amigos de todo el mundo en el Facebook. Unos se conectan por las mañanas; otros, por las tardes; y otros, por las noches. A estos recurro cuando me ataca el insomnio.   Hablamos de todo, de lo humano y de lo divino, de la marcha del mundo y de nuestros platos favoritos, intercambiamos fotos y música y escribimos relatos. Nos hacemos críticas y alabanzas. Yo ya nunca salgo de casa, hago la compra desde aquí. Ahorro mucho dinero en ropa, ando todo el día en pijama, zapatillas y bata de cuadros. Tampoco recibo visitas. A veces hablo por el skipe, pero solo cuando tengo ganas de ponerme los rulos y arreglarme el pelo y vestirme que suele ser una vez al mes. Pongo una luz tenue y me hago la interesante pero la verdad prefiero la comunicación escrita, es mucho más rica y satisfactoria. Por primera vez en mi vida he conocido el éxito personal y social gracias a esta maravillosa máquina que amaré toda mi vida.

sábado, 2 de febrero de 2013

EL TÍO “CEBA”


Enjuto, alto y calvo, con un amable rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus administrativas fauces.

El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en el pueblo. De pequeño era “Cebateta”, hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y entierros de sus antepasados.

La historia familiar cuenta que, como él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también de su propiedad.

Ramonet Casanova contrajo nupcias a principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es  la única compañía de Ramón Casanova, último eslabón de la dinastía “Ceba” de Benimaclet.

Ramonet, además de con las paellas, el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también  ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias avenidas a su paraíso particular. Antes del desplome inmobiliario declinó reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes constructores, amantes de los Cohíbas y los Jaguars, más que bien relacionados con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos convencidos de que el viejo “Ceba” está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, con su corazón de cemento y su cerebro de caja registradora, desconocedores del significado del término “principios”, por más empeño que le pongan jamás en sus vidas comprenderán que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor y ningún precio.

Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir un nuevo Centro Comercial, otro más. Se le advertía también que la acequia que suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada a las primeras máquinas excavadoras.

Son las siete y empieza a clarear. Portando un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño hoyo. En él deposita el bulto, o lo que es lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello. Después, al tiempo que deja caer la base le da una patada, alejándola unos metros. El cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de los pájaros.

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P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno de Ramonet es que el pueblo se movilizaría en masa tras su muerte para detener aquellas obras. Los tribunales reconocerían que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta el Parque del Tío “Ceba”, con una estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.