domingo, 6 de noviembre de 2011

CLAUSTROFOBIA

De repente le dio como un ataque de claustrofobia. Lo vio todo muy claro. Fue como una revelación divina: tenía que salir de casa. Para ser un escritor, aunque fuese de cuentos, necesitaba vivir primero para poder escribir después. Llevaba demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes contándole al papel relatos y este no le devolvía más que 21x29,7 cm2 de blanca indiferencia. Notó como la inspiración, o lo que es lo mismo, la ilusión por escribir, se estaba alejando de él. No recordaba si se había dejado la ventana abierta o la luz encendida, eso poco le importaba ya, porque fue abrir la puerta que daba a la calle, poner el pie sobre la acera, y las historias se pegaron por entrar en su cabeza: el tipo que había metido la “pata” en una zanja y se lamentaba con amargura; la ancianita cargada a sus espaldas con aquel enorme contrabajo a punto de cruzar el paso de cebra con lentitud, igual que una tortuga; el propio paso de cebra que habían dibujado mal y las rayas blancas parecían ataúdes; los críos del parque que se divertían cazando palomas con lazo y miga de pan perseguidos por un armario vestido de policía, la estela dejada por los reactores que parecía una letra japonesa escrita en el cielo. Todo era una posible historia, incluso la propia palabra historia le sugería una ladrada de amor y odio entre “historia” y “estoria”, al fin y al cabo los ingleses sí que hacían esa distinción.  Pero demonios, si no llevaba más de cinco segundos y ya tenía material para seguir escribiendo al menos por un mes. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que pensó que en realidad se trataba de un boxeador que tenía dentro. Comenzó a retroceder poco a poco sobre sus pasos y buscando, al final, con desesperación la llave del portal para acabar metiéndose en él con precipitación y angustia. Había olvidado el pánico que sentía a los espacios abiertos, el porqué de su dedicación exclusiva a la escritura. Entre jadeos y sudores fríos se juró que nunca más volvería a salir a la calle. Nunca-nunca-nunca-nunca más.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Insomnio


Regresó a su infancia, a su pueblo de casas grandes, donde las ventanas eran ojos y parecía que tras los balcones te espiaran. Nunca pudo conocer todos los secretos que allí se guardaban.
Despertó entre unos cálidos brazos que le resultaban muy familiares. Su padre la sostenía como cuando era una niña.
-“No pasa nada, mi amor, solo ha sido una pesadilla” -le decía al tiempo que la acunaba.
De nuevo se encontraba en la cama y en la habitación de su niñez. Su padre, que  hacía tantos años ya que había fallecido, estaba junto a ella, calmándola. Se sentía ingrávida y cristalina.
-Seguro que es esto la muerte -pensó-. ¿Seré yo un fantasma?
Los visillos se movían y sin rozar apenas el suelo, se asomó a la ventana…

La ventana de enfrente




Hace una semana que vivo en esta ciudad, en esta casa y me he quedado atrapado en la ventana de enfrente. La calle es estrecha y me permite divisar el interior de la habitación con bastante claridad. Las paredes están forradas de estanterías repletas de libros. Los visillos se apartan para dejar entrar la luz  del día y en las noches continúan indolentes y generosos mostrando la escena iluminada por el brillo de una pequeña lámpara. Cada tarde  escucho una música de piano que, aunque suave, penetra en mis finos oídos embargándome de anhelo. Hay una mujer, que interpreta, hoy, un preludio de Bach.  Una melena larga de azabache se dibuja nítidamente moviéndose al compás. Yo me muero de ganas de ver su rostro. Me lanzo a la calle decidido, dispuesto a inventar una excusa en el momento en que se abra la puerta. La cruzo poseído por un deseo tan fuerte que no advierto la zanja que han abierto esta misma mañana. Ahora seguiré escuchando y observando con la pierna en alto y escayolada, manteniendo la esperanza de que un día ella se asome a la ventana…    

martes, 1 de noviembre de 2011

SIN PAN DEBAJO DEL BRAZO

“Los niños vienen al mundo con un pan debajo del brazo”. Era una de esas frases que de tanto oírla, se grabó a fuego en mi memoria. De pequeña no la entendía bien, los bebés diminutos y frágiles ¿podían con una barra de pan?, ¿de dónde la sacaban?, la abuela me aclaró su significado, mientras revolvía mi pelo y soltaba una de sus sonoras carcajadas.
Pronto mi segundo hijo verá la luz.
Su hermano vino al mundo con algo mejor que un pan: con 3.000 € nada menos, a este le espera un mundo en crisis y ese pan tan necesario, no estará bajo sus brazos.
Manuel sigue fiel a sus convicciones: ¿hijos?, los que vengan. Lo repite a menudo, es otra de esas frases que terminan, si las dejas, convirtiéndose en sentencias a cumplir.
Yo me guio por las circunstancias: nadie decidirá por mí, este será mi último embarazo.