lunes, 5 de septiembre de 2011

ATARDECER

Era la víspera de la fiesta del pueblo. Sandra le había pedido a su marido que le llevara a la capital, tenían invitados y le faltaban cosas por comprar. Él le prometió que volvería nada más jugar la partida. Inesperadamente el juego se alargó. La bronca estaba asegurada. Fueron discutiendo en el coche. Daniel conducía con brusquedad. Eran quince kilómetros que conocía de memoria. Ya se veían los primeros edificios de la ciudad, Daniel aceleró, el Fiat Punto iba demasiado lento y el camión de la cementera parecía que venía lejos. Los dos callaron su discusión. Miraban de frente, el camión se les venía encima.
En la habitación 612 recibían una gran noticia, por fin llegarían los riñones, en principio compatibles con los de Juana. Llevaba más de dos años enganchada a una máquina. Aquel atardecer dos hombres lloraban: Daniel de dolor y rabia, Mateo de esperanza y alegría.


NI-no, ni-no

“Ni-no-ni-no-ni-no…”, crecí con ese sonido pegado a mis tímpanos. Llegó a ser tan familiar que ya ni lo advertía. Es lo que tiene vivir al lado de un hospital. Las ambulancias eran los pájaros de mi bosque particular, en mi infancia, la música  de mis juegos y mis sueños.
 Más tarde me mudé a una zona residencial donde los sonidos de fondo eran otros.
Por eso cuando el estridente sonido de una ambulancia irrumpió en mi tranquila calle un sábado por la noche a toda velocidad, todo el vecindario lleno de inquietud se pertrechó -indiscreto- detrás de las ventanas y, se lanzó a la calle a ver qué ocurría.
Ahora ya ni se inmutan.
Mi novio conduce una ambulancia y le encanta activar la sirena cuando tiene un rato para venir a verme, le tengo dicho que no lo haga, pero no hay manera, dice que siempre que hay una urgencia la activa y… ¿qué mayor urgencia puede tener que estar conmigo?
Así pues, el familiar sonido: ni-no, ní-no, que acompañó los juegos en mi infancia, ha regresado a mi vida de la mejor manera: llenándola -como entonces- de ilusión.

domingo, 4 de septiembre de 2011

La esencia de las cosas

Me dobla, me estruja, y me mete en una bolsa de plástico despidiéndose de mí hasta el invierno siguiente. Pero, ¿qué hace ahora? ¡Esto es nuevo! Me ha quitado el aire, no hay espacio y me ha dejado reducido al tamaño de un raquítico sándwich. No puedo respirar, ni tampoco decir palabra. Montse, mi amor, que quiero acariciarte por las noches en tu cama. ¿Por qué me haces esto?
Le dice a su hija que es un gran invento, que así habrá más espacio para todo en los armarios, incluso que lo va usar para hacer la maleta y viajar con Ryan air sin problemas. Y continúa ese ruido atronador, esa máquina infernal que es el aspirador.
Me ahogo, mi relleno de plumas ha quedado reducido a un guiñapo. No puedo más… ¡Socorro, ayuda! ¡Sáquenme de esta prisión! ¡Llamen a la ambulancia!
                                                      
                                                                                                              Malén

sábado, 3 de septiembre de 2011

El Guardián de los libros.

El hombre que guardaba los libros perdidos, era tan viejo, que sus ojos lo habían visto todo. Tantos años leyendo todos aquellos libros, le convertían en el hombre más sabio del mundo y no había pregunta cuya respuesta no conociese.

El viejo sabía que su tiempo como guardián tocaba a su fin y necesitaba que un niño ocupara su lugar, como mucho tiempo atrás, el había sido el niño que sustituyó al viejo guardián que entonces había.

Para poder ocupar el puesto, se tenía que superar una prueba aparentemente sencilla, una simple pregunta cuya respuesta el viejo guardián no supiera, convertiría automáticamente en el nuevo guardián de los libros perdidos, al niño que la formulara.

Ya lo habían intentado miles de niños y niñas de todo el mundo y sus miles de preguntas, habían obtenido todas las respuestas correctas. Incluso hubo niños que hicieron trampa, haciendo preguntas muy difíciles con la ayuda de sus profesores, que también eran muy sabios, pero aún así, el viejo guardián supo las respuestas. Parecía imposible que alguien pudiera sorprenderle con algo que no supiera.

Pablo tenía ocho años, unos ojillos inteligentes que brillaban detrás de sus pequeñas gafas y el pelo castaño y revuelto como si se acabara de levantar de la cama. Se había enterado de la prueba por un amigo empollón del cole y fue hasta allí, sólo por la curiosidad de ver desde cerca a un hombre sabio.

Cuando el viejo le vio entrar, ya no pudo dejar de mirarle, porque en aquellos ojos de niño listo, había algo que le recordaba mucho a sí mismo.

La habitación en la que Pablo esperaba para hacer su pregunta, era increíble. Las paredes estaban repletas de viejos libros desde el suelo hasta el techo, olía a hojas de papel y a madera. La luz entraba por una pequeña claraboya redonda situada en el techo y el suelo crujía como las hojas de los árboles caídas en el parque en otoño.

Cuando ya quedaban pocos niños para que le tocara preguntar a él, Pablo se fijó en el guardián, la silla en la que estaba sentado, estaba hecha con libros y el traje que llevaba el anciano, parecía fabricado con páginas marchitas escritas en diferentes idiomas. Tenía una barba blanca que le llegaba a las rodillas, su boca no se podía ver, la nariz era enorme y los ojos diminutos, de un azul intenso que brillaba desde dentro, que le otorgaban una mirada feroz y penetrante.

El viejo le dijo que se acercara, Pablo se acercó con aire tranquilo, aunque su corazón se desbocaba dentro de su pecho. aún no sabía qué le iba a preguntar, pero, cuando todo el mundo se calló, las palabras salieron de su boca sin haberlas ni siquiera pensado, como si de magia se tratara, Pablo hizo su pregunta: ¿por qué este lugar tan extraño se llama el palacio de los libros perdidos?, yo aquí estoy viendo muchos libros y más bien me parece que son libros encontrados.

El viejo se mantuvo en silencio, sus ojos se nublaron llenándose de lágrimas, era la primera vez que conociendo una pregunta, ignoraba su respuesta. La pregunta la conocía muy bien, ya que mucho tiempo atrás, cuando a penas tenía ocho años, en aquella misma habitación, él, la había formulado y sabía perfectamente que no existía respuesta.

Y fue así como Pablo, el pequeño Pablo, se convirtió en el nuevo guardián de los libros encontrados.